Y dijo Dios: "no robarás"

Autor: José L. Caravias, S.J.

Respiramos un ambiente viscoso de robos a todos los niveles, desde los desfalcos bancarios hasta el jalón de una cadenita en un bus, pasando por coimas, timos, asaltos, hambre y miserias.

No estará de más recordar el ambiente en que se produjo el mandamiento bíblico de no robar (Ex 20,15), y las precisiones que se realizaban, quizás muy distintas a las de nuestro ambiente.

Aquellos primeros grupos israelitas, apoyados en su fe en Yavé, el Dios liberador, querían formar una sociedad totalmente distinta a la de Egipto y Canaán, sus opresores. Por ello lo primero que hicieron fue repartirse la tierra disponible según el número de miembros de cada familia, y no según la categoría social de cada una (Núm 33,54). Una vez repartida bien la tierra, maldijeron a los que pretendieran cambiar los linderos (Deut 27,17). El "no robar" buscaba proteger el reparto fraterno de los bienes.

Más tarde, en tiempo de la monarquía, comenzó el acaparamiento de tierras por parte de unos pocos. Entonces el mandamiento de no hurtar iba dirigido principalmente contra los que trataban de acaparar tierras y casas (Is 5,8; Miq 2,1-5). Estaba encaminado a proteger a los pobres y no a los intereses privados de los poderosos, como a veces se piensa hoy. Por ello, los hombres de Dios, los profetas, lanzaron invectivas muy duras contra los terratenientes de entonces.

Había leyes específicas que concretaban el espíritu del séptimo mandamiento. El eje de ellas es la cre­encia de que las necesidades vitales siempre son prioritarias. Bus­caban proteger a las familias y a las comunidades, de forma que sus miembros tu­vieran todo lo necesario para poder vivir dignamente.

Como caso típico podemos estudiar las sanciones que se ponían a los que robaban animales domésticos, que después de la tierra era su principal riqueza.

El célebre Código de Hammurabi de Babilonia dice en su número 8: "Si un hombre ha robado un buey o una oveja o un asno o un cerdo..., propiedad de un palacio, pagará treinta veces. Si es propie­dad de un plebeyo, resti­tuirá diez veces lo robado. Si el ladrón no tiene con qué pagar, será muerto".

Y dice el libro del Exodo, redactado un poco más tarde: "Si uno roba un buey o una oveja y los mata o vende, pagará cinco bueyes por un buey y cua­tro ovejas por una... El ladrón que no tenga para devolver será vendido él mismo para pagar. Si lo robado se encuentra vivo en su poder, sea buey, burro u oveja, debe restituir el doble" (Ex 22, 1.4).

Como se puede comprobar, en la redacción bíblica, en contraste con la babilónica, no se hace distinción entre las clases sociales. Además, la pena a pagar es menor; y en ningún caso se castiga con la muerte. Pero se castiga con severidad: cinco bueyes por uno, pues se pretende salvaguardar los medios de trabajo: los bueyes son imprescindible para la libertad y prosperi­dad de una familia campesina.

A diferencia de otras leyes del Oriente antiguo, las leyes isra­elitas restringían el derecho de los acreedores a apoderarse de los bienes de los deudores, como, por ejemplo, el manto y la piedra del molino, porque son cosas necesarias para mantener un mínimo vital (Ex 22,26-27; Deut 24,6.10-13).

Otras leyes complementarias al séptimo mandamiento eran las que per­mitían a los pobres rebuscar en los campos recién cosechados (Deut 24,19-22; Lev 19,9-10; 23,22), o las que permitían también que los pobres con hambre entraran en un campo sembrado, in­cluso an­tes de que se recogiera la cosecha, con tal de que sólo comieran lo necesario, sin lle­varse nada a casa (Deut 23,24-25).

La economía de Israel estaba dirigida a atender las necesidades básicas de todos sus miembros. Por eso las leyes trataban de proteger el bie­nestar general de los más débiles de la sociedad. El séptimo mandamiento y sus leyes complementarias se crearon para lo­grar equilibrio económico en la sociedad, de forma que se caminara hacia el ideal bíblico de que no hu­biera pobres en medio de ellos (Deut 15,4).

Sus leyes e imperativos morales acerca de los problemas económicos indican que su preocupación primordial se centraba en las necesidades vitales y no en el derecho de propiedad. Aquellas leyes favorecían más a las personas que a las propiedades. Lo sagrado era la vida, y, por consiguiente, la propiedad debidamente repartida, pero no todo tipo de propiedad. Por eso no se perdonaban los robos a los pobres, si es que antes no había devolución y castigo. En cambio, la recuperación de los bienes acumulados egoístamente por los ricos era considerada como una acción querida y promovida por Dios…

Posiblemente a muchas personas, aun creyentes, todo esto le suene a utopía romántica, irrealizable en la actualidad. Pero encierra un mensaje palpitante: el concepto de propiedad bíblico difiere grandemente del de nuestro mundo burgués; y por consiguiente, el concepto de robo es también diferente. En la Biblia es mal visto todo acaparamiento de capital en detrimento del nivel de vida de los demás. Se piensa que Dios lo hizo todo para todos sus hijos.

Si algunos pasan hambre y miserias es porque otros se están robando lo que no era para ellos… Esta ola creciente de hambre entre nuestra población campesina y suburbana es un timbre de alerta que nos está indicando algo terriblemente peligroso. En nuestra Patria hay plata para grandes lujos de unos pocos, y no la hay para el mínimo vital de la mayoría. Eso quiere decir que el robo se realiza a gran escala, e impunemente. ¡Este es nuestro desafío, si es que queremos creer en Dios…!