Juan Pablo II

Autor: Josefa Romo Garlito

 

 

El 2 de abril ha hecho un año ya de la despedida transitoria de Juan Pablo II (sólo se despiden para siempre quienes se alejan de Dios). Juan Pablo II fue muy querido y admirado. Muchas personas, incluso protestantes y sin religión, se encomiendan a él, y ¿qué maravillas se cuentan! El ámbito de la influencia espiritual de Juan Pablo II no tenía límites de
espacios ni de credos. Conozco a jóvenes alejados que, tras su muerte, acudieron a sus funerales. Como dice
el postulador de la causa de canonización de Karol Woijtila, «emerge una percepción de la presencia de Juan Pablo II en nuestra vida como si fuese un miembro de nuestra familia».

Una cosa pedí al Señor durante la vida de Juan Pablo II: que preparara a su Iglesia un Pontífice que se apoyara en una experiencia similar, con la sabiduría y la generosidad que da el vivir en un ambiente dominado por el mal, desde un corazón bueno. Cuando supimos que el cardenal Ratzinger sucedía a Juan Pablo II, me llené de agradecimiento: es un digno sucesor alemán del magno y santo Papa polaco. Son muchas sus coincidencias: la sabiduría humana y divina, fruto del estudio, de la experiencia y de la oración profunda; la humildad de corazón, que lleva a sentirse pequeño ante Dios y a confiar siempre en Él, atribuyéndole los éxitos y no hundiéndose en el suelo ante fracasos (aparentes, pues un cristiano coherente nunca
fracasa); la obediencia amorosa, aunque cueste, a la voluntad divina (Juan Pablo II no se bajó de la cruz y Benedicto XVI se abrazó a ella cuando su cuerpo le pedía descanso); una fe inalterable en el poder superior del bien, que triunfa sobre el mal; la esperanza alegre; un gran amor al hombre, con especial sensibilidad por los no nacidos, los jóvenes, los ancianos y los enfermos; su afán por la unidad de los cristianos y su preocupación por una Europa libre de esclavitudes ideológicas, que renacen de nuevo expresándose con fuerza en el laicismo, fruto del subjetivismo y que tanto preocupa a Benedicto XVI.