La Madre

Autor: Padre José Alcázar Godoy

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Una tarde primaveral, cuando germinaban las cosechas y los árboles se poblaban de frutos, quiso Dios recostarse sobre la hierba del Paraíso y descansar. El cielo acogía a su Señor brillando con una intensa luz, y las aves, los ciervos y los demás animales del valle se vestían de simpatía para agradar a su creador. Dios amaba cuanto había hecho, y sonreía.

Cierto día, una rama recién florecida, interrumpió su divina quietud para decirle: "Amado Señor, cuando te vas, ninguna criatura del valle sabe amarnos como tú. ¿No sería conveniente crear al hombre? Él dirigirá nuestro destino, mantendrá virgen la naturaleza, preservándola de los desastres, impedirá las muertes, erradicará el hambre y siempre defenderá la justicia".

A Dios le pareció buena la idea, aunque un poco difícil de llevarla a cabo, porque semejante criatura corría el inminente peligro de considerarse dueño absoluto de la creación y de erigirse en su dios. Por ese motivo, Él quiso hacer al hombre limitado.

Con este fin eligió un limo que nacía a orillas del Eúfrates. Era muy fino y delicado, débil como los sentimientos humanos y moldeable como su inteligencia. El hombre, hecho del barro de la tierra, sería, siempre, puro barro.

Y cuando Dios hundió su mano en el barro para tomar un puñado consistente, un cangrejo que estaba enterrado le clavó las pinzas. Dios dio un grito de dolor, y unas gotas de sangre salieron de sus dedos.

La sangre divina empapó el barro; lo más despreciable y débil se impregnaba con lo más valioso e infinito. Pero el barro humano, unido con la sangre divina, era un sustrato desproporcionado para moldear al hombre, precisamente por los peligros de la vanidad. Entonces se le ocurrió a Dios una brillante idea: "Hagamos con mi sangre y el barro el corazón de la madre".

Así hizo Dios correr su sangre divina por las venas de las madres de los hombres. Por eso, nuestras vidas nunca son solitarias, porque siempre habita en cada hombre y mujer el corazón de su madre.