Jesús en el desierto

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Simbolismo del desierto.

El desierto es símbolo de lo inhóspito. También de la lucha, del esfuerzo, de la soledad, de la supervivencia. De tantas cosas. Y de la persona.

El evangelio dice de Jesús que se retiró al desierto. Fue un retiro voluntario. Una toma de su propia personalidad y de la responsabilidad que adquiría ante Dios, ante el mundo y ante sí mismo, al comenzar su vida pública, la predicación de la Buena Nueva.

Lo primero que hace es ponerse en actitud de oración, que es mirar hacia dentro de sí mismo y al mismo tiempo mirar a Dios, en el ejercicio más exhaustivo de la toma de conciencia de la responsabilidad que adquiere.

A continuación sufre las tentaciones. Símbolo del examen serio con que se mira a sí mismo, para ver pros y contras, y el sentido mismo de la vida.

En la pedagogía de la exposición catequética del pasaje Jesús entabla un  diálogo teniendo por base las Escrituras. Los interlocutores: Cristo y Satanás.

Lo importante en este proceso: la revelación que encierra este episodio, relatado por los tres evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas.

En síntesis, el relato tiene tres partes:

 

1-Tentaciones de Jesús

2-Identidad de Jesús y su función mesiánica.

3-Vencimiento de las tentaciones.

Tentaciones de Jesús.

El desierto es el marco ideal de la prueba. En él reina la soledad y el silencio. Jesús se encuentra a solas consigo mismo. Tiene por delante todo el tiempo del mundo para examinarse a sí mismo. Mil caminos posibles se le abren. En pie está su libre albedrío. Suya, y sólo suya, será la libre y personal decisión que tome. Esa es la prueba. Ese el sentido de la tentación. Es, en definitiva, mirar a la vida que tiene por delante. Y la vida está llena de posibilidades. Sin olvidar que el ser humano es un misterio de grandeza sublime y de profunda miseria, como ya apuntó el Vaticano II.

Si Cristo se somete a la prueba, es evidente que lo hace por sí mismo, pero también por nosotros. Sabe perfectamente que es el modelo, que en él nos vemos reflejados.

Toda persona está sometida a este proceso de identidad personal, sea o no, seguidor de Cristo.

Naturalmente, aquí hablamos de los cristianos.

El cristiano vive constantemente en sí mismo la tensión y la dialéctica de la tentación. Porque tiene que moverse muchas veces en la ambigüedad, la misma que la vida le presenta. Como en el desierto, los caminos están difuminados. Al no estar claros es fácil perderse. Es la ambigüedad.

Quizá sea ésta, la ambigüedad, la mayor tentación que tiene planteada el cristiano. En parte, porque se mueve siempre en el camino de la fe. Y la fe nunca es evidente. Como Dios. Dios no es evidente. Las cosas más sublimes no son evidentes. El amor, no es evidente. Debo hacer un acto reflejo de fe para creer a la persona que me dice: te quiero. Simplemente, le creo, porque el amor, como Dios, como la vida, no los puedo someter a un análisis de laboratorio.

¿Qué tentaciones tiene hoy el cristiano?

En primer lugar, el mismo desierto, que puede convertirse en la evasión de uno mismo. Es más fácil dejarse llevar de las tentaciones que luchar contra ellas. O por el contrario, ir como Cristo al desierto y enfrentarse con la realidad de uno mismo, y salir triunfador.

El consumismo, es otra insidiosa tentación. Dejar que las cosas nos dominen. Ansiar el pan significa tener por tener cosas, y olvidar la primacía del reino de Dios.

Cristo dirá: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

La misma religión puede ser una tentación, cuando se la convierte en algo mercantil, mágico o supersticioso. O en fuente de dominio sobre los demás. O en una pretendida manipulación de Dios.

Jesús nos avisa: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4,7).

Otra enorme tentación son los ídolos, por los que muchas veces sustituimos a Dios, como pueden ser: la increencia, el agnosticismo, la política, y hasta la misma Biblia cuando de ella nos valemos, no para una búsqueda de Dios, sino para apabullar a los demás, exhibiendo nuestra más descarada vanidad y orgullo farisaico, infatuados de nosotros mismos. A veces se maneja la Biblia por activa y por pasiva, con sospechosa erudición, pero entre tantos textos inconexos Dios brilla por su ausencia.

Están las tentaciones de la ciencia, de los falsos profetas, del hombre por el hombre, infatuado de sí mismo, donde no hay cabida para Dios. La referencia indicativa puede ser el grito: “Dios ha muerto, paso libre al superhombre” que pregona Zaratustra, de Federico Nietzsche.

Cristo dirá: “Al Señor tu Dios adorarás” (Mt 4,10).

Identidad de Jesús y vencimiento de las tentaciones

Jesús no sólo toma conciencia de sí mismo, sino que hace que Dios ocupe el primer plano en su vida y en la de los demás. Junto a las falsificaciones que de Dios nos pueden hacer las mismas religiones, Cristo presentará a Dios como el Padre cercano y amigo, al que hay que adorar “en espíritu y verdad”.

Dios no es el Dios manipulable, que termina desapareciendo paulatinamente del horizonte de nuestra vida. Es el Dios que envía a su Hijo al mundo para salvar al mundo. Y Cristo tiene la conciencia clara de su mesianidad. Siempre la había tenido hacia sí mismo. Pero quiere que también nosotros la tengamos de él. Cristo es, en definitiva, el Hijo de Dios.

A diferencia de los ídolos, Dios no es un Dios tirano, sino el Dios de la revelación, Padre de nuestro Señor Jesucristo.  

Es el Dios de la dignidad y grandeza del hombre, que habiéndonos creado a su imagen y semejanza, quiere que no seamos esclavos de las cosas. Las tentaciones son manifestación de las distintas y múltiples esclavitudes.  

Jesús concluye su toma de conciencia, y la experiencia de las tentaciones a las que se somete como hombre: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto” (Mt 4,10).