Seguir a Cristo

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Lo primero, decisión.

Para seguir a Cristo, lo primero que se necesita es decisión. Nadie que vaya a la fuerza será buen seguidor. Simplemente, no será seguidor.

Cristo invita: “Quien quiera seguirme...”. No obliga. Y no obliga porque respeta totalmente la libertad de cada persona. Es amor es libre. Y el seguimiento de Cristo se realiza desde el amor.

Pero quien esté dispuesto a seguir a Cristo tendrá que hacerlo bajo la fuerza del Espíritu. Cristo promete enviar al Espíritu Santo el día de Pentecostés. El Espíritu es quien sostiene la fe del creyente, seguidor de Cristo. Es importante sentir su presencia y dejarse guiar por él.

A la luz del Evangelio.

El cristiano es alguien que sostenido y animado por el Espíritu, tiene la experiencia de Dios. Y la experiencia de Dios consiste en dejarse amar de Dios.

De ese amor nace lo que se llama la espiritualidad cristiana. Esta está iluminada por el Evangelio.

Para un cristiano no hay más espiritualidad que la del Evangelio. Todo lo demás son añadiduras, complementos, y a veces suplementos. En cristiano los suplementos son malos. El Evangelio no se puede sustituir por nada ni por nadie.

No hay línea de espiritualidad más clara y diáfana que el Evangelio. Desde él se comprende la cercanía de Dios.

El Evangelio es el centro radial de toda vida cristiana, sostenida, vale insistir, por el Espíritu.

Lo segundo, captar a Cristo como redentor.

Resulta sorprendente y maravilloso constatar cómo Cristo, cuando realiza, por ejemplo una curación, que no necesariamente es un milagro, siempre dice: “Tu fe te ha salvado”.

Es decir, está pidiendo la actitud cooperativa del enfermo. Una voluntad de cambio. La fuerza para cambiar está dentro de uno mismo. Cristo lo único que hace es impulsar esa voluntad, ayudando a la indigencia de cada ser humano, con su amor infinitamente misericordioso.

Cuando a Cristo se le ve como redentor, necesariamente se le está viendo como amigo, como compañero de viaje en el diario caminar de la vida, done los problemas no van a faltar.

Encontrarse con Cristo es un auténtico regalo. El cristiano ni puede ni debe caminar en solitario. De ahí que Cristo ideó la Iglesia como una Comunidad de fe, de esperanza y de amor.

La Comunidad engloba a todos, sin diferencia ni distinción de edad, sexo, cultura, y hasta religión.

Cuando se es capaz de captar a Cristo como alguien que para haciendo el bien, que nos acompaña a lo largo y ancho de la vida, entonces se es capaz de titar el manto, como el ciego de Jericó, y salir corriendo al encuentro y seguimiento de Cristo.

Llevando la cruz.

Seguir a Cristo no significa llevar un ramo de rosas junto a él, ni flotar en una nube de mística etérea. Seguir a Cristo es todo lo contrario de un romanticismo místico.

El mundo no es ni será de los místicos. Cristo no fue un místico. Será de los que son capaces de estar en comunicación con Dios por medio de la oración.

Cristo fue hombre de oración. Y pide a sus seguidores una actitud de oración constante. (Es una lástima que en español oración y rezo sean sinónimos, porque los sinónimos, lejos de enriquecer la realidad la confunden y empobrecen. Así, rezar, puede hacerlo una simple grabadora, basta meterle una cinta pregrabada y darle a un botón; pero sólo las personas son capaces de hacer oración). Cristo no dice que hay que rezar, sino que hay que orar.

Y la oración abre a la comunicación con Dios, a la confianza en Dios. Es lo mismo que acontece con los niños, no se aprenden de memoria un discurso cuando van a hablar con su madre o con su padre. Lo hacen espontáneamente, con las palabras que en ese momento le vengan a la boca, y aunque sea tartamudeando el niño se hace entender.

Y Dios de sobra sabe que, como Moisés, tampoco nosotros sabemos hablar. Pero la oración no es recitar fórmulas estereotipadas, sino abrir el corazón a Dios.

Cristo nos marca la ruta que debemos seguir. Nos dice: “Yo soy el Camino...”.

Así, el vivir del cristiano es un vivir nuevo. Ser cristiano consiste en ser hombres o mujeres nuevos. Ir en la dirección de Cristo, junto a él. O él junto a nosotros, como lo hizo con los discípulos de Emaús.

El cristiano aprende así a organizar la propia vida en torno a Cristo y con Cristo; y al mismo tiempo, en torno a los demás y con los demás. En comunidad.

De esta manera la vida se dignifica y se va adquiriendo la santidad que Cristo exige también a sus seguidores: “Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto”.

Profetas y no místicos.

Esta vida digna desemboca en lo que Cristo llama “El Reino de Dios”.

Para seguirle hace falta tomar la cruz, como él lo indica. Cristo, que no fue un místico, sino alguien con los pies bien puestos sobre la tierra, pide a sus seguidores ser personas de oración.

No se puede tener la cabeza en Dios si los pies no están bien asentados sobre la tierra, es decir, sobre la realidad. Cristo fue profundamente realista, por eso sintonizó perfectamente con la gente. Y la gente, que captó perfectamente su comportamiento lo seguían. Aunque no entendieran que además de ser Hombre era también Dios.

Tampoco los discípulos descubrieron en un principio su divinidad. A última hora, antes de irse a los cielos, aún le preguntan si “¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”. Era una pregunta política, de gente que, a pesar de estar conviviendo con él, aún no habían sido capaces de descubrirlo.

Lo descubrieron y comprendieron a partir de la Resurrección. Y al comprender, es cuando se lanzan a cumplir la tarea de “id por el mundo a proclamar el Evangelio”.

Entonces es cuando, iluminados por el Espíritu de Cristo, comienzan a ser profetas, que no místicos.

El místico flota, difícil postura para estar en la realidad. El profeta, por el contrario, está en la realidad.

Estando en la realidad es como se tiene, al igual que Cristo, la necesaria sensibilidad para entender a los que sufren, y estar a su lado.

Estando en la realidad, hay una actitud de búsqueda y práctica de la justicia que debe abarcar todas las cosas, por ser la base del amor.

El mundo lo construyen los profetas, bajo la guía y el poder del Espíritu de Cristo.