El Cristo del Apocalipsis

Autor: José L. Caravias, S.J.

    

 

En el Apocalipsis Cristo resucitado es el eje alrededor del cual gira todo. Juan escribe este libro alrededor del año 95, durante la cruel persecución del emperador Domiciano. Y en aquellas circunstancias el Evangelista les escribe para animarlos, usando un género literario corriente en la época: visiones simbólicas que desenmascaran la realidad y consuelan y animan al pueblo creyente.
El autor del libro va presentando a Cristo a través de una serie de cuadros que hoy podríamos llamar subrealistas, siempre llenos de fuerza y colorido. En todos ellos armoniza cualidades aparentemente contradictorias: presenta a Jesús a la vez poderoso y cercano, grandioso y cariñoso, vencedor de sus enemigos y premio maravilloso de sus seguidores: Señor absoluto de la Historia y de la creación.
Echemos una ojeada, a modo de ejemplo, a uno de estos cuadros: el de los versículos 13 al 16 del capítulo primero. Dice así: "Vi a uno que es como Hijo de Hombre, con un vestido que le llegaba hasta los pies y un cinturón de oro a la altura del pecho. Su cabeza y sus cabellos son blancos, como lana blanca, como nieve, y sus ojos parecen llamas de fuego. Sus pies son semejantes a bronce pulido, cuando está en horno ardiente. Su voz es como estruendo de grandes olas. En su mano derecha tiene siete estrellas, y de su boca sale una espada de doble y agudo filo. Su cara es como el sol cuando brilla con toda su fuerza".
Lo más importante a contemplar no son los detalles, sino la fuerza del colorido tomada en su conjunto. El cuadro comienza con tonos suaves, que poco a poco se van intensificando, como en cascada ardiente, en sinfonía grandiosa, hasta las alturas de la divinidad. 
En esta escenificación ascendente, el Apocalipsis afirma que este Hombre como nosotros es Sacerdote -"con un vestido que le llega hasta los pies"- y Rey de Reyes -"con cinturón de oro a la altura del pecho"- . Es como si hoy dijéramos: con alba, estola y banda presidencial.
Los "cabellos blancos como lana blanca como nieve" simbolizan su eternidad: no envejecen; por eso son tan blancos, simbolismo de una victoria total. A Jesús resucitado nunca más le tocará la muerte. 
"Sus ojos parecen llamas de fuego", o sea, lo ven todo, quién sufre y quién hace sufrir, quién hace el bien y quién obra el mal: sus ojos son "biónicos", lo cual es consuelo para los que sufren injusticias y terror para los que desprecian y explotan a sus hermanos... 
Jesús resucitado tiene pies fuertes como de bronce: su figura triunfante es inamovible. Ya nadie podrá amenazarlo, ni eliminarlo, como durante su vida mortal. La gran Bestia, en cambio, todo poder opresor, tiene pies de barro: cuanto más pese su cabeza, más terrible será su caída...
"Su voz es como estruendo de grandes olas". Parecía que la voz del imperio romano era la única que se escuchaba, pero ante la voz del Resucitado todo otro sonido se opaca y ha de quedar en nada.
"De su boca sale una espada de doble y agudo filo". Se trata de la agudeza de su Palabra, capaz de cortar para bien de unos y para mal de otros: depende de la actitud de cada uno, puesto que su Palabra "es viva y eficaz" y "penetra hasta la raíz del alma " (Heb 4,12).
El último brochazo del cuadro es de luz radiante, la luz de la divinidad, más brillante que "el sol cuando brilla con toda su fuerza". Ese es el rostro de Cristo resucitado, reflejo del resplandor del Padre.
Parecería que este personaje tan maravilloso está instalado lejos de la pobre humanidad sufriente, medio agónica (Ap 1,17). Pero desde las alturas de su cenit, el Cristo triunfante se abaja de nuevo y se pone al nivel del dolor humano, lo toca con su mano, fuerte y cariñosa, y le dice: 'No temas nada, soy Yo, el Primero y el Ultimo. Yo soy el que vive; estuve muerto y de nuevo soy el que vive por los siglos de los siglos, y tengo en mi mano las llaves de la muerte y del infierno" (1,17-18). ¡Maravilloso! Estas son palabras inspiradas por el mismo Cristo triunfante. Y es admirable cómo se describe a sí mismo Jesús resucitado. Elige lo que más puede consolar a aquellas pobres comunidades, tan doloridas que parecen ya medio muertas. Les dice que les comprende, pues estuvo muerto como ellos; pero él, que sabe lo que es sufrir, ha vencido al dolor y a la muerte, y podrá conseguir que ellos vivan también para siempre como él. 
El dolor del Crucificado es consuelo para los que en este mundo son crucificados como él; y su consuelo se convierte en esperanza cuando nos damos cuenta de que ése que sufrió junto a nosotros ahora está triunfante, y no se ha olvidado de nuestra amistad (1,5). Todos los miedos en esta vida están simbolizado en la muerte y en el infierno, y él, que tanto nos ama, tiene en su mano las llaves de esas puertas y no consentirá que seamos tragados jamás por ellas. 
Este es uno de los cuadros maravillosos del Cristo del Apocalipsis. Todo el libro está jalonado de ellos, que rezuman consuelo y esperanza para los que intentan de veras seguir las huellas de Jesús. El horror del Apocalipsis queda sólo para sus enemigos: la opresión, la mentira, el mal y la muerte. Es un gozo saber que estas porquerías alguna vez van a desaparecer para siempre...
Si queremos seguir disfrutando de los cuadros del Cristo del Apocalipsis, podemos meditar con gozo las siete cartas de los capítulos 2 y 3. El capítulo 5 nos presenta con vigor la figura de Cristo como Señor de la Historia. En 19,11-21 podremos gozar de un Cristo fuerte, varonilmente triunfador. Y en los capítulos 21 y 22 soñaremos con el triunfo definitivo, cuando las bodas del Cordero...