En el ameno huerto deseado

Una Madre nos guía en la Asunción

Autor:  José María Lorenzo Amelibia

Pagina Web: Mística                  

     

Fresca la mañana de primavera, cuando mayo no termina de romper los lazos de un invierno ya lejano. Subí al monte. Caían todavía las gotas de la última niebla, envoltura de los árboles al amanecer. Oíanse los cantos de aves madrugadoras. El lucero del alba se había ya ocultado.

María, la Virgen, adornó su mes con flores lozanas. Calma y paz. Incertidumbre de la bruma indecisa.

Camino quebrado y resbaladizo: así es la vida de nuestro espíritu; pero una Madre siempre joven nos guía en la ascensión hacia las alturas.

¡Subir, llegar a la cumbre! Dejar allí al espíritu, a sus anchas, contemplar la hermosura del Señor.

-¿Qué te cuesta, Dios mío, darnos la Vida después de la muerte? Tú eres Bueno. Merece la pena escalar la cima y admirar desde aquí el mundo en su inmensidad. Disminuyen los problemas diarios en la perspectiva de los inmensos horizontes. Siento renacer mi fe.

-Confío en el Grande, en el Poderoso: El Uno y Trino que derramó, a raudales con generosidad, destellos de su existencia, para quien gusta vivir con los ojos abiertos. El nos aguarda.

Silencio en la alturas, mientras asciende por los caminos de Dios mi pensamiento. Quedé en éxtasis pasajero mirando el azul nítido, y parecióme escuchar la Palabra Eterna en el espacio infinito: "Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado".

Creía intuir en una diáfana contemplación sin apoyo del tiempo a un Dios cercano, y tan lejano a la vez como las últimas estrellas que esta noche brotarán en la oscuridad.

Eran las doce. ¡Mayo y María! Rezamos el ángelus en la cúspide de la montaña. En el fondo del valle se dejaba oír la campana de mediodía del santuario de la Virgen