Profetas y corrupción

Autor: José L. Caravias, S.J.

¿Se podrá vencer a la corrupción con ayuno y oración? Depende de lo que entendamos por ayuno y oración. Si se hace oración de verdad puede ser que sí. Pero si por oración entendemos solamente “recitar” algo a alguien y nada más, entonces me temo que no.

Los profetas bíblicos eran hombres de oración, pero también de acción. Conocían bien a Dios y vivían también a fondo la realidad de su pueblo. La oración le daba luz y fuerzas para saber cómo debían actuar en nombre de Dios. Y en nombre de ese Dios sabían comprometerse con su pueblo y denunciar con valentía y claridad las corrupciones reinantes. Entregaron su vida para desenmascarar la hipocresía de los gobernantes y su falsa religiosidad. La oración les llevó a los profetas a meterse a fondo en política buscando el bien de su pueblo. Por eso denuncian y se oponen con fuerza a la corrupción de las personas y principalmente de las instituciones de gobierno. Veamos algunos ejemplos.

En el siglo IX aC., aparece el profeta Elías, que podría ser proclamado como patrono de la lucha contra la corrupción de los gobernantes. Él supo desenmascarar ante el pueblo la corrupción del rey Ajab, tratándolo con toda claridad como ladrón y asesino, a pesar de que el rey había pretendido ocultar sus actos bajo apariencia de legalidad y piedad. Profeta y rey se enfrentaron con suma crudeza. Recordemos algunos intercambios de palabras entre ellos. “Cuando Ajab vio a Elías, le dijo: «Ahí vienes, ¡peste de Israel!» Contestó Elías: «No soy yo la peste de Israel, sino tú y tu familia” (1Re 18,17s). Y cuando la familia real está tomando posesión de la tierra del asesinado campesino Nabot, “Ajab dijo a Elías: «¡Me encuentras aquí, enemigo mío!» Éste respondió: «Aquí te encuentro, porque tú has actuado como un malvado y has hecho lo que no le gusta a Yavé… ¿Así que, además de matar, robas?… En el mismo lugar en que los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán la tuya” (1Re 21,20.19). Elías, en nombre de su Dios, no puede consentir que el rey justifique sus robos y asesinatos tras una aparente religiosidad: para Dios vale tanto la sangre de un rey como la sangre de un campesino…

En el siglo VIII aC. el campesino Amós grita con rudeza contra los gobernantes de su tiempo: “Yo sé que son muchos sus crímenes y enormes sus pecados, opresores de la gente buena, que exigen dinero anticipado y hacen perder su juicio al pobre en los tribunales. Por esto el hombre prudente tiene que callarse, pues estamos pasando días infelices” (Am 5,12s).

Su contemporáneo Oseas denuncia cómo “los sacerdotes y los jefes de Israel... se han hundido hasta el cuello en la corrupción” (Os 5,1). Afirma que “han llegado al fondo mismo de la corrupción...” (Os 9,9).

Isaías, el capitalino convertido, amenaza a los poderosos que acaparan tierras y casas: “¡Ay de ustedes que compran todas las casas y van juntando campo a campo! ¿Así que van a comprar todo y sólo quedarán ustedes en este país?” (Is 5,8)

Y el campesino sin tierra Miqueas: “Ay de ustedes que meditan la injusticia, que toda la noche traman el mal, y al amanecer lo ejecutan porque está a su alcance. Si les gustan campos, se los roban; si unas casas, se las toman. Se apoderan de la casa y de su dueño, del hombre y de su propiedad” (Miq 2,1s).

Sofonías dice un poco más tarde que las autoridades de Jerusalén  “han madrugado para corromper todas sus acciones” (Sof 3,7).

Y Jeremías encara a sus autoridades afirmando que “son todos unos rebeldes y calumniadores; están todos corrompidos” (Jer 6,28); son “como higos podridos, que de malos no se pueden comer” (Jer 29,17).

Habacuc, contemporáneo de Jeremías, se queja de que “la Ley está sin fuerza y ya no salen decretos justos. Puesto que los corruptos son los que mandan a los buenos, ya no se ve más que derecho torcido” (Hab 1,4).

Ezequiel, desde su destierro en Babilonia, describe con rudeza cómo Jerusalén “está llena de corrupción. Todos los jefes de Israel, cada cual según su capacidad, están dedicados a derramar sangre. En ti se desprecia al padre y a la madre. Se trata mal al extranjero. Se oprime al huérfano y a la viuda... En ti hay gente que calumnia hasta hacer derramar sangre. En ti se acepta el soborno, aun para condenar a muerte, y se practica la usura. Tú atropellas y despojas al prójimo y te has olvidado de mí, dice Yavé” (Ez 22,5-12).

Hay una profunda conexión entre corrupción de los poderosos y miseria del pueblo. La corrupción, en efecto, “es como lluvia devastadora que deja sin pan” (Prov 28,3).

En los salmos aparece con frecuencia la figura de “el malvado”, contra quien el pobre pide ayuda. Pienso que en nuestro lenguaje esta expresión la podríamos traducir por “corrupto”. Lo describe así el salmo 10: “El malvado se impone y aplasta al humilde, que queda atrapado en las trampas que maquina. El malvado se jacta de la avidez de su alma… En todas sus empresas le va bien... Barre de un soplo a todos sus rivales. Dice en su corazón: ‘Soy inquebrantable, la desgracia jamás me alcanzará’. Su boca está llena de perfidia, de fraude y amenazas; sus palabras inspiran injusticia y maldad… A escondidas mata al inocente; sus ojos espían al indigente, acecha como león en la espesura, listo para atrapar al desdichado, lo atrapa y luego lo arrastra con su red. Se agacha, se agazapa en el suelo y cae como fiera sobre los indefensos" (Sal 10,2-10).

Especial destaque se da en los salmos al dolor causado por las falsas acusaciones que sufren los pobres ante los tribunales y el funcionamiento corrupto de los jueces (Sal 7; 17; 35; 56; 57; 58; 64), a quienes se trata con suma dureza. “Su garganta es un sepulcro abierto”, y “su lengua una espada afilada”. Son “cazadores que disponen sus acusaciones como redes y lazos”; “ladrones que en medio de las tinieblas preparan emboscadas”; “leones, “perros” o “serpientes” que se preparan para derribar al pobre y devorarlo. Denuncia el joven Daniel: “La corrupción ha salido… de los ancianos que hacían de jueces y que parecían guiar al pueblo” (Dn 13,5).

Pero la corrupción no trae miseria sólo al pueblo. A los mismos corruptos los hace también en cierto modo miserables. Sobre ello abundan los libros sapienciales: “El malvado vive toda su vida atormentado, y mientras se prolongan los años del opresor, gritos espantosos le resuenan en los oídos” (Job 15,20s). “No hay tinieblas ni sombras donde puedan esconderse los corruptos, pues al hombre no se le fija fecha para presentarse ante Dios” (Job 34,22s). “El malvado será presa de sus propias maldades y quedará enredado en los lazos de su pecado” (Prov 5,22). “Cuando muere se acaba su esperanza, y también perece la confianza que ponía en sus riquezas” (Prov 11,7). Los corruptos acaban convirtiéndose ellos mismos en “esclavos de la corrupción, pues cada uno es esclavo de aquello que lo domina” (2Pe 2,19).

Después de este breve recorrido por diversos pasajes bíblicos creo que tenemos suficiente material como para no quedarnos tranquilos sólo con realizar algunos rezos pidiendo que se acabe la corrupción… La corrupción actual no se resolverá sólo con rezos, ni con prédicas moralizantes. Ni siquiera con la conversión de algún que otro “pecador”. No basta con combatir los actos de corrupción. Es imprescindible combatir el estado de corrupción que respiramos por todos lados.

Necesitamos profetas que, a la luz de la fe en Dios, aclaren y fortalezcsan nuestros espíritus. Y, quizás más que nunca, necesitamos profetas-políticos, con libertad interior y voluntad firme, que sepan poner en marcha planes eficaces de lucha contra la corrupción y sean capaces de desarrollar proyectos...