Muerte a la carta

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Le dijeron que le quedaban tres meses de vida

—Bueno, pues está bien.

Se llamaba Miguel. Había sido uno de los grandes misioneros. Era un compañero y amigo ideal. Un cáncer insidioso fue su seguro de muerte. Los médicos, que no fallan una, le dijeron que le quedaban tres meses de vida, y tres meses exactos le quedaron. La muerte traía la hora exacta ajustada en el reloj de la eternidad.

Dijo que no tenía miedo. Y citó a la muerte de frente en el redondel de la vida. A sus cincuenta y ocho años le hubiera dado una larga cambiada a la muerte. Pero ésta, igual que él, tenía las fuerzas muy justas. No estaba para muchos pases sobre la arena donde todos tenemos que lidiarla. Y Miguel cayó en el centro mismo del redondel, en la definitiva faena de la vida; él, que como misionero, había brindado a la vida mirando al tendido de la eternidad. La cornada del cáncer era mortal de necesidad.

¡Qué buenos ratos pasamos juntos en la clínica de San Felipe Retalhuleu! Porque, eso sí, el buen humor nunca lo perdió. Ni la paz interior, que es el baremo de la gente de bien; a pesar del dolor que el cáncer le producía.

Nunca olvidaré aquel día. Llegué temprano, como los días, a la Clínica. Al entrar, me miró con aquel rostro macilento, que más parecía una edición pobre del Quijote que su clásica figura ascética, donde antaño señoreaba una hermosa y larga barba de misionero. 

—¡Ven, acércate, que tengo un problema!

Supuse que quería confesarse. No era hombre de problemas, ni problemático. Pero en fin, cuando uno está para morirse se le concede permiso para tener problemas.

—Tú dirás.

Haciendo acopio de la poca voz que aún le quedaba y de su gran dosis del buen humor que siempre le acompañó, dice:

—Pues, sí... Tengo un problema: ¡que no sé si morirse a la antigua o a la moderna!

No pude reprimir la carcajada. Su entrecomillado “problema” venía a cuento de lo mucho que los dos habíamos hablado del Concilio. Nosotros, a los que el Concilio nos había pillado a caballo entre el antes y el después. Lo caduco y lo nuevo. Lo que debía dejarse y lo que había que renovar. El Concilio marcaba para la Iglesia tiempos nuevos, tiempos de renovación en todo sentido. Pero ¿y la muerte? ¿Pertenecía al antes o al después?

Lo que los sesudos teólogos hubieran tardado siglos en dilucidar, él lo solucionó en menos que canta un gallo.

—No sé si morirme a la antigua o la moderna.

¡Buen sentido del humor, Miguel, buen sentido! ¡Tú sí entendiste el Concilio, y la Hora de Dios, que afrontaste con tan gallarda hidalguía!