Diez centavos de música

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Media mañana en el templo parroquial de una ciudad calurosa de la Costa Sur de Guatemala. Calor, tranquilidad y modorra tropical. Algunas personas diseminadas por las bancas, más adormiladas que rezadoras. El misionero, que debía preparar algunos cantos para ensayar con los jóvenes, abrió el armonium y colocó la partitura en su sitio. Sabía solfa, pero no instrumentación. Eso no era problema. Dando a las teclas debidas con la mano derecha era fácil aprenderse los cantos. Y para que la mano izquierda no estuviera en el paro, la situó sobre el teclado, por si atinaba con los acordes. 

Por arte y magia, los acordes, al mando de la izquierda, venían a trompicones y por libres. En cambio, la mano derecha, nota a nota, iba sacando la melodía. Y como la música, es la música, lo mismo en Nueva York, que en el trópico o en el polo norte, el misionero observó a que prudente distancia observaba y escuchaba atentamente un indito. Firme como una escultura, no se movía.

Cuando el ensayo terminó, el misionero fue a cerrar el armonium. El indito se acerca, mete una mano al bolsillo, saca una monedita de diez centavos de quetzal, se la alarga al improvisado músico y le dice:

—Padrecito, otra piececita más.

A la ternura con que lo dijo, el misionero correspondió obligándole a guardar su monedita.

—¿Vos querés otra piececita? Pues ahí va.

Y a todo fuelle y golpeando las teclas alegremente con la derecha y con la izquierda, el misionero improvisó, no una serenata, sino toda una sinfonía de acordes discordes, que al indito le supo a música celestial.

—Gracias, padrecito.

Y se fue. Se marchó con rostro de felicidad. Y es que, en el alma limpia del indígena no hay sólo sufrimiento y marginación. Hay también un espacio vital para la ternura y la sencillez que inunda todo su ser. Y para la música.

Me figuro que en ese momento los coros celestiales, querubines y serafines incluidos, callaron de pronto su ternura angelical, para contemplar, de gracia llena, otra ternura más cercana y llana: la de aquel indito que tenía el alma de música llena.