Solemnidad de la Ascensión del Señor 

Estaré con vosotros siempre

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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1. "El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios" Marcos 16,15. El hecho de la Ascensión, aunque fue contemplado por testigos, es un gran misterio. El cuerpo de Cristo fue glorificado y vuelto al Padre en el momento de su Resurrección, pero durante los cuarenta días en los que él comía y bebía familiarmente con sus discípulos, su gloria quedaba eclipsada bajo los rasgos de una humanidad como la nuestra. Hoy, después de comer con ellos, desaparece el eclipse que ocultaba su divinidad en una segunda Transfiguración, y sus discípulos vieron sobrecogidos, cómo se elevaba, y contemplaron cómo iba subiendo como en un vuelo majestuoso, hacia la gloria del Padre, simbolizada por la nube donde entra glorioso, hasta que se lo quitó de la vista Hechos 1,1. Pero no hay que entender la Ascensión como un viaje espacial de Cristo más allá de la estratosfera, sino como la entrada en una dimensión desconocida y nueva para nosotros. Cristo se va pero se queda con una presencia nueva y activa, actuante, misericordiosa y renovadora. Lo que nos quiere decir el autor sagrado de modo metafórico es que el Señor Jesús participó de la gloria, majestad y poder de Dios, como lo proclama el salmo:

2. "Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas; tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad" Salmo 46. Esta es la fiesta del futuro de la humanidad, y el corazón manifiesta la alegría de la victoria de nuestro Dios en su ascensión, que es la esperanza de los hombres. La Iglesia canta este salmo en armonía con el deseo de Dios de que todos los hombres se salven reconociendo a su Creador y dejándose introducir en la vida de Dios por la sangre de la Cruz del Redentor.

2. Al venir a este mundo nuestro, Jesús no se había separado del Padre. Con El estaba y con El vivía: "¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?" (Jn 14,10). Al mismo tiempo vivía con los hombres ocultando la presencia de su divinidad. No habría podido ser de otra manera, pues nadie puede ver el rostro de Dios en esta vida. Así se lo dijo a Moisés, que le pedía: Muéstrame tu gloria. Mi rostro, no puedes conseguir verlo; porque ningún hombre me verá, sin morir (Ex 33,18). Ahora que vuelve al Padre, tampoco deja de estar con los hombres, estando a la vez, con el Padre.

3. Como antes ocultó su presencia divina, encubre durante cuarenta días su presencia divina y humana. La humanidad que asumió y con la que padeció, ha sido glorificada. Un hombre como nosotros ha entrado ya en el cielo. Y como el hombre no puede aspirar a mayor dignidad y ni a más alta grandeza, nos había dicho: "Os conviene que yo me vaya" (Jn 16,7).

4. Antes de subir al cielo ha confiado a la Iglesia la misión de extender su evangelio por toda la tierra, de la misma manera que, cuando terminó la creación, entregó su desarrollo a los hombres. El ha comenzado la obra de la Redención y salvación, ahora son los hombres los que tienen que continuar y perfeccionar la obra: "Los Apóstoles se fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y él confirmaba y rubricaba su actuación con señales y milagros". Ahora en la tierra está presente en los Apóstoles y en los discípulos, es decir, en la Iglesia, hasta que vuelva otra vez, como ahora ha subido.

5. Jesús ha terminado su obra. Y deja ahora a la Iglesia, a los hombres nuevos, la corresponsabilidad de convertir el mundo en una tierra nueva, que hable lenguas nuevas, las lenguas del amor, venciendo serpientes y superando el mal del mundo, figurado metafóricamente en el veneno mortal y en la curación de las enfermedades, introduciendo a los hombres en el misterio trinitario de paz y de felicidad. “El que crea y se bautice, se salvará”

6. "Jesús ha vivido humanamente su propia filiación divina; quiso vivir biográficamente las vicisitudes de un hombre que siente en su propia índole personal el tener necesidades. Dimensión de Cristo que consiste en esa anulación concreta de ser, finita y humanamente, palestinamente, y en aquella época, un hijo de José y de María, carpintero que anda por las calles de Nazaret, para de esta manera experienciar su propia filiación divina. Estamos habituados a pensar que la otra vida deja de ser lo que es esta vida; pero no se insiste en que fundamentalmente no hay más que una vida, divinamente vivida de dos maneras distintas: una teniendo hambre, sed, etc, y otra, contemplando a Dios por toda la eternidad. No son dos vidas. No es una vida después de otra; es una misma vida divina. Esta manera de vivir experiencialmente su propia vida divina fue en Cristo el secreto de su intimidad personal. Cristo comunicó a los demás lo esencial de su vida divina para que los hombres, sumándose a ella y uniéndose a ella y entregándose a él, pudieran algún día ascender a ese secreto constitutivo de su propia filiación divina, que era el secreto de su vida personal" (Zubiri).

