Dar testimonio

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Cristo es el Cordero de Dios.

Este fue el apelativo, de hondas resonancias bíblicas, que Juan el Bautista dio a Cristo. Fue en el momento crucial cuando estando bautizando en el Jordán vio acercarse a Cristo.

A partir de ese momento Juan va a salir de la primera plana de actualidad, que había ocupado hasta entonces, como precursor del Mesías, para dar paso a Cristo.

Lo señala: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Hasta dos veces se repite el testimonio del Bautista en favor de la mesianidad de Jesús.

Juan, que tan fehacientemente había dado testimonio de Cristo, lo sigue dando en ese momento cumbre de su apostolado. Y es en ese mismo lugar y momento cuando, tras hacerse bautizar a manos de Juan, el mismo Padre Dios desde el cielo dará testimonio de Cristo: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo” (Mt 3,17).

A partir de ahí comienza Jesús su vida apostólica.

La expresión “Cordero de Dios” no es por casualidad. Con marcada intención de resonancia bíblica, hace referencia, en primer lugar, al cordero pascual cuando la liberación de Egipto. También a los sacrificios rituales de corderos en el templo de Jerusalén para expiación de los pecados del pueblo.

Siendo expresión de marcado contexto cultual, se refiere también al título mesiánico de Jesús, como Siervo del Señor, descrito por el profeta Isaías: "Era llevado como un cordero al matadero" (Is 53,7).

La misma liturgia de la Iglesia repite esta expresión hasta cinco veces en la celebración eucarística. Porque, efectivamente, Cristo, igual que un cordero sacrificado en el templo, es sacrificado en la cruz, para quitar los pecados del mundo.

Cristo, con su sacrificio, establece la nueva Alianza, que supera y anula la sangre de los sacrificios de animales, que a fin de cuentas no podían perdonar los pecados. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Y Cristo es Dios.

Cordero que borra el pecado del mundo.

El pecado es una realidad omnipresente en el mundo. No sólo están los pecados de tipo personal, están también los pecados de tipo social, y están los pecados estructurales. Es una realidad envolvente, pero no aplastante. Por encima del pecado del mundo está el Amor misericordioso de Dios que nos ha redimido en Cristo, sacrificado en la Cruz.

La redención es obra de Cristo, pero necesita nuestra cooperación, en el sentido de asumirla.

De nada serviría estar redimidos, si no aceptáramos la redención, haciéndola nuestra.

La redención no se queda en el ámbito de lo individual. Es compromiso que abarca a todo y a todos.

En la sociedad en general campea la explotación, la pobreza, el hambre, la incultura, la violencia, el sufrimiento de tantos inocentes.

Los derechos humanos son constantemente conculcados. La marginación incide más sobre aquellos a los que se ha dado en llamar “los sin voz”.

Las desigualdades entre países ricos y pobres son vergonzantes. Abunda por doquier la competencia desleal, el paro, la inseguridad, la prepotencia.

La familia no se libra de la crisis de valores que en muchos lugares son cada vez más palpables.

A nivel personal vemos cómo nos dominan las actitudes de soberbia, avaricia, envidia, ansia de dominio.

Dios y sus Mandamientos pasan a un segundo plano, a veces a ninguno, porque cada vez más se prescinde de Dios.

Cabe la pregunta: ¿Quién nos librará de esta situación de pecado? ¿Quién nos reconciliará con Dios y los hermanos?

Y la respuesta es única: Cristo, sólo él. Cristo, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Él es la victoria final sobre el pecado y la muerte. Él es nuestro salvador y nuestra paz.

 

Permaneced en mi amor.     

Es la clave que Cristo nos da para hacer realidad en nosotros la redención. Y dice: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor” (Jn 15, 9-17).

 

Para eso, es necesario experimentar a Dios como el Padre que nos ama, que sostiene nuestra vida, que nos impulsa a ser mejores, a relacionarnos más y mejor con el prójimo.

 

La confianza, por parte nuestra, es totalmente necesaria. Y al mismo tiempo, la alegría de sabernos amados de Dios. De este modo, experimentando el gozo de una vida sana a todos los niveles nos será más fácil la permanencia en el amor de Dios, y así dar testimonio de la redención y del amor de Dios.