Por escudo el altavoz

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Cualquier cosa puede someterse al maquillaje de la estética, cualquiera, menos la realidad. La realidad es la vida. Y la vida, por hermosa, no puede ser sometida a maquillajes. La vida pertenece al salmo magnífico de la creación.

Dicho lo cual, me viene a la memoria lo acontecido a aquel misionero. Enamorado de la vida se llevaba el mundo por delante. O eso parecía, porque un día casi resultó al revés.

Predicaba en un rancho mexicano, y aunque su voz era potente, no podía abarcar la amplitud de las calles. Se le había estropeado, por viejo, el altavoz portátil. Imitando a la cigarra, en vez de imitar a la hormiga de la fábula, lo cual que traducido significa que debiera haber llevado a componer o arreglar el parlante o altavoz, optó por lo fácil: acudir al compañero de misión. Éste acababa de estrenar un altavoz precioso. Lo cuidaba como oro en paño.

—Oye, manito, anda, préstame tu parlante, que tengo que salir a dar unos avisos por las calles.
—Ni lo sueñes, mano, que tú eres muy descuidado y me lo puedes estropear.
—¡Cómo crees, mano, que te lo voy a estropear!

Tanto insistió, que el misionero cuidadoso, escorado del lado de la hormiga hacendosa, se lo prestó. El misionero descuidado, que por sistema temperamental se escoraba del lado de la cigarra, salió muy contento a la calle. Y allí comenzó a dar voces, misioneras voces, que atronaban las calles. Tanto debió dar la lata, vociferando con su flamante parlante, que más de uno debió mosquearse. Y como en las películas de indios y rostros pálidos, vio con asombro que comenzaban a lloverle, si no flechas, sí piedras que veían de todas partes.

Echar a correr hubiera sido signo de cobardía. Imitar a la fiel infantería, que nunca se rinde, si encuentra un obstáculo da media vuelta y sigue de frente; tampoco le pareció oportuno. Había que mantener el tipo. ¡Firme!, se dijo. Y cual Quijote a ultranza, embrazó el parlante en forma de escudo y aguantó el chaparrón de piedras que desde todas partes le llovían. Y con buena puntería. Porque casi todas impactaban de lleno en el flamante parlante o altavoz.

Cuando hubo un resquicio de tregua, bien porque la munición-piedra se hubiera terminado, bien porque los vencedores juzgaron ser hora de dar por concluida la batalla, el misionero descuidado, aunque valiente, escorado del lado de la cigarra, bajó la cabeza e inició la retirada. Nadie podría decirle que había sido cobarde. No. ¡Firme!, se dijo. Y firme aguantó el chaparrón.

Pero cuando, con infinita humildad y patético gesto, regresó a informar de su heroica hazaña defensiva al compañero y dueño del parlante, bajando un poco más aún la cabeza, se limitó simplemente a entregar los despojos del altavoz, convertido por mor de las circunstancias, en escudo emergente.

Los ojos del misionero dueño del altavoz vieron, y lo que veían no creían. Su flamante parlante abollado, irreconocible. Tristes despojos de una batalla perdida. Pegó un grito:

—¡Mano, pero qué es esto!

Faltó poco para que se desmayara del susto.

—¡Ay, manito! ¡Fue muy dura la pelea, y tuve que defenderme como un valiente y aguerrido soldado de Cristo!

Hubo un relámpago en el cielo. Sonó un trueno. Se fue la luz. Y por falta de luz, aquí termina el cronista esta verídica historia.