El Dios de la Revelación

Autor: Padre Juan Carlos Navarro

Sitio Web: www.elescoliasta.org



8. Trinidad, creación, Iglesia

 

Trinidad y creación

La Trinidad de Dios hace comprender su relación con la creación y su ser creador de forma nueva. No se trata simplemente de creer que el mundo tiene su origen en Dios, idea en principio compatible con cualquier comprensión de la divinidad, sino de profundizar en el cómo de esa relación entre Dios y el mundo. Para comprender mejor la importancia del pensamiento trinitario en toda esta materia comenzaremos por acercarnos al judaísmo, porque la comparación entre judaísmo y cristianismo es en este tema enormemente reveladora.

Para el pensamiento místico judío, Dios, si es infinito, no puede dejar lugar a nada que no sea él mismo, por tanto la existencia de un “otro”, distinto de Dios resulta, en principio, imposible, cualquier otra realidad distinta de Dios estaría afirmando que Dios no es infinito. La solución a esta aporía se encuentra en la idea del tsimtsum (contracción) de Dios. Antes de la creación Dios se contrajo sobre sí mismo para dejar lugar al mundo, de modo que la creación resulta de una auto-limitación de Dios que ha querido volverse sobre sí mismo para que la creación pueda tener su propia autonomía. Esta solución, siendo valiosa, no está exenta de dificultades, ¿será la creación entonces un espacio ajeno a Dios, cuya existencia misma está postulando la necesidad de dejar de lado a un Dios que se ha hecho extraño a ella? o, por el contrario ¿se tratará en el fondo de un malicioso juego en el que Dios concede una autonomía parcial que no es más que una ilusión temporal que finalmente tendrá que ser deshecha para perderse en la infinitud divina?

La respuesta de la fe cristiana a estos problemas pasa por la idea del Dios Trinitario, un texto de San Pablo puede servirnos para comprenderlo.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos consagrados e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo -por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya.

Ef 1,3-6

Si en este texto omitimos las referencias a Jesucristo nos encontraremos en las mismas dificultades del judaísmo. Dios, efectivamente, bendice, elige y destina, pero estas acciones en el fondo resultan ajenas a su ser, casi se podría decir que obedecen a un capricho, porque una creación desde un Dios cuya única determinación es la infinitud absoluta, si quiere ser libre, se queda en la categoría del capricho para no afectar a su infinitud. Más aún ¿cuál es la finalidad de todo? redundar en alabanza suya, lo cual no deja de ser una autoexaltación egolátrica e innecesaria de un ser que por su propia categoría no necesitaría de ella.

Pero San Pablo ha introducido, de una forma que podría parecer accidental, pero que por reiterada no podemos pasar por alto, la expresión “en la persona de Cristo”. Si tomamos en serio estas palabras la interpretación varía notablemente. El punto de partida de esta visión general sobre toda la historia de la creación es que Dios actúa “en la persona de Cristo”. Es la relación paterno-filial constitutiva de la esencia divina la que da consistencia a todas las afirmaciones posteriores. Si nos situamos en esta perspectiva la creación no es simplemente negación de la realidad de Dios, porque este momento de negación ya existe en la comunión intradivina. La creación es desbordamiento y reflejo de la realidad de Dios en el tiempo, porque Dios es entrega del ser del Padre al Hijo y retorno en el Espíritu. El momento de negación de sí mismo no es ajeno a Dios, sino que pertenece a su propia esencia, si que eso termine en una duplicación de lo divino porque, en el Espíritu Santo, Dios es también un retornar a sí mismo.

