Ficciones Lingüísticas

Autor: Jorge Enrique Mújica

 

 

Si al ver salir de la escuela a un chico o chica cogiésemos una pistola y le disparáramos sin más ni más, nadie dudaría en llamarnos asesinos. Si nos acercásemos a un niño que juega en el parque y le abriésemos el pecho para sacarle el corazón so pretexto de que un familiar necesita un trasplante, nadie dudaría en percibir que esa acción es una injusticia. 

Somos capaces de distinguir inmediatamente lo justo de lo injusto y de llamar a las cosas por su nombre. Sabemos que la vida es sagrada y que cada ser humano tiene una dignidad valiosísima por el simple hecho de serlo. Si disparamos contra alguien, ningún cuerdo osará llamar a nuestra acción «jugar a los vaqueros». Si le sacamos el corazón, la médula espinal o la córnea a otra persona para que un familiar que la necesita la reciba, ninguno llamará a esta acción «jugar al ajedrez» o «tirar las cartas». Ninguna sana legislación en el planeta justificaría que «porque tengo ganas», «se me ocurrió» o «es que lo necesitaba mi hermana», yo pudiera actuar decidiendo sobre la vida ajena. Ninguna legislación permite que yo mate a un niño down, a un discapacitado, al hijo de tres semanas del hombre más rico del mundo o una anciana de 99 años. Es la ley natural que me invita a hacer el bien y evitar el mal.

Reprobamos naturalmente la injusticia. Reprobamos las condiciones de muerte de las más de cincuenta millones de personas que murieron en la segunda guerra mundial. Reprobamos el holocausto judío, el exterminio gitano, las persecuciones comunistas contra la fe. Hay una conciencia social que cada vez, mayoritariamente, condena la pena de muerte como solución al crimen.

Y, sin embargo empezamos a convivir, sutilmente, con nuevas injusticias. Cada vez más y más, legislaciones nacionales de los países «desarrollados» atentan contra la vida humana cuando pretenden justificar la experimentación con embriones acogiéndose a la sombra del eslogan barato: «¿Qué tiene de malo?»

Todos hemos sido embriones: nuestra madre, nuestro padre, nuestros hermanos, nuestros abuelos, nuestros amigos: todos los seres humanos hemos sido embriones. La diferencia entre un polaco muerto en una cámara de gas en un campo de concentración nazi y un embrión es sólo la edad y el desarrollo físico. Tan vida es la de un niño africano que se debate diariamente entre la vida y la muerte por falta de alimento, como la del embrión que igualmente se debate entre la vida y la muerte entre las manos de un «científico». 

Los embriones no son meras cosas o agregados de células vivas. Es el primer estadio de la existencia del ser humano. Diáfanamente, ningún Estado va a declarar abiertamente que va a experimentar con vidas humanas. Ya ni siquiera dicen que con embriones. Y es evidente. La conciencia social, si está bien formada, debería reprobar inmediatamente el asesinato masivo de hombres y mujeres “en potencia”. 

Para justificarse y acallar la propia conciencia, ahora se habla de «pre-embriones», de «nuclóvulos». No es más que una actitud chocarrera y mentirosa que pretende ganar la aprobación de la ciudadanía presentando los aparentes beneficios en orden al progreso de la humanidad mediante la ciencia. 

Se aboga con explicaciones sensibles para que sea aceptada la experimentación con embriones. Cuando no, se imponen las decisiones y vienen luego los paliativos bien diseñados de la campaña de sensibilización. Se pregonan los beneficios argumentando la salud de un enfermo grave a base de esos experimentos. Asientan su legitimidad en su necesidad.

¿Es lícito experimentar con embriones? La respuesta es tácita y obvia: no. ¿Permitiríamos acaso que tomaran a nuestra madre, a nuestra hermana o a nuestra esposa o a nuestros hijos para que le quitaran un ojo, un hígado, un páncreas o un pulmón así, nada más porque sí? ¡No! Por fortuna nuestros familiares tienen quién les proteja y vele por ellos pero muchos embriones no.

¿No es verdad que reprobamos el tráfico de órganos que, por lamentables y tristes situaciones de pobreza, se dan en varios países del mundo? Se está enarbolando la bandera del progreso científico sin evidenciar el retroceso que existe en el fondo. Estamos volviendo a aquellos tiempos de la esclavitud sólo que en lugar de nativos e indígenas, son embriones humanos. El ser humano se ha convertido en mercancía barata. Empero, la dignidad humana es inalienable a cada uno desde el primer momento de nuestra concepción. El tamaño, la «edad», no quita la dignidad. La experimentación no dista mucho de la esclavitud. Es la carnicería civilizada del hombre contra el hombre. El regreso a la ley que parecía superada: la del más fuerte. 

Reprobamos naturalmente la injusticia y nos gusta llamar a las cosas con el nombre que tienen. Un hombre que mata a otro hombre es un asesino. Y los asesinos están en la cárcel, lejos de donde puedan causar mal.