Los milagros de Induráin

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Dany se debatía entre la vida y la muerte en la Unidad de Cuidados Intensivos. A sus escasos diecisiete años, una bacteria asesina había invadido todo su cuerpo.

Como es natural, a sus diecisiete años se aferraba a la vida, una vida todavía en flor, en plenitud primaveral. Su caso fue tan extraordinario y llamativo que se convirtió en asunto de estudio, prioritario y especializado, para los médicos.

Pero Dany fue quizá el único que no creyó en la gravedad de su mal, cuando todos daban el caso por perdido; cuando la bacteria asesina, multiplicada en colonias de proporciones alarmantes, avanzaba y se volvía indestructible e inmune a todos los antibióticos. 

Avanzaba voraz, rabiosa, asoladora. Hasta que llegó al corazón. Y hubo que abrir el pecho joven de Dany, y extraerle su joven corazón. Diecisiete años. Los médicos dijeron a la familia:

—Si no abrimos, le quedan veinticuatro horas de vida; si abrimos, un cinco por ciento de posibilidades de poder salvarlo.

Intervención inacabable. Largas horas de quirófano. Una eternidad, esperando el resultado. Tres horas con el corazón arrancado literalmente del pecho en un intento supremo de limpiarlo y salvar una vida que se iba por momentos.

La voluntad de vivir vale más que todos los antibióticos. Y el corazón de Dany, arrancado de su cuerpo primero, y reimplantado luego, siguió animando aquel cuerpo joven, maltrecho, porque aquel “bicho” asesino, primero había atacado e invadido sus pulmones que, encharcados, hubo que drenarlos.

El pronóstico seguía siendo muy grave. Mientras tanto, médicos, enfermeras, profesores, compañeros de curso, amigos... todo el mundo estaba pendiente de él. Dany era como un cristo joven clavado a una cama en la sala de Cuidados Intensivos.

Las lágrimas de familiares y amigos se entrelazaban con la oración ferviente de tantas y tantas personas que pedían a Dios lo que era, casi, casi, un milagro. ¿Que Dany siguiera viviendo! ¡No podía morirse con diecisiete años!

Y el milagro se hizo. Me atrevería a decir, desde el más profundo respeto, que fue un milagro laico.

A Dany le gustaba el deporte; sobre todo, el de la bicicleta. Todos los fines de semana se iba con sus amigos a entrenar y hacer carreras. El ciclismo era para ellos una pasión. En sus mentes jóvenes, llenas de ilusión y de vida, cobraba fuerza un “ídolo” que cada día se agrandaba más: Induráin. Estaba de moda. Eran los años triunfales del glorioso Induráin.

En la cabeza de Dany, también. En el sopor que acompaña el despertar de la anestesia, y cuando la mente flota entre sueños y delirios, las palabaras primeras que Dany pronunciaba, era: “¡Induráin, Induráin!”.

¿Estaría Dany animando a su ídolo en algún final de etapa? ¿Quién corría más, uno hacia la meta, o el otro hacia la vida? Era como un sprint abierto, lleno de obstáculos, ganando terreno limpiamente a la muerte.

Sus amigos lo supieron. Les faltó tiempo para escribir una carta, directamente, a Induráin. Los jóvenes son soñadores. Audaces. Y a Villava mandaron la carta. 

—¡Quién sabe! ¡Igual Induráin le manda una tarjeta!

Lo dicho, los jóvenes tienen la gracia de la audacia, y unas gotas de ingenuidad. Y en la carta le contaban a Induráin el caso de su amigo Dany. Y su pasión y devoción por el ciclismo. Y por él, ¡por Induráin!

No sé si estaban muy convencidos del resultado de la gestión.

—Oye, por probar que no quede, ¿no?

Y la sorpresa los dejó mudos de alegría cuando a los pocos días ven que el sueño se había hecho realidad. Les llega un paquete certificado, a nombre de Dany. Con el remite de Induráin, Villava. No se lo podían creer.

Corrieron con el paquete, sin abrir, al Hospital Miguel Servet de Zaragoza. Querían entregarlo directamente a Dany en propia mano. Dany ya estaba en planta. Que lo abriera él, personalmente. Que viera que no era un truco bienintencionado de amigos. Ellos mismos desconocían el contenido del paquete.

Y a la habitación 1212, cuyo número no se le olvidará nunca a Dany, que se dirigen. Dany miraba el paquete, le daba una y otra vuelta. No se lo creía. Volvía a mirar. Pero el paquete estaba bien cerrado, los sellos en su sitio, dirección y remite igualmente. Cuando se convenció de que aquello no era un truco de sus amigos, los miró, los ojos se le llenaron de lágrimas, y comenzó a abrir el paquete. Cuando el paquete estuvo abierto del todo:

—¡Un maillot...! ¡Un maillot...!

Emocionado, Dany se echó a llorar a lágrima viva. La emoción y alegría fueron indescriptibles en Dany, en sus amigos, y en quien esto les cuenta, testigo presencial.

Induráin no se contentó con mandar una simple tarjeta, que hubiera sido más que suficiente, y hubiera colmado la ilusión de Dany y sus amigos. Envió un maillot precioso, con todos sus triunfos estampados, y su firma autógrafa personal.

Lo que Induráin ni nadie podíamos imaginar es que, a partir de ese momento, la recuperación de Dany fue rápida y notoria.

Dany, quería ser periodista. Le hacía ilusión ser periodista. Tenía cualidades sobradas para serlo. Pero cuando se vio curado, dijo:

—Si a mí me han salvado, yo también tengo que salvar a otros. Voy a ser médico.

Y Dany es ya médico. Joven y lleno de vida.