Esta visión permite una respuesta distinta a la cuestión de la libertad creadora de Dios. La creación no responde a una necesidad divina, Dios no necesita del mundo para realizar su amor porque en sí mismo es amor. Pero tampoco se trata de un puro capricho divino, ya que lleva la impronta de su ser amor y diálogo. La creación es el desbordamiento de la vida divina, Dios plasma en el tiempo la dinámica que es él mismo más allá del tiempo, no se trata de una cuestión de necesidad o libertad, sino de sobreabundancia de amor. Si esto es así, el ser alabanza de la gloria de Dios, no es una finalidad que se le impone a la creación para la autoglorificación de Dios, sino la culminación del ser propio de la creación, inclusión en la misma dinámica de alabanza y glorificación que es la vida de Dios. En la persona de Cristo todo lo creado lleva a plenitud su ser desbordamiento del amor divino que vuelve a su origen por obra del Espíritu. Toda la historia de la creación es una inmensa oferta de plenificación en la unión con Dios (cf. CIC 290-294).

La acción creadora del Hijo y del Espíritu, insinuada en el Antiguo Testamento (cf. Sal 33,6;104,30; Gn 1,2-3), revelada en la Nueva Alianza, inseparablemente una con la del Padre, es claramente afirmada por la regla de fe de la Iglesia: "Sólo existe un Dios...: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y por su Sabiduría" (S. Ireneo, haer. 2,30,9), "por el Hijo y el Espíritu", que son como "sus manos" (ibid., 4,20,1). La creación es la obra común de la Santísima Trinidad.

CIC 292

Trinidad y Bautismo

Tal como está escrito en la profecía de Isaías:

“Mira, yo envío por delante a mi mensajero para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”, apareció Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados.

Toda la población de Judea y de Jerusalén acudía a que los bautizase en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan vestía un traje de piel de camello, se ceñía un cinturón de cuero, y comía saltamontes y miel silvestre. Y predicaba así:

-Detrás de mi viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:

-Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.

Mc 1, 2-8

El hecho de que Jesús fuera bautizado por Juan resultó difícil de comprender para los primeros cristianos. No es sencillo aceptar que el Hijo de Dios se meta en el grupo de los pecadores como uno más para recibir “un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados”. La primera aparición pública de Jesús parece un incidente desafortunado del que lo libra una súbita teofanía por medio de la que las aguas vuelven a su cauce. Lo único que quedaría del hecho sería el recuerdo de un gesto condescendiente de Jesús.

Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para "cumplir toda justicia" (Mt 3,15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su "anonadamiento" (Flp 2,7). El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como su "Hijo amado" (Mt 3,16-17).

CIC 1224

Mirando el acontecimiento desde una perspectiva trinitaria la interpretación puede ser muy distinta. Jesús que se presta a ser bautizado por Juan está realizando así su ser Hijo de Dios. Hemos visto como la condición de Hijo de Dios consiste en ser el Otro de Dios Padre, la periferia de la comunión divina. Ese ser Dios como Hijo, como Otro del Padre, llega precisamente a su culminación extrema cuando alcanza los mayores abismos del alejamiento de Dios: el pecado y la muerte. Jesús está unido a los pecadores porque su ser consiste en salir del Padre para volver a él, esto, en su despliegue histórico y finito se realiza en el unirse a los pecadores para, a partir de la negación de Dios, iniciar el camino de la reconciliación. No en vano el Bautismo es el comienzo de la vida pública de Jesús, que deja entrever ya desde el principio todo el sentido profundo de su existir. Se trata de una manifestación de la vida trinitaria de Dios, desde el Padre que lo envía y le da autoridad, en el Espíritu que lo sustenta, se inaugura solemnemente el camino del mundo hacia Dios que surge del camino de Dios hacia el mundo.

El Bautismo cristiano está unido al Bautismo de Jesús, pero a partir de aquello que en el Bautismo de Jesús estaba preanunciado: la muerte y resurrección del salvador. Es también un Bautismo trinitario, pero éste ya no anuncia un camino por hacer, sino el seguimiento del pionero de la salvación, Jesús. Nos bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y con eso no sólo hacemos referencia al origen del Bautismo, sino también a su destino, participar de la vida del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, y hacerlo en comunión con la vida, muerte y resurrección de Jesús. Como vimos anteriormente, la celebración bautismal es el contexto en el que nacieron muchas de las primeras expresiones de fe trinitarias de la Iglesia. La confesión de fe tiene su origen en la experiencia bautismal, es expresión de la comunión con el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo de cuya vida participamos. Ser conscientes del propio Bautismo es saberse llamados y reconocidos por Dios Padre y sustentados por el Espíritu Santo para rehacer en la propia vida el camino de la vida de Jesús, el Hijo de Dios. (cf. CIC 535-537).

