Solemnidad de Todos los Santos (1 de Noviembre)

Porque somos hijos de Dios...

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

PORQUE SOMOS HIJOS DE DIOS, SEREMOS SEMEJANTES A DIOS.
LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD.
SI LOS POBRES SON BIENAVENTURADOS NO ES PORQUE DIOS QUIERA LA POBREZA, SINO PORQUE TIENE N A DIOS POR GARANTE

Desde el siglo IV la iglesia de Siria consagraba un día a festejar a "Todos los mártires". Tres siglos más tarde, el Papa Bonifacio IV transformó un templo romano dedicado a todos los dioses, llamado pantheón, en un templo cristiano dedicándolo a "Todos los Santos". La fiesta en honor de Todos los Santos se celebraba inicialmente el 13 de mayo; fue el Papa Gregorio III quien la cambió al 1° de noviembre, que era el día de la "Dedicación" de la Capilla de Todos los Santos en la Basílica de San Pedro en Roma. 
Más tarde, en el año 840, el Papa Gregorio IV ordenó que la fiesta de "Todos los Santos" se celebraran universalmente. Como fiesta mayor, tuvo su celebración vespertina en la "vigilia" para preparar la fiesta (31 de octubre). 

1. Con toda claridad ha dicho el Concilio: "Todos los cristianos de cualquier condición y estado...son llamados por el Señor a la santidad" (LG 11), plenitud de la vida cristiana, perfecta unión con Cristo, fuente de toda gracia y santificación, e iniciador y consumador de la santidad, que nos ha dicho: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Sed limpios de corazón, sin doblez, sinceros, veraces y leales, sin mentiras ni trampas. No abandonéis a vuestros vecinos en la desgracia; preferid pasar por ingénuos, antes que pasar por encima de los demás para obtener éxito. Y es que si el bautismo es un injerto divino, Dios no nos va a injertar en su plenitud para que nos quedemos "enanos", sino para que consigamos el pleno desarrollo y demos mucho fruto (Jn 15,5). No ha depositado en el surco de nuestra persona con el sacramento del bautismo la semilla de Dios para que quede infecunda , sino para que crezca, se desarrolle y madure, pues la vida en el cielo es la expansión de la vida de la gracia recibida en nuestra incorporación a la Vida. 

2. Desde Antioquía, llegó a Roma, la capital del Imperio, Pedro a bordo, de una nave que desembarcó en Ostia y, en medio de un ambiente hostil y tan duro para la siembra del evangelio, aunque con una diminuta comunidad cristiana, se va abriendo calladamente y casi de modo imperceptible entre los judíos emigrantes y algunos romanos. Es curioso observar que los romanos que crucificaron a Cristo, sean ahora evangelizados por sus discípulos, que muy pronto comienzan a tener sus reuniones, primero en albergues paupérrimos, después en los barrios de los ricos, donde se mezclan matronas y patricios romanos con obreros y esclavos, en la casa del senador Pudente. Pero apenas comenzaban a extenderse y ya se precipitó la persecución del Imperio Romano contra ellos. Se ven obligados a reunirse en las catacumbas, y bajo Nerón, suena el grito de la gente: ¡Cristianos ad leones!, tras su edicto: "Cristiani non sint". Necesitaban ánimo y consuelo y Juan, en su Apocalipsis, se lo proporciona. Los que han seguido a Jesús, llegados de todas las partes del universo, triunfan, porque han vencido en la prueba: "Ví una muchedumbre inmensa. Oí el número de los marcados: ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel... Estos son los que vienen de la gran tribulación, que han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero" Apocalipsis 7, 14. La gran tribulación, alude a la persecución de Nerón, pero atraviesa los siglos y llega hasta hoy. "A estos hombres, cuya vida fue santa, se unió una gran muchedumbre de elegidos, que en medio de innumerables tormentos, dieron un extraordinario ejemplo" (dice San Clemente papa, tercer sucesor de San Pedro, en el año 95). 

2. Juan describe litúrgica y poéticamente el mundo de los creyentes en número simbólico de plenitud total: doce mil, correspondiente a la multiplicación por mil del número de las doce tribus de Israel. Allí "las hermosas flores blancas de la vírgenes, las resplandecientes flores de los doctores, los encarnados claveles de los mártires", en expresión de San Juan de la Cruz. 

3. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" 1 Juan 3,1. Somos la obra excelsa de su amor. No sólo nos ha creado, sino que también nos ha recreado, nos ha engendrado. Nos ha adoptado como hijos suyos, por su Hijo, por su Sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Trataré de explicarlo con sencillez: Un hombre es escultor. Y esculpe la imagen de un niño. Es el creador de ese niño, que se convierte en una criatura suya. El escultor quiere esa imagen. La hecho él. A él le debe la existencia. Ese mismo hombre otra vez, engendra a un hijo. Los dos son suyos, obra suya. Aquella imagen del niño, obra hermosa, pero muerta. Este niño, persona viva. ¡Qué diferencia! ¿A cuál de los dos niños amará más ese hombre: al niño imagen, o al hijo persona viviente?. Pero sigamos: Un hombre puede engendrar hijos, que tendrán su misma naturaleza, serán hombres. Pero Jesús nos ha dicho que Dios es nuestro PADRE. Y ahora viene lo inefable. Engendrar es el origen de un viviente procedente de otro viviente de la misma naturaleza. El padre que ha engendrado a un hijo, no lo ha hecho en virtud de la técnica del escultor que ha fabricado la imagen de un niño, sino en fuerza de su poder vivo. La imagen en madera de un niño no es de la misma naturaleza humana del escultor. Pero el hijo vivo, sí es un hombre. Al decirnos el Hijo de Dios, que Dios es nuestro Padre, nos está diciendo que somos dioses, porque el Padre es el que engendra. Pero Dios es DIOS y nosotros somos hombres. No podemos ser hijos naturales de Dios. Sólo podemos ser hijos por adopción. Pero, ¡alto! Porque el sentido de adopción jurídico de atribución gratuita de los derechos de hijo a un extraño, es puramente exterior, y la adopción divina es un cambio interior esencial y real, que nos hace partícipes de la misma naturaleza de Dios, y hermanos del Hijo Natural de Dios, Jesucristo. Y herederos con El de su gloria eterna. En el rosal silvestre, o escaramujo, de nuestra naturaleza humana, el Espíritu Santo ha hecho un injerto de su divinidad. Este es el misterio, pero real, que deberíamos tener más presente. ¡Somos hijos de Dios. "¡Insolente! –dijo la princesa hija del rey Sol francés Luís XIV, a su doncella: -¿no sabes que soy la hija del rey?- Y vuestra Alteza, ¿no sabe que yo soy hija de Dios?". Si somos hijos, somos amados, por Dios, que ama, incondicionalmente y sin límites. "Este es mi hijo muy amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). El Padre nos ama. Lo que han experimentado los místicos, no es exclusivo de ellos. La diferencia entre los místicos y los que no lo son, no está en la realidad, sino en la experiencia. Cada cristiano puede vivir la dulzura de la vivencia de San Juan de la Cruz: "¡Dios ocupado en halagar, acariciar y causarle deleite al alma como si fuera una madre que amamanta a sus hijos dándoles vida de su misma vida, mientras los besa y los llena de ternuras". Aquí se cumple lo de Isaías: "Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo" (Is 66,12) (Cántico espiritual leído hoy). Si somos hijos de Dios, estamos llamados a abrirnos a su amor. El mundo no nos conoce, no percibe esta realidad, pero nosotros, viviendo las bienaventuranzas, les convenceremos de que nuestras actitudes vitales no tienen sentido si Dios no es nuestro Padre. Por ser hijos suyos, debemos ser santos como El, que es bueno y cuida y mima a todos los seres que ha creado. Los hijos tienen los rasgos de sus padres. En eso consiste la santidad, que siendo obra de Dios, implica una unión tan íntima con El que nos hace vivir según el retrato suyo, que nos ha entregado en las bienaventuranzas y que de antemano ha vivido Jesucristo, nuestro Hermano Mayor. Mateo 5,1. Y que viviremos en la patria definitiva con Todos los Santos, donde viviremos en la vida de la Trinidad, amaremos en el amor de la Divinidad, veremos las maravillas de la Santidad, y gozaremos de los consuelos, alegrías y júbilos de Dios.