La sonrisa del profeta

Autor: Padre José Alcázar Godoy

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En la niñez alcancé a comprender la bondad de la vida. Y, preso de una inexplicable locura, salí gritando a los caminos para comunicar a todos los viandantes la alegría de mi nuevo nacimiento. "¡Mirad, mirad, les decía, mi nuevo alumbramiento! ¡Mirad mis nuevos ojos y mi rostro hermoso bañados con la luz de la locura! 

 

Y, como manantial desmesurado, llamaba a las puertas de las casas preguntando por sus dueños, y detenía a los viandantes para contagiarles la alegría de mi infantil inocencia.


Pero cuál sería mi asombro que, mientras me volvían sus espaldas, unos a otros se decían: "Es un niño, y sus palabras, por no haber recorrido la vida, no merecen consideración".


Y, convencido que era posible vivir contagiando la alegría, me retiré durante años a un desierto solitario para reflexionar sobre la distancia que había entre los demás y yo, y el modo de suprimirla. Tras mucho tiempo aislado como un anacoreta, volví a mi ciudad.


Al llegar encontré nuevamente el rostro entristecido de sus habitantes. Como había dentro de mí una fuerza que no podía contener, comencé de nuevo a clamar por las calles y plazas de la aldea. Incluso llegué a abrir las ventanas de los cuartos para que pudieran regocijarse las entrañas de todos, hombres, mujeres y niños.


Pero cuál fue mi sorpresa al comprobar que nadie prestaba atención. Unos y otros, perseguidos por innumerables y ofuscadas preocupaciones, yacían como muertos en sus mundos impenetrables. Por eso me rechazaron diciendo: "No hagáis caso, es el loco que años atrás gritaba igual; dejadlo feliz en su demencia".


Sin embargo, yo pensaba que algunas personas entenderían mi mensaje, por eso continué predicando mi alegría durante muchos, muchos años, hasta el mismo día en que morí.


Cuando mis hermanos fueron a sepultarme, descubrieron que había muerto sonriendo. Y hubo tanto asombro entre los forenses, que este extraño fenómeno fue objeto de numerosas publicaciones científicas. Y fue tanta la repercusión en el mundo de la ciencia, que mi aldea llegó a ser conocida en muchos lugares del mundo, visitada y sumamente enriquecida. 


Ante tanto dinero inesperado, decidieron erigirme una escultura en bronce con una inscripción donde se leía: "Al más egregio de los vecinos de nuestra aldea, porque su sonrisa otorgó la prosperidad a sus habitantes".