La mística a la baja

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es  

 

 

La mística y lo religioso.

 

Haya sido Malraux, haya sido Rahner, o los dos, haya sido quien haya sido su autor, o ninguno, da lo mismo. La frase se cita mucho, pero uno tiene la impresión de que al citarla se la desenfoca. En resumidas cuentas, dicen que ambos dijeron, y ya es coincidencia: “el próximo será un siglo de místicos o no será”, (Rahner), cristianamente hablando. El siglo XXI será religioso o no será”, (Malraux).

 

Qué significa esto. Dos cosas. Primera: significa que el sentido religioso del ser humano jamás desaparecerá. Es cuestión genética. Lo religioso está en los genes del ser humano. Segunda: significa al mismo tiempo que el propio ser humano tiene que activar los resortes de lo religioso, para que lo religioso influya en él y en el entorno. Valga un ejemplo: si no doy al switch o interruptor, la bombilla no se enciende. De qué sirve que la luz esté ahí si no la conecto. De qué sirve ser genéticamente religioso si no activo mi potencial religioso.

 

El tema religioso seguirá inspirando el arte, en sus múltiples y tan variadas facetas. Y seguirá inspirando los sentimientos y el comportamiento de los seres humanos.

 

Lo religioso siempre actual.

 

El tema religioso, en sí, sin ponerle adjetivaciones, es siempre tema de acuciante actualidad.

 

Pero conviene acentuar más lo religioso que lo místico. Lo religioso es más real, asienta sus bases en la realidad. Lo místico tiene una dimensión más corta y cerrada, y tiene el peligro, más de flotar en una especie de nube de estructura poética y utópica, que de realidad cotidiana.

 

Los dos autores aludidos, entiendo que van por la línea trillada de la realidad. No me imagino a Malraux ni a Rahner en plan de utopías místicas ajenas a la realidad.

 

Y si hay que decantarse, es preferible la realidad. Las utopías valen en la medida que reflejan o llevan a una realidad. Lo religioso en el ser humano es una realidad de su propia cotidianidad. Y no depende de él. Y esa impregnación congénita de lo religioso, el ser humano la expresará o no de muchas maneras. Más consciente o menos conscientemente. Condicionado por el ambiente que le rodea y la religión a la que pertenezca, que le irá marcando cauces de comportamiento.

 

Importancia de la oración

 

Una de estas dimensiones de lo religioso, y por cierto muy importante, es el sentido de la oración.

 

Y así, tomando como referencia el ejemplo mejor y más universal, Cristo, vemos que Cristo nunca fue un místico; y sí un hombre de mucha y profunda oración. Por qué. Porque no se andaba por las nubes. No flotaba en una nube. Pisaba fuerte la realidad. Por eso era creíble. Por eso la gente confiaba plenamente en él.

 

Cristo estaba con la gente, se daba a la gente. Era profundamente realista. Y se acercaba a la gente para hacer el bien, curando las dolencias materiales y espirituales; infundiendo esperanza.

 

Los místicos, en el sentido negativo explicado, suelen carecer del don de la realidad. Flotan a saber en qué nube. Les falta la dimensión de los grandes soñadores, hombres y mujeres, clarividentes en ideas, utópicos donde los haya, que ven más allá de lo que ven los demás. Se adelantan a los acontecimientos y hacen historia. Es el caso de los profetas bíblicos. Es el caso de Cristo.

 

Cristo fue un gran soñador, un gran utópico; todo lo contrario de un místico. Su utopía está anclada en la realidad. Por eso fue capaz de construir humanidad, de hacer historia. Nada más lejos de la mística que el amor. Nada más cerca de la realidad que el amor. Cristo es el Dios-con-nosotros. Y Dios es amor.

 

Multiplicación de los panes.

 

Avalando lo dicho, en los cuatro evangelios se narra el pasaje de la multiplicación de los panes. Lo que se ha llamado el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Pero resulta ser un milagro que hay que mirarlo más por pasiva que por activa.

 

Cuando Cristo vio que la gente que le seguía estaba hambrienta, lo primero que hace es decir a los apóstoles: “Dadles vosotros de comer”. Y la respuesta al canto: “No tenemos con qué”. Esa es la respuesta fácil, evasiva al mismo tiempo; propia de un místico que no pisa la realidad.

Claro que tenían. Y Jesús lo que hace es invitarles a compartir lo que tienen.