7. Comunicar ese secreto a los hombres. Misión fatigosa y gloriosa, pero realizada con su presencia y con su apoyo, su ejemplo y su ayuda, porque él no ha dejado la tierra, ni a su Iglesia, sola y desamparada: "Estoy siempre con vosotros hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20). En su Corazón palpitan todos nuestros afanes. El ha llevado consigo todas nuestras angustias y zozobras, personales y colectivas, las de todo el mundo, que conoce muy bien. Y nuestros éxitos y conquistas, son suyos también. Nos sigue y nos vivifica con su Espíritu, que les ha prometido: «Voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos con la fuerza de lo alto» (Lc 24, 49). El Padre derramará sobre ellos el don prometido, que El, con su Pasión y muerte, nos ha merecido. Bien lo necesitaban aquellos discípulos, a quienes antes les ha reprendido su incredulidad y dureza de corazón.

8. Que Jesús se vaya al cielo, no nos permite pensar la Ascensión como el paso de un lugar a otro, sino como un cambio de estado en El y en nosotros, donde va a comenzar a vivir: "Si alguien guarda mis mandamientos, vendremos a él y haremos nuestra morada en él" (Jn 14,16). Si penetramos con nuestro ojo interior en el más profundo centro de nuestro ser, ahí encontraremos a Cristo, viviendo en nosotros y siendo colaborador y testigo del bien, y reparador sabio y paciente del mal que hacemos y suplente del bien que dejamos de hacer. Este es un misterio de fe, cuyo conocimiento y vivencia nos hará más felices que todos los tesoros y placeres del mundo. Tenemos fe, pero el problema no es la que tenemos, sino la que nos falta. No dejemos de pensar y agradecer que él nos ha incorporado a El, que al darnos el bautismo, nos ha introducido en El.

9. La despedida de Cristo a sus discípulos, con la que concluye Marcos su evangelio, no sólo constituye «la meta hacia la que discurre la trayectoria de nuestra historia personal y universal», sino también un momento privilegiado para vislumbrar la presencia de la Trinidad en acción. El misterio de la Pascua de Cristo traspasa la entera historia de la humanidad, y la trasciende. Con el pensamiento y con el lenguaje humano podemos bucear y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, a pesar de que habla de «resurrección», según el antiguo Credo, que Pablo recibió y transmite en la Primera Carta a los Corintios (15,3-5), recurre también a otra formulación para delinear el significado de la Pascua. Juan y Pablo, lo presentan como «exaltación» o «glorificación» del crucificado. Para Juan la cruz de Cristo es el trono real, que se apoya en la tierra pero que penetra en los cielos. Cristo se sienta como Salvador y Señor de la historia: «Y yo cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12, 32). Pablo, en el himno que engarza en la Carta a los Filipenses, después de haber descrito la profunda humillación del Hijo de Dios con su muerte en la cruz, celebra así la Pascua: «Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (2,9).

10. Bajo esta luz. tiene que ser comprendida la Ascensión de Cristo al cielo, la última aparición de Jesús, que «termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 659). El cielo, al ser la zona cósmica que está por encima del horizonte terrestre donde se desarrolla la existencia humana, es el signo de la transparencia divina. Cristo, después de haber recorrido los caminos de la historia y de entrar en la obscuridad de la muerte, frontera de nuestra condición finita y precio del pecado (Rom 6,23), vuelve a la gloria, que comparte con el Padre y con el Espíritu Santo desde la eternidad (Jn 17,5), llevando consigo a la humanidad redimida. San Pablo en la Carta a los Efesios afirma que «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó juntamente con Cristo y nos hizo sentarnos con él en los cielos en Cristo Jesús» (2, 4). Así se ha cumplido ya en la Madre de Jesús, María, cuya asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.

11. Masaccio, en la «Trinitas in cruce» en Santa María Novella de Florencia, representó a Cristo crucificado abrazado por el Padre, con la paloma del Espíritu Santo aleteando entre los dos, intuyendo la presencia de toda la Trinidad en la Ascensión de Cristo glorioso. