Doble soledad

Autor:  José María Lorenzo Amelibia

Pagina Web: Mística       

 

 

Me fastidia contar algo que puede sonar a historieta barata de tiempos de maricastaña. Mas, a pesar de todo, lo he de narrar porque es verdad. Conocí no hace muchos meses a un anciano - mejor dicho, la cama en que murió un anciano- pocos días después de su fallecimiento. Una enfermera me contó el caso. Yo me limito a resumirlo:

El señor Anselmo era un hombre normal, ni rico ni pobre, con cierto sentido del humor, y muy viejo. Hablaba con frecuencia de sus hijos. En boca de él eran buenos. Pero en alguna ocasión nuestra enfermera le sorprendió llorando.

-¿Por qué llora, señor Anselmo?, le decía.

- No vienen a verme; no tienen tiempo.

Después de su desahogo, otra vez recobraba su carácter jovial. Nadie, sino la enfermera, conocía su drama interior. Pero aquí no acaba la historia. Cuatro días antes de mi visita al centro sanitario, había muerto nuestro buen Anselmo. ¡Y milagro de la diligencia!: Aquellos hijos que hacía varios meses no habían pisado la habitación del enfermo, acudieron con presteza, y delante de los restos del autor de sus días, disputaban entre sí por apoderarse hasta del último duro de aquel hombre muerto en suma soledad.

Después de escuchar esta sórdida historia de egoísmo, marché a la capilla del hospital para pedir al Señor que acogiera en su seno a aquella alma, cuyo purgatorio fue la falta de amor de los suyos. A nadie encontré velando ante Jesús del Sagrario. Y no sé por qué relacioné la soledad de nuestro anciano moribundo con la del Amigo Divino, presente en la Eucaristía para ser alimento, fuerza, seguridad, acompañante del enfermo y del sano. Permanecí como media hora. Mi pensamiento se concentró en esta presencia amorosa de Jesús y en muchos libros que he leído sobre la devoción eucarística, y en tantos y tantos hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos, se han santificado y han encontrado fuerza para los momentos duros de la vida, arrimados a la puertecilla donde se encierra el Sacramento.

Y me dije entonces: ¡Lo he de escribir algún día! Porque soy cristiano y tengo fe. Y porque mis lectores, también creyentes, disfrutan de una sensibilidad espiritual y sabrán sacar la consecuencia