Eucaristía

Mi conversión eucarística

Autor:  José María Lorenzo Amelibia

Pagina Web: Mística

                  

     

ENTONCES ME ENTREGUÉ A TI

Durante el estío del 49 recibí de mi tía, religiosa Adoratriz, un minúsculo librito titulado "Espíritu de Santa Micaela del Santísimo Sacramento". De él se sirvió Dios para transformar mi alma. Aquella lectura invadió y se apoderó de mi ser del modo más profundo e íntimo que las mayores campanas del mundo. Mi vida necesitaba un cambio, más que la tierra reseca el agua.

Había transcurrido un año y medio sin rumbo, sin timón en la tempestad. La estrella aparecía a ratos entre densas nubes. A pesar de ser grandes mis esfuerzos, no podía controlar mi navecilla.

En casa rumiaba sosegadamente aquellos renglones: "Es mi vida y mi alimento el Santísimo Sacramento"; "Mi quita - pesares"; "Mi fuerza"; "Soy la loca de Jesús Sacramentado "; "En Él me refugio y descargo mis preocupaciones". ¿Por qué yo no podía vivir este amor grande a Jesús como lo vivía la Santa? Embargaba mi persona entera una suavísima emoción. Al caminar, mis pasos eran más firmes y más vaporosos al mismo tiempo. El encuentro con Cristo se iba a producir.

En la penumbra de la iglesia permanecí una tarde largas horas. La lamparilla roja del sagrario centelleaba, cual corazón joven lleno de amor. Se percibían lejanos los trinos de las golondrinas. Un rayo de sol posaba delicado en el Sagrario haciendo más dorado el cariño de Jesús. Arrodillado en reclinatorio miraba aquel Centro de Amor. Ojos fijos, húmedos, serenos a la vez. Sentía en mi alma la voz del Amado que me decía: "Espero de ti cosas grandes. Las vas a hacer. Acuérdate de esta tarde de intimidad. Desde hoy la pureza no va a ser problema. Vencerás. Te espero junto a mí todas las tardes en la Eucaristía. Acuérdate de estos momentos. No los olvidarás".

Una felicidad serena, pacífica, inundaban mi ser. Ya nadie me buscaría en las cosas bajas; mi mente y mi corazón traspasarían las alturas. Saboreé desde entonces las cosas de Dios.

La primera estrella lucía en el cielo en el momento de mi salida del templo. Voces de niños alegraban el atrio medieval. La infancia se había alejado definitivamente en mí. Merece la pena ser joven y entregar la flor lozana al Señor a los quince años. Al día siguiente y ya todas las tardes nos juntábamos El y yo enamorados. Me había entregado a Cristo del todo. Jamás se romperá ya nuestro amor.