¿Quién es Dios?

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Cristo nos hace cercano a Dios

Cristo mismo nos fue haciendo la revelación progresiva de Dios. Nos hizo cercana, comprensible y presente, la inaprehensibilidad de Dios. Cristo nos habla del Padre, nos habla del Hijo, y nos habla del Espíritu Santo. Es decir, nos habla de la realidad de Dios. Realidad que, no obstante, sigue siendo incomprensible, por inabarcable desde y para nuestra capacidad limitada de entender: La Santísima Trinidad. 

Trinidad que, sin embargo, no significa Tres Dioses. Sino un Único Dios en Tres Personas.

Persona no significa individuo.

La complicación viene cuando empleamos el término “Persona” (concepto griego que no equivale a individuo concreto: hombre o mujer), para cuya inteligibilidad no tenemos más referencia que nosotros mismos. Con lo cual, la tentación está en pensar que Dios es como nosotros: es decir, un hombre o una mujer; por consiguiente, alguien con cabeza, tronco, y extremidades; si hemos de emplear una definición casera, para entendernos. Dios, pues, no es un señor, pongamos por caso, con cabeza, tronco y extremidades. (Cosa muy diferente es que Dios se haya encarnado en Cristo Jesús).

Con lo cual, volvemos a estar como estábamos: en el misterio. Misterio, por otra parte, sublime y maravilloso; desbordante, pero en el que sentimos que tenemos cabida. Misterio de Amor. Como se expresó san Juan: “Dios es Amor”. Nos sentimos, no lejanos, sino inmersos en ese Misterio, que palpita, que es Vida, que nos envuelve, que nos dignifica.

La pregunta ineludible.

Surge siempre la pregunta: ¿Qué imagen tenemos de este Misterio, que tiene Nombre, que llamamos Dios? 

Y la referencia obligada, una vez más y siempre, es Cristo. Sin Cristo, seguiríamos hablando de un Dios lejano, impersonal, que por último, se diluye en la nada.

Cristo emplea lenguaje inteligible.

Cristo emplea términos profundamente humanos, inteligibles. Habla de Dios como Padre. Dios es el Padre que le envió. Habla de Dios como Hijo enviado. En realidad, habla de sí mismo como Hijo del Padre e igual a él. Y habla de Dios como Espíritu Santo. Prácticamente, al final de su vida menciona y promete, repetidamente, enviarnos al Espíritu Santo. El Espíritu Santo que viene a ser, si de algún modo hemos de entenderlo, como el mismo Cristo proyectándose en el tiempo y en el espacio después de la resurrección, con su propia misión evangelizadora, y confiriendo a sus discípulos su fuerza, su vida, y su misión.

De esta manera, las tres personas divinas, siendo un solo Dios, realizan el plan de salvación: 

• El Padre, que nos expresa su amor dándonos a su Hijo Cristo Jesús. 
• El Hijo enviado desde el Padre, que muere y resucita por la redención de toda la Humanidad. 
• El Espíritu Santo concreción de ambos, para la santificación, adopción filial, y guía de los creyentes hasta la plena verdad y posesión de Dios.

Dios es un Dios cercano, sentido de nuestra vida.
Así pues, sin poder entender racionalmente el Misterio de Dios en sí mismo, y menos, la Trinidad: un solo Dios en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, sí podemos captar que Dios no es un Dios lejano ni ausente, sino el fundamento de nuestra esperanza, la fuerza de nuestro caminar por la vida. Una vida, la presente, que sentimos corta, muy breve, sí, pero que tiene un sentido, una dirección, una proyección, una razón de ser en sí misma, desde el Misterio cercano y envolvente de Dios.
Dios es el sentido de nuestra vida. Y este sentido y cercanía de Dios la experimentamos desde nuestro propio acercamiento a Dios. 
Para un creyente, y concretamente si es cristiano, el Bautismo nos sitúa dentro de este círculo trinitario de Dios.
El mandato de Cristo es claro: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

Somos hijos de Dios.
El bautismo es sacramento de iniciación, de fe. Mediante el Bautismo nacemos a la vida de adopción de hijos de Dios. “Somos hijos de Dios, por tanto herederos también, y coherederos con Cristo”. 
Pero el ser hijos de Dios no depende de nosotros. Es fruto, únicamente, del amor de Dios. La Trinidad de Dios actúa dinámicamente en nuestra vida. 
De esta manera, el cristiano está llamado a ser santo, testigo de la experiencia profunda, gozosa y maravillosa del Dios posesionado de nosotros.
Surge, en consecuencia, en la vida del cristiano una espiritualidad que podríamos llamar trinitaria. Porque el creyente está inmerso en Dios, debido a su adopción filial por el Padre; adopción que le hace tomar conciencia del don de su Espíritu a través de Cristo. 
Y todo esto es una realidad viva, gozosa, inaudita, gracias a Cristo resucitado. Por Él somos capaces de vivir según el Espíritu, y vencer las “obras de la carne”.
Ídolos y libertad están en pie.
En pie sigue nuestra libertad. Siempre nuestra libertad, con lo que tiene de sublime y de dramático.
Y, por consiguiente, en pie siguen también los falsos dioses, los ídolos y su tiranía.
Los ídolos nos alejan del verdadero Dios. Nos presentan quimeras, revestidas de falsas necesidades, como pueden ser el confort desmedido, el hedonismo egoísta, el apego irracional al dinero, etc.
El paulatino descenso del número de los creyentes en el Dios verdadero, va en proporción directa al aumento de los creyentes en los falsos dioses, o ídolos; como algunos de los enumerados.
En definitiva, el ser humano no puede vivir sin Dios. O bien opta por el verdadero, o bien tiene que elegir entre el número ingente de los falsos o sucedáneos.
• El poder, el dinero, la producción, el consumo...
• El culto al cuerpo y a la belleza física, como sublimación del mito de la eterna juventud...
• El placer como aspiración prioritaria, expresado en el sexo, el erotismo, las drogas...
La libertad necesita aprendizaje.

La libertad, para acercarse a Dios, también necesita aprendizaje. Cuando san Pablo pregunta a un grupo de personas que están siendo evangelizadas, si han recibido el Espíritu Santo responden que lo desconocen: “No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo” (Hch 19,2).

El desconocimiento tiene sus causas:

• Falta de formación y catequesis, antes y después, de los sacramentos.
• Inexperiencia vivencial de la presencia y acción de Dios.
• Abusos de las supuestas aplicaciones de una eficacia mecánica de los sacramentos (los sacramentos no son mágicos). 
• El no entender los símbolos.

El lenguaje de los signos.

El lenguaje de Dios, expresado en la Biblia, expresado en los sacramentos, etc., se manifiesta y entiende mejor por medio de los signos, o símbolos: viento, fuego, agua viva, defensor o abogado.

Y la presencia y actuación de Dios la entendemos mejor como don: 
• don de sabiduría 
• don de inteligencia 
• don de consejo 
• don de fortaleza 
• don de ciencia 
• don de piedad 
• don de temor de Dios, etc.

Y esta actuación de Dios produce frutos: 
• amor 
• alegría 
• paz 
• comprensión
• servicialidad
• bondad
• lealtad
• amabilidad 
• dominio de sí, etc.

Dios sigue actuando en nosotros. Dios sigue amándonos. En verdad que, la manida expresión “es la Hora de Dios”, es de acuciante actualidad. Efectivamente, es la Hora de Dios. Su Espíritu sigue actuando en nosotros, todos los hombres y mujeres de buena voluntad.