El obispo apasionado

Autor: Padre José Alcázar Godoy

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En mi antigua ciudad gobernaba celoso las almas un obispo apasionado. Su impetuoso carácter le impulsaba a levantarse antes del amanecer y a desarrollar una impagable actividad: oraba siempre con intensidad; leía la prensa mientras desayunaba, porque para ayudar a su grey debía conocer detalladamente las vicisitudes de los ciudadanos; el trabajo era veloz, apretado, con pasión, se comía los informes, devoraba los casos, se imbuía en los problemas; y todo para hacer el bien, el máximo bien en el menor tiempo posible al mayor número de almas. Era su manera de vivir la entrega, algo que nadie jamás le reprochó.

Pero un día bajó el ángel de Dios al aposento del señor obispo mientras dormía, se acercó a su cama, posó suavemente el dedo índice sobre los cerrados ojos del prelado y regresó al Cielo con una sombra de tristeza en el rostro.

Al amanecer sonó como todos los días el despertador del obispo, pues era preciso madrugar mucho para trabajar más. Se incorporó de un salto, elevó el pensamiento al Señor e inmediatamente centró su mente en la nueva jornada. Sin embargo, algo raro sucedía en sus ojos: todo estaba muy oscuro. No veía nada; densas penumbras nublaban su mirada. "¡Qué ocurrencia -pensaba-, sucederme esto a mí! ¡Con todo lo que tengo que hacer!".

Inútilmente lavó sus ojos con agua tibia, derramó colirios y consultó a los médicos. Finalmente hubo un diagnóstico definitivo: ceguera absoluta e irreversible. El señor obispo rompió a llorar envuelto en su silencio. ¡Qué sería de su propia grey! No podría atender con tanta solicitud a sus feligreses ni dar luz a los corazones adormecidos por las tinieblas del pecado! Y lloraba desconsoladamente...

Pero Dios, compadecido de sus lágrimas, envió nuevamente al ángel para restituir la verdadera luz al corazón del señor obispo, ciego durante tantos años por su propia pasión. El ángel bajó a su morada y posó el dedo índice sobre el corazón del prelado, volviendo sonriente al Cielo.

Cuando sonó esta vez el despertador, más tarde de lo habitual, el obispo se levantó pausadamente, dio gracias a Dios por el nuevo día y comenzó a ver con una luz nueva tantas cosas que antes pasaban velozmente delante de su mirada. Pero "¡qué sorpresa!", exclamó. "¡Veo! ¡Ahora veo! ¡He recobrado la visión!". Y lo que antes fueran lágrimas tornáronse en profundo agradecimiento.

Cuentan los feligreses que después de recuperar la vista, el señor obispo era muy distinto: se levantaba sereno cada mañana y, tras agradecer el nuevo día, abría la ventana de su habitación para contemplar con la luz del corazón aquella grey a él confiada. Concluidas sus oraciones desayunaba tranquilo, y en el trabajo de pastor seguía los consejos de sus auxiliares. Todo el día era una continuidad serena de la oración, hasta tal extremo que sus feligreses notaban una mayor eficacia en sus almas después de la ceguera del prelado.

Cuando al final de su copioso gobierno volvió el ángel para recogerlo, el obispo agradeció verdaderamente haber aprendido a vivir la vida con la luz del corazón.