La hermana boba

Autor: Padre José Alcázar Godoy

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Un día de horas anodinas decidí recorrer los conventos de mi ciudad. Hacía algún tiempo que procuraba inventar algo que me sacara del espasmo espiritual que aburría mi espíritu, y el resultado no pudo ser más espectacular. Sucedió así:
Mientras penetraba en las penumbras de un claustro, observé, recortada por una intensa luz, la silueta de los hábitos de una comunidad que rezaba con un fervor inusitado. Me acerqué cautelosamente a la última de las monjas, le toqué en el hombro y le dije: "Hermana, yo he venido para despertar mi fervor y me encuentro con que ustedes no hacen sino derrocharlo, ¿cómo es que están así?".
Entonces ella dijo: "Mire usted ahí arriba, sobre el altar".


Yo levanté los ojos y comprobé un prodigio insólito. Suspendida sobre la mesa del altar había una niña de unos doce años de edad. Tenía los ojos cerrados en señal de sumisión, y una sonrisa franca que proclamaba la alegría de la referida virtud. No era un cuerpo incorrupto como todos los demás; sus mejillas eran tersas y sonrosadas, el cabello recién peinado y vivo, las manos en continua adoración y las rodillas flexionadas. Me quedé estupefacto ante la visión.
Entonces, volví a interrumpir la oración de la religiosa preguntándole: "Perdone hermana, ¿esa es una niña o es la aparición de la Santísima Virgen?".
La monja contestó: "Por favor, señor, no es Ella. Esa niña se llamaba la "hermana boba". Ingresó en el convento con la edad que tiene en la aparición, y 

permaneció en él durante setenta y dos años. Vivió entre nosotras no hace mucho tiempo; de hecho, algunas de las religiosas mayores que todavía perduran comprobaron sus estupideces. Desde que ingresó en la comunidad aceptaba todo cuanto la superiora le decía con un "sí, madre"; y cuando alguna de las demás monjas le pedía algo, también respondía: "Sí, madre"; y cuando se le hacía ver que madre sólo debía decírsele a la superiora, ella sonreía con esa sonrisa que usted está ahora viendo, con esos labios rojizos y la hendidura en los carrillos; parecía una sonrisa angélica, aunque en realidad era como un reflejo de su estupidez, o al menos así lo creíamos nosotras. Y por si eso fuera poco, la docilidad del “sí madre” en sus labios no tenía limitaciones en el comportamiento de la "hermana boba". Eso a las demás hermanas les disgustaba, pues al convento no se había venido a perder la personalidad, sino a desarrollarla; para lo cual era preciso que cada una hiciera siempre lo más oportuno y justo que en cada momento considerase, y así lo hiciera saber a la superiora para que ésta actuara en consecuencia.


Así vivió, durante ochenta y cuatro años, esta hermana, con una obediencia ilimitada. Después, murió envejecida, con el rostro acartonado, con las cejas caídas por el peso de los años y la tez oscurecida por las sombras del convento; pero eso sí, sin haber perdido nunca ni su sonrisa ni el conocido "sí, madre", que llegó a convertirse en un aforismo entre las religiosas del convento.


Y, fíjese usted, una noche en la que todas las hermanas nos disponíamos a rezar Completas, observamos en el interior de la capilla un fuerte resplandor. Nos acercamos asustadas y vimos a la "hermana boba" que había resucitado, tal como usted la está contemplando, con la edad que tenía cuando ingresó en el convento. Su piel, tersa y tibia, despedía gran claridad. Pero más sorprendente aún era su ingravidez. De hecho, una de las religiosas más atrevidas se aproximó a ella, le dio un empujoncito y la niña se desplazó unos metros suspendida en el espacio sin mover un ápice su cándida sonrisa. 


Cuando nos dispusimos todas a alabar a Dios por la aparición y cerramos nuestros ojos para orar más profundamente, la "hermanita boba" nos habló en estos términos: "Hermanas queridísimas, después de saludar a nuestra Madre del cielo, a la que yo me refería continuamente al tiempo que aceptaba las indicaciones y mandatos de nuestra superiora y los de todas vosotras con aquel “sí, madre”, ella me envió para contaros lo siguiente: Nuestra santísima Madre desea que os descubra la posibilidad de acceder a la contemplación a través de la obediencia; actuando así es como se rejuvenecen nuestras almas, cual mi rostro, que no es un reflejo del cuerpo, sino el de mi alma inmaculada, preservada de los pecados y de las imperfecciones merced a la obediencia.

 

 Quien obedece robustece su voluntad, tantas veces debilitada por las tentaciones del propio yo; quien se deja aconsejar y acoge las indicaciones de sus superioras tiene más anchuroso el camino del amor, como el corderillo atento a los amorosos requiebros de su pastor, que lo aleja de los dientes de la torva leona; quien obedece, en definitiva, toca las cosas de la tierra con las manos de Dios. Por eso he venido, hermanas queridísimas, para que sepáis que podéis asumir vosotras también este camino para alcanzar la santidad, más seguro que cualquier otro que pudierais imaginar”.


Al terminar de hablar todas levantamos los ojos llorosos e imploramos a nuestra “santita” que Dios nos alejase a un demonio amigo, al que odiando, tardamos en despedir: la soberbia de no saber obedecer.


Después de semejante relato me quedé a rezar con la comunidad hasta que las horas de la noche me invitaron a marcharme. Hace algún tiempo que la “santita” ya no se aparece. No obstante, todas las tardes, la comunidad acude a rezar en el mismo lugar de la aparición, pidiéndole a su amadísima niña que interceda para que la María Virgen les ayude a pronunciar siempre el “sí, madre”. Y yo lo hago con ellas, pues mi espíritu ha despertado vertiginosamente del aburrimiento.