Compasión misericordiosa

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es  

 

 

Cristo no fue un místico.  

Cualquier persona que se acerque a Cristo, sea creyente o no, pero más si es creyente y conoce un poco el evangelio, enseguida se da cuenta de que Cristo tenía de todo menos de místico.  

Cristo no era un místico, en el sentido de andarse por las ramas, sino un hombre metido de lleno en la realidad de las personas. Él vino al mundo para salvarnos. No vino a salvar “almas”, sino personas concretas.  

Si hay algo que resalte con más fuerza el evangelio es precisamente la misericordia del Señor para con todos. Buenos y malos. Pero su misericordia se acentúa más cuando se trata de personas necesitadas, al nivel que sea.  

Sin duda, a Dios le duele el dolor y el sufrimiento de la gente. Y Cristo, que es Dios y Hombre verdadero, afirma: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”.

 

Cristo fue compasivo y misericordioso.  

Los sentimientos de Cristo para con las personas, sobre todo las más necesitadas, es de compasión. No quiere que nadie sufra. Por eso trata de suprimir, o al menos, aliviar el sufrimiento, y el dolor.  

San Pablo dirá que el dolor entró en el mundo por el pecado. Desde el enfoque y contexto que el apóstol le da, sin duda. Teológicamente el dolor entra en el mundo por el pecado. Se trata, por lo demás, del dolor moral.  

A nivel humano, físico, por el contrario, y sin contradecir para nada la teología, sin duda que el dolor es anterior al pecado. El dolor es constitutivo de la naturaleza.  

Si tomamos prestada la metáfora bíblica, catequética, de Adán y Eva, en el caso hipotético que un día estuvieran jugando los dos a columpiarse en las ramas de algún árbol del paraíso, y en un descuido llegaran a caerse, sin duda que en el golpetazo “verían las estrellas”, como suele decirse.

 

Dolor moral y dolor físico.  

Una cosa es el dolor moral (teológico) y otra, el físico (naturaleza).  

Pero es más, Cristo trata de aliviar tanto uno como otro. Por eso perdona a los pecados (dolor moral), pero también cura a los leprosos, paralíticos, etc., (dolor físico).  

De ahí que la compasión no es una virtud más en nuestra vida, sino una manera de parecernos a Dios. Cristo dice: “Sed compasivos como vuestro Padre Dios es compasivo”.  

La compasión es una actitud que ha de configurar tanto al creyente, en lo individual, como a la Iglesia en su globalidad.  

Cualquier obra hecha sin el aval de la misericordia, de poco o nada sirve. Terminarán siendo obras buenas, altruistas, propias de una ONG, pero no de una Iglesia que, para serlo, necesita ser una prolongación de Cristo en el mundo.

 

Hora de hacer una revisión.  

También la Iglesia necesita hacer una “revisión de vida” y preguntarse si muchas de sus obras llegan a alcanzar la línea de flotación de la compasión, en el sentido del evangelio.  

Las obras buenas, por ejemplo una limosna, que cualquiera podemos realizar, son a veces, más la forma de aquietar la conciencia, que una obra de “compasión evangélica”.  

Lo dicho, Cristo no era un místico para andarse por las ramas, sino el Dios encarnado que sabe que la sociedad en general, y las personas en particular, necesitan orientación moral; pero también atención concreta, personalizada. Porque las personas no son entes de razón, sino gente concreta con sus gozos y alegrías, con sus sufrimientos, soledad, marginación, incomprensión, dolor, etc.  

Tanto la Iglesia, como los cristianos, estamos urgidos de ser signos de la misericordia de Dios.  

El Evangelio se mueve siempre no en lo espectacular, sino en la línea de la cercanía.  

Eso fue lo que predicó Cristo. Eso fue lo que hizo. De ahí su sentencia: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 12).