El Papa Santo Juan Pablo II

Autor: Josefa Romo Garlito

 

 

Al comenzar 2006, nos viene, de nuevo, el recuerdo de Juan Pablo II, que, en 2005, pasó a la Historia como el mayor Papa de los siglos, después de San Pedro. “Venido de un país lejano”, desconocido para la mayoría, la Providencia lo había elegido para una misión histórica y humana importantísima. Su figura fue creciendo más allá del sentir de los católicos y de los cristianos en general, hasta penetrar en gente de otro credo, e incluso en agnósticos y ateos. Todos supieron reconocer su extraordinaria contribución a la paz, para la que empleó a fondo su imaginación y esfuerzos.

Juan Pablo II fue un Papa santo, aclamado así por los fieles en seguida tras su muerte (“Santo súbito”, “santo ya”). No tardaremos en verle en los altares: Benedicto XVI ha escuchado la voz del pueblo. Fue el Papa de los jóvenes, con los que sintonizó como profesor universitario desde los primeros años de su sacerdocio. Conoció, en su propia tierra, la barbarie nazi y la opresión comunista, que no consideraban el derecho a la vida y a la libertad de la persona. En aquel ambiente, nació y creció su vocación sacerdotal, que se le reveló, ante el ejemplo de generosidad de los presbíteros, como un medio eficaz de ayuda a los hombres. Los que defienden la vida de todos, estiman su ent rega sin reservas a la tarea de potenciar la sensibilidad en favor de la dignidad humana, para lo que escribió la Encíclica “Evangelium Vitae”.

Sabía que el miedo paraliza el espíritu y la voluntad. Él nunca lo tuvo, y, desde el principio de su sacerdocio, como después del atentado que pudo costarle la vida, no paró de gritarnos a todos: “No tengáis miedo; abrid de par en par las puertas a Cristo”. Bien sabía él, lo que decía: las suyas siempre las tuvo abiertas, hasta que el Señor, de par en par, le abrió las del Cielo.