Dios con nosotros

Autor: José L. Caravias, S.J.

    

Según un dicho popular, el amor hace iguales. Y este amor grandioso e increíble de Dios hacia los hombre le hizo compartir lo más íntimo de nuestra humanidad. 
Su madre, María, fue una chica de pueblo, buena, sencilla, de corazón grande y con una inmensa fe en Dios. Su padre adoptivo era el carpintero del pueblo. Y como hijo de gente pobre, muy pronto, en el mismo hecho de su nacimiento, conoce lo que son las privaciones de los pobres. Comienza por no tener ni dónde nacer. Ellos tenían su casita, pero “por órdenes superiores” no tuvieron más remedio que hacer un largo viaje para “arreglar sus papeles”. Las autoridades querían hacer un censo para cobrar impuestos, y cada persona tenía que ir a anotarse al pueblo de origen de su familia (Lc 2,1-5). Y así, aunque María estaba embarazada, cerraron su casita de Nazaret, y se pusieron tres días en camino hasta llegar a Belén, el pueblo de sus antepasados. Así, Jesús llegó a ser partícipe de las graves molestias que con frecuencia las familias pobres tienen que sufrir para cumplir los caprichos de los poderosos.
En Belén no encuentran parientes que los reciban. Ni tampoco hay lugar para ellos en la posada pública, lo mismo que en tantos pueblos no hay alojamiento para los que no tienen con qué pagar. Los padres de Jesús no tuvieron más remedio que ir a cobijarse en una cueva, donde alguien guardaba sus animales. Y allá, en algo así como un chiquero o una caballeriza, nace Jesús. Su primera cuna es una batea donde se da de comer a los animales (Lc 2,7). ¡Qué bajo bajó Dios! El Amor le hizo compartir el nacimiento ignominioso de los más pobres del mundo.
Pronto tuvo que sufrir otro dolor humano que sufrieron y siguen sufriendo millones de personas: el dolor de los emigrantes. El egoísta Herodes tuvo miedo de que aquel Niño fuera un peligro para sus privilegios, por lo que mandó matar a todos los recién nacidos de la zona, con la esperanza de eliminar así a Jesús, al que ya desde el principio intuyó como enemigo. Los padres de Jesús tuvieron que huir al extranjero para escapar de la dictadura sangrienta del tirano (Mt 2,13-18). Así Jesús compartió la prueba de la persecución política y el destierro. Y el dolor de todos los que por diversas causas se ven obligados a emigrar a tierras extranjeras, lejos de los suyos, sus costumbres y su idioma, sin trabajo y sin amigos.
Una vez muerto Herodes, sus padres le llevan a Nazaret (Mt 2,19-23), donde estuvo hasta llegar aproximadamente a los treinta años. Allá vivió la vida de un joven pueblero de su tiempo. Iría a la escuela apenas los primeros años (Jn 7,15). Pronto sus manos sentirían el mordisco del trabajo. En los últimos años, muerto José, tuvo que hacerse cargo de su madre viuda. Casi no conocemos estos primeros treinta años de Jesús, pues compartió la vida de un hombre común y corriente. No es ningún personaje importante. Pertenece al pueblo anónimo del que nada se sabe. Entra lentamente en la maduración que exige todo destino humano. 
Los de Nazaret le llamaban “el hijo del carpintero” (Mt 13,55) o sencillamente “el carpintero” (Mc 6,3). Igual trabajaría con el hacha o con el serrucho. Entendería de albañilería; sabe cómo se construye una casa (Mt 7,24-27). Y sin duda alguna trabajó muchas veces de campesino, pues el pueblo era campesino. Conocía bien los problemas de la siembre y la cosecha (Mc 4,3-8. 26-29; Lc 12,16-21). Aprendería por propia experiencia lo que es salir en busca de trabajo, cuando las malas épocas dejaban su carpintería vacía; él habla de los desocupados que esperan en la plaza sentados a que un patrón venga a contratarlos (Mt 20,1-7). Habla también de cómo el patrón exige cuentas a los empleados (Mt 25,14-27). O cómo “los poderosos hacen sentir su autoridad” (Mt 20,25); él también la sintió sobre su propias espaldas.
Puesto que el pastoreo es uno de los principales trabajos de la región, seguramente Jesús cuando niño fue también pastor. En su forma de hablar demuestra que conoce bien la vida de los pastores, cómo buscan una oveja perdida (Lc 15,3-6), cómo las defienden de los lobos (Mt 10,16) o cómo las cuidan en el corral (Jn 10,1-16). Le gustó llamarse a sí mismo “el Buen Pastor” (Jn 10,11). 
Compartió la vida del pueblo sencillo de su tiempo. Vivió, como uno más, la vida escondida y anónima de un pueblito campesino. Sus penas y sus alegrías, su trabajo, su sencillez, su compañerismo; pero sin nada extraordinario que le hiciera aparecer como alguien superior a sus compueblanos. Su forma de hablar es siempre la del pueblo: sencillo, claro, directo, siempre a partir de casos concretos. Su porte exterior era el de un hombre trabajador, con manos callosas y cara curtida por el trabajo y la austeridad de vida. Casa sencilla y ropa de obrero de su tiempo. Participó en todo de la forma de vida normal de los pobres. Supo lo que es el hambre (Mt 4,2; Mc 11,12), la sed (Jn 4,7; 19,28), el cansancio (Jn 4,6-7; Mc 4,37-38), la vida insegura y sin techo (Mt 8,20).
Él conoció bien las costumbres de su época, señal de total encarnación en su ambiente. Es solidario de su raza, su familia y su época. Sabe cómo hace pan una mujer en su casa (Mt 13,33), cómo son los juegos de los niños en la plaza del pueblo (Lc 7,32), cómo roban algunos gerentes en una empresa (Lc 16,1-12) o cómo se hacen la guerra dos reyes (Lc 14,31-33). Habla del sol y la lluvia (Mt 5,45), del viento sur (Lc 12,54-55) o de las tormentas (Mt 24,27); de los pájaros (Mt 6,26), los ciclos de la higuera (Mt 13,28) o los lirios del campo (Mt 6,30). ¡En verdad que Dios se hizo en Jesús “uno de nosotros”, amigo muy cercano!