El rostro de Dios

Autor: Padre José Alcázar Godoy

Sitio Web del Padre

 

 

Había una vez un pueblo que adoraba a un Dios al que nunca había visto. Para conocerlo mejor eligió al más cualificado de sus profetas y lo envió a donde vivía el Señor con el encargo de que viese su rostro y después consolase sus anhelos.
El profeta ascendió por las cuestas de la montaña sagrada sorteando riscos y quebradas. En lo más alto de la cima encontró a Dios tras una densa nube. Allí le suplicó que aceptara la petición de su pueblo.

 

Pareciéndole oportuna a Dios la solicitud, dijo al profeta: "Escóndete en la hendidura de aquella peña y, cuando el viento anuncie mi presencia, te taparás los ojos hasta que yo pase; después los abrirás para ver mi espalda, porque, hijo mío, mi rostro jamás ha sido visto por hombre alguno y podrías morir".


El profeta hizo cuanto le había dicho el Señor, pero se atrevió a mirar su cara antes de volverse. Entonces se quedó estupefacto, porque Dios no tenía rostro; en su lugar estaba escrito el nombre del Hijo del Hombre; se llamaba Jesús.
No obstante, el profeta acudió a Dios diciéndole: "Discúlpame, amado creador. Al no haber prestado suficiente atención durante tu paso, no recogí la necesaria información para comunicarla a mi pueblo. Si tuvieras la bondad de caminar nuevamente delante de mí, todos lo agradecerán eternamente. Me esconderé otra vez en la hendidura de la peña y miraré tu espalda".


Dios accedió, y, como la vez anterior, cuando llegó a la altura del profeta, éste lo miró a escondidas, quedándose aturdido, porque comprobó que Dios tenía dibujado en el pecho un corazón de mujer; se llamaba María.


Como todo aquello era ininteligible, el profeta volvió sollozando a Dios con la petición de que se hiciera visible de nuevo, pues con lo visto no podía contar nada a sus hermanos.


Dios reiteró el consentimiento, actuando como en las veces precedentes. Cuando Dios volvió la espalda, el profeta lo miró. Entonces aumentó su asombro, porque en su torso nacían dos alas blancas de paloma. Eran las de un Espíritu divino.


Entonces el profeta bajó del monte confundido y maravillado, porque había visto a Dios. Una vez con su pueblo, todo el mundo corría a recibirlo, las alegrías chispeaban en el aire, las mujeres entonaban canciones, los niños gritaban y los hombres sonreían. ¡Por fin sabrían cómo era el rostro Dios! 


Cuando se hizo la calma, el profeta habló: "He visto a Dios muy cerca, pero nada os puedo contar. No obstante, al mirar su rostro, ardió en mí un fuego tan intenso que casi me hizo morir, y en aquel amor alcancé el conocimiento".