Trinidad y Eucaristía

La comida es un acto físico necesario para la vida, pero, para el creyente, es también un acto religioso. Comer es reconocerse dependiente, necesitado del mundo que nos rodea, con el que estamos unidos y del que necesitamos para vivir. Comer juntos es un símbolo privilegiado de la relación humana porque es un modo de reconocernos tan necesitados de los demás como de ese mundo que nos alimenta. En último término, para la persona religiosa, en todas esas dependencias y comuniones que se ponen de manifiesto en la comida se trasluce la dependencia fundamental del ser humano, la dependencia de Dios de quien recibe la vida.

Por supuesto, las comidas más representativos del Hijo de Dios, y las más llamativas, son con pecadores (Lc 19,1-10). En el escándalo de los que ven a Jesús entrar en casa de Zaqueo hay bastante del propio escándalo de los cristianos cuando lo ven ser bautizado por Juan. Pero el Hijo de Dios, de nuevo, es Hijo precisamente siendo así, capacidad de Dios de extremar su autoalejamiento para acoger a todos junto a sí. Comer con pecadores es llevar la presencia de Dios incluso allí donde Dios no es aceptado, hacer posible la salvación hasta el extremo.

Y el extremo llegó en la tarde del Viernes Santo, pero la noche anterior también Jesús se reunió para comer con sus amigos. Aquella última cena fue contemplada por Jesús como símbolo radical de su vida, una vida que salió de Dios para recoger el universo en una mismo gesto de comunión y acción de gracias, en una misma comida. La última cena es el adelanto de lo que será su muerte, entrega total de Dios más allá de sí mismo para la salvación del mundo. (cf. CIC 610-611)

Celebrar la Eucaristía es compartir la misma acción de gracias de Jesús, acción de gracias al Padre que nos dio a su Hijo para renovarnos en el Espíritu. Acción de gracias a aquel del que dependemos y en el que podemos confiar porque ha querido acompañarnos hasta la muerte.

Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo.

Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.

Plegaria Eucarística III

La Plegaria Eucarística, centro de la celebración cristiana, es experiencia privilegiada de la acción trinitaria de Dios en el mundo. Nos unimos a Jesús en la oración para pedir al Padre que envíe su Espíritu con poder para transformar las especies eucarísticas en cuerpo y sangre del Señor y la comunidad cristiana en templo vivo de Dios (No olvidemos que son dos las veces que se pide la venida del Espíritu Santo). Esta plegaria no se dirige a la Trinidad, se hace desde la experiencia misma de la Trinidad, es la continuación de la alabanza al Padre del Hijo único con el que formamos un mismo cuerpo por obra del Espíritu. La mejor síntesis de la Eucaristía nos la da la doxología final: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

Por todo esto la comunión con la que concluye la Eucaristía no es únicamente encuentro con Jesús. Comulgar el cuerpo y la sangre de Jesús es comulgar con su sacrificio, con todo ese gran movimiento de él mismo por el que, en el dinamismo unificador del Espíritu, se pone en las manos del Padre. La comunión eucarística es la puerta por la que entramos en la comunión trinitaria de Dios. Cuando decimos “amén” a la presencia real de Cristo en el pan consagrado estamos diciendo también “amén” a nuestra vocación cristiana, es el mismo Espíritu el que consagra el pan y el vino y el que nos consagra a nosotros para ser Iglesia de Dios, cuerpo de Cristo.

