El almohadón de plumas

Autor: Juan Carlos Pisano

 

La primera vez que escuché el cuento el almohadón de plumas, me pareció genial para explicar las consecuencias, muchas veces incalculable, de los alcances de una mentira o de un rumor malicioso. Aprovecho, entonces, la oportunidad para compartir con los lectores mi versión de este cuento. Espero que lo disfruten y que lo transmitan a las nuevas generaciones que, seguramente, no lo conocen.

Don Bruno era el dueño del almacén de ramos generales del pueblo. Más de treinta años de trabajo lo habían consolidado en una buena posición. Además del almacén, tenía una casa amplia con comodidades para su numerosa familia, una camioneta, un buen auto y había logrado pagar los estudios de sus hijos.

Cierta vez, la tranquilidad del pueblo se vio alterada por la llegada de una familia que había comprado un viejo galpón y llegó para instalarse con otro almacén de ramos generales. Don Bruno observó cómo esta gente ponía su negocio y temió que la competencia pusiera en peligro su progreso económico. Entonces, tuvo una idea que le pareció genial: empezó a hacer correr la voz de que el dueño era una mala persona, que tenía una familia paralela en otro pueblo, que la mercadería la obtenía de segunda mano y muy al límite del vencimiento de los productos, y otros inventos por el estilo. Tomó la precaución de comentarlo muy solapadamente y a unas pocas personas que, a su vez, se encargaron de que el rumor llegara a todos los habitantes del pueblo.

De esa manera, ninguno sospechó que, en realidad, don Bruno era la fuente original de las maledicencias. No pasó siquiera un mes y el nuevo almacén se fue a la quiebra. La emprendedora familia tuvo que recoger las pertenencias que les quedaban e ir a intentar establecerse en otro lugar.

Esto último ocurrió en tiempo de Cuaresma y, como Don Bruno acostumbraba a asistir a la parroquia, haciendo un examen de conciencia, comprendió que había obrado mal y que debía pedir perdón. Así fue que se acercó al sacramento de la reconciliación y, después de confesarse, el párroco, en lugar de darle la absolución, le pidió que salieran del confesionario y que lo acompañara. Le indicó el camino de la casa parroquial y lo recorrieron en silencio.

Don Bruno empezó a sentir un poco de temor porque sabía que el párroco era un hombre que se destacaba por su sabiduría pero, al mismo tiempo, era famoso por sus métodos poco tradicionales. Entraron a la casa y el sacerdote pasó por la cocina y tomó un cuchillo de los grandes. No decía ni una palabra; sólo con sus gestos lo animaba, casi le ordenaba, a seguirlo. Pasó por su dormitorio, tomó una almohada y se encaminó hacia el campanario de la iglesia.

Cuando llegaron al balcón del campanario, el párroco miró fijamente a Don Bruno que no salía de su asombro. Tomó el cuchillo con su mano derecha, rasgó la funda de la almohada y la agitó de manera que hizo volar todas las plumas del relleno que, rápidamente, se esparcieron por la campiña. Hecho esto, el cura extendió su mano con la funda y se la entregó a Don Bruno:

- "Aquí tiene la funda de mi almohada. Yo le daré la absolución de sus pecados y le otorgaré el perdón de Dios en el momento que logre reunir todas las plumas, absolutamente todas, nuevamente en la funda; ésta es la manera en que nos daremos cuenta de que ha quedado reparado el mal que cometió difamando a ese hombre".

- "¿Cómo? Eso es imposible. Hay plumas que se las llevó el viento quién sabe adónde. Otras fueron atrapadas por pajaritos y ya las tienen en sus nidos. Algunas cayeron en el arroyo, y la mayoría están tan dispersas que no se pueden volver a juntar".

- "No veo porqué se asombra. Lo que ocurrió con las plumas es exactamente lo mismo que ocurrió con sus mentiras y sus palabras difamatorias acerca del otro almacenero. Si no puede reunir las plumas, mucho menos podrá reparar el daño que la ha hecho a ese hombre. Quién sabe dónde han ido a parar sus mentiras; corrieron de boca en boca y ya es imposible decir a todos que sus dichos no son ciertos".

Don Bruno estrujó la funda entre sus manos y comprendió la magnitud de su pecado. Se sintió verdaderamente arrepentido y se puso a llorar. El sacerdote lo tomó del hombro y le explicó que el amor de Dios es capaz de perdonar al hombre arrepentido, aunque no minimizó en absoluto el daño que había ocasionado. Le hizo ver que la misericordia divina es mayor que la peor de nuestras crueldadesŠ pero, le pidió que jamás olvidará la enseñanza que le había dejado ese almohadón de plumas.