Y para que se den cuenta de que sí tienen, pregunta: Cuánto pan tenéis. Y la respuesta: cinco panes y dos peces.

No importa si es mucho o es poco. En realidad era poco, y sin embargo, oh ironías de la vida, alcanzó y aún sobró.

Cristo, que tenía el maravilloso don de la ironía, aún debe estar riéndose de la doble respuesta que le dan. Primera, no tenemos. Segunda, tenemos cinco panes y dos peces.

Pues para qué más. Basta y sobra.

Y lo primero que hace es orar al Padre. Y comieron todos. Dice el evangelio que de sólo hombres eran más de cinco mil.

Sobra comida. Sobra cuando se tiene la voluntad y la decisión de compartir. Para eso hay que estar en la realidad. Y la realidad es que hay mucha gente hambrienta, necesitada, a la que no se la quiere ver.

Comieron todos juntos.

Muy bueno el detalle. Comieron todos. Y todos juntos. Y no por el milagro fácil de Cristo: multiplicar panes y peces. Sino por el milagro difícil de la gente: poner al servicio de los demás lo poco que se tiene.

El verdadero milagro, se produce cuando se comparte de corazón lo que se tiene, entonces hay mucho más de lo que pensamos.

Curiosamente, la multiplicación de los panes y peces tiene, sin duda, un trasunto de eucaristía. Es como una flecha lanzada en dirección a la eucaristía.

La eucaristía es también un banquete. Pero es que todo el sentido y contenido del Reino de Dios está expresado en la metáfora de un banquete. El Reino de los cielos es un banquete de bodas, por consiguiente, de gozo, de alegría, de fiesta, de compartir.

Este milagro nos invita a nosotros a descubrir que el proyecto de Jesús es reunirnos en fraternidad real y universal. Al Reino de los cielos no se puede ir por libre.

 

Es importante saber compartir “nuestro pan y nuestro pescado”. Es importante saber convivir con y como hermanos.

La multitud que seguía a Jesús es también un signo que nos recuerda que la fraternidad es la única manera de poder seguir a Jesús.

Estamos hechos para vivir juntos.

Efectivamente, estamos hechos para vivir juntos. Estamos hechos para comer juntos, compartiendo nuestra mesa. Estamos hechos para la amistad. De ahí que los humanos demos tanta importancia, y multipliquemos tanto, los banquetes. Banquetes de bodas, banquetes en familia, por tan distintos motivos.

Por eso el banquete es la metáfora que mejor indica la realidad. Cristo utiliza este símil constantemente. Es el lenguaje que la gente entiende. Es el lenguaje de la realidad.

No valen flotantes místicas; cuenta la realidad. Y la realidad es que quien, tenga mucho o poco, lo guarda para sí, al fin se queda sin nada. Porque se queda solo. Termina por no entrar en el banquete.

La realidad del Reino de los cielos está expresada en la forma de un banquete al que todos, como comunidad, estamos invitados.

Problemas sin resolver.

Y puestos los pies en la realidad, esa realidad en la que Cristo se encarnó, vemos que hay una serie ingente de problemas sin resolver. Están los problemas del hambre en el mundo; están los problemas de las injusticias y diferencias sociales; la mala distribución de los bienes naturales, que son para todos en general y no para unos pocos.

Cristo mandó repartir el pan y el pan alcanzó para todos, y sobró. Fue un reparto sin humillaciones. Se hizo desde un gesto de amor por parte de Cristo, de un amor que dejaba en evidencia los egoísmos y comprometía. Y la gente lo entendió. Y lo poco, se multiplicó hasta hacerse abundancia, quedando todos satisfechos.

No era una limosna. La limosna humilla, porque es algo que se da, normalmente porque sobra, y no se comparte. En cambio el banquete se comparte, se disfruta, y da alegría.

En un banquete de verdad no hay primeros ni últimos puestos, sino una auténtica confraternización. Todos son aceptados, todos son bienvenidos.

El banquete habla de solidaridad, nunca de egoísmos. En la multiplicación de los panes, Cristo nos dio la gran lección de la solidaridad.

No lo hizo desde la compasión, que la compasión tiene poco de cristiana. Lo hizo desde el amor, y el amor sí es cristiano. Profundamente cristiano. El amor es la esencia del cristianismo, y por consecuencia, del cristiano.