Trinidad y vida cristiana: El icono de la Trinidad de Rublev

El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama ‘mística’, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en El, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

CIC 2014

     A lo largo de los siglos los teólogos han intentado comprender el misterio de la Trinidad, los santos lo han vivido, los místicos lo han gustado, pero fue Andrei Rublev el que tuvo la dicha de mostrarlo para introducir en él al pueblo cristiano. Su icono de la Trinidad, obra maestra del arte pictórico, es también un compendio de Teología Trinitaria que se ofrece a la mirada de la fe. Data del año 1411 aproximadamente y se encuentra actualmente en la Galería Tetriakov de Moscú.
     El icono representa, en una primera visión, la visita de los tres ángeles a Abraham junto al encinar de Mambré (Génesis 18, 1-15). A través de esa escena del Antiguo Testamento se abre todo un campo de simbología teológica que nos conduce hasta Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
     En primer lugar podemos ver la escena en general, tenemos tres personajes sentados en torno a una mesa con una copa en medio. El personaje central resalta, aparte de por su posición, por el intenso rojo de su túnica que contrasta fuertemente con el azul del manto. Viene de un largo camino, por eso el cuello de su túnica está ligeramente descolocado, una estola dorada cae sobre su hombro derecho. Está mirando hacia su derecha, al segundo ángel, vestido con una túnica azul casi totalmente cubierta por un manto semitransparente. Está como recibiendo al recién llegado, su postura es de reposo. A la derecha tenemos una tercera figura, cortada por el bastón que sostiene con la mano izquierda. La mano derecha casi parece apoyarse en la mesa para levantarse. La túnica es azul, como en el caso del personaje de la izquierda, pero el manto es de un verde igual al del suelo sobre el que se apoyan los bancos en que están sentados los tres.
     El azul de las túnicas representa la divinidad de los tres personajes, iguales y distintos a la vez. Es el Dios oculto que parece trasparentarse en el manto del Padre, el Dios que muestra el misterio de su amor hasta la muerte en el rojo del Hijo y el Dios que da vida a toda la creación en el verde que el Espíritu Santo comparte con el suelo.

 

     El cuadro se puede dividir en dos zonas, una rectangular superior, donde se ven una casa, un árbol y una montaña. Son signos de las grandes realidades religiosas del Antiguo y del Nuevo Testamento. La casa es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo (el Templo en el Antiguo Testamento y Jesús en el Nuevo), el árbol es el lugar de la prueba (la prueba que vence al hombre en el arbol del bien y del mal del que come Adán y aquella en la que el hombre sale vencedor en el árbol de la cruz) la montaña es el lugar de la ley (la que dio Moisés en el Sinaí y la nueva ley de Jesús en el sermón del monte). En definitiva, el fondo del cuadro es una representación simbólica que, de algún modo, intenta abarcar toda la historia de la salvación. La escena que se representa tiene como trasfondo toda esa historia porque es en ella y a través de ella como se ha mostrado el misterio de la vida de Dios que el cuadro representa.

 

     Pasando a la organización de los tres personajes que están en primer plano observamos que están estructurados en forma circular. Un circulo exterior los enmarca y un círculo interior, señalado por el borde de la manga del personaje central, reitera y profundiza el movimiento circular de la imagen. Esta organización circular hace que el cuadro tenga un movimiento propio, la mirada del observador es conducida de un personaje a otro en un camino infinito. Es la vida del Dios trino que se pone ante nuestros ojos. Dios no es un puro permanecer en sí mismo, un absoluto quieto y muerto, sino que el ser de Dios es un permanente salir de sí una dinámica eterna de donación y comunión en la que nos va introduciendo la circularidad del cuadro.

 

     Esta vida se enmarca en un doble octógono que forman las bases sobre las que están situados los sitiales de los personajes laterales en combinación, bien con las cabezas de estos mismos personajes, bien con la casa y la montaña del plano superior. El ocho representa el octavo día, el primer día de la nueva semana, es el domingo de la resurrección. Este día tiene dos centros, por una parte la copa, que representa la Eucaristía, por otra parte el seno del personaje central: el Hijo. A través del amor de Cristo, que se nos ofrece como realidad creada en la Eucaristía, se realiza la nueva creación, el nuevo tiempo de la salvación que es apertura a la eternidad de Dios. Compartir la copa eucarística es adentrarse en el misterio del amor que mana del seno de Cristo.

 

     Esta unión entre la Eucaristía y Cristo queda realzada por una tercera estructura: las siluetas de los personajes laterales representan una copa, reproducción de la copa central. Esta segunda copa, resultado de la conjunción de la obra del Padre y del Espíritu que sostiene al Hijo, manifiesta el contenido de la copa central: Jesucristo, el salvador que viene de un largo camino de muerte simbolizado por el cuello descolocado de su túnica, pero también de resurrección y gloria que se muestran en la estola dorada que luce. La invitación de Dios en la Eucaristía es una invitación a hacernos hijos en el Hijo, no sólo compartimos la copa, sino que nos hacemos parte de ella, el sacrificio y el triunfo de Cristo son también nuestro sacrificio y nuestro triunfo

 

     La presentación de la Eucaristía no se realiza simplemente como algo externo, sino que el autor quiere con el cuadro invitarnos a participar de ella. Si dividimos las partes superior e inferior del cuadro nos daremos cuenta de un efecto importante. En la parte superior aparece resaltada la figura central, el Hijo. Si el cuadro fuese únicamente esta parte superior pensaríamos que el Hijo está situado delante de las otras dos figuras. Sin embargo, cuando miramos la parte inferior del cuadro de forma independiente el efecto es el contrario, la colocación de la mesa y de las piernas de los dos comensales produce el efecto de que el personaje central está más retirado. Por medio de esto se produce una estructura espacial cóncava, es como si fuésemos invitados a entrar dentro de la mesa, el Hijo se adelanta a llamarnos a ella.

     Situados en el interior de esta mesa eucarística podemos asistir a la relación entre las tres personas divinas, es una relación doble que se establece a través de las miradas y de las manos. Las miradas representan la relación interna de las tres divinas personas, las manos su participación en la historia de la salvación. Hay un cruce de miradas entre el Padre y el Hijo, y en el centro de este cruce se introduce la mirada del Espíritu Santo, es la vida interna de la Trinidad de Dios, continua generación de amor entre el Padre y el Hijo y continua presencia de amor recogido en el Espíritu. Y este amor divino no está destinado a permanecer encerrado en Dios, al contrario, se derrama en el mundo, la mano del Padre envía al Hijo que con la suya, al mismo tiempo que bendice la copa eucarística, señala al Espíritu en quien se recoge toda bendición para la salvación del mundo. Si finalmente nos fijamos en los bastones nos daremos cuenta de que, al mismo tiempo que señalan los espacios de las tres divinas personas, entre el segundo y el tercero enmarcan el pie del Espíritu Santo. Es Dios que está a punto de levantarse y salir a nuestro encuentro.
     Y aquí nos quedamos, has entrado en la vida misma de Dios, la has contemplado y la has gozado, ahora esa vida se dirige a ti, a tu vida creada para llenarla de divinidad. Este es el momento final, porque no se trata de un icono para ver como espectador, sino para contemplar y vivir como cristiano, si te has reposado en la vida trinitaria de Dios ahora él quiere reposarse también en tu propia vida, enhorabuena.

     Más información sobre este icono en:
http://www.dominicos.org/manresa/Trinidad1.htm

 

  1. Busca en tu Biblia los distintos relatos del Bautismo de Jesús que aparecen en los evangelios sinópticos (Mt, Mc y Lc) y compáralos ¿qué podemos aprender en cada uno de ellos sobre Jesús como Hijo de Dios?

  2. Lee CIC 1356-1381 y haz un esquema sobre el lugar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la Eucaristía.

  3. Si el destino del hombre es participar en la vida de Dios ¿cómo es posible que el hombre no sea Dios?

  4. Busca nuevos simbolismos en el icono de la Trinidad de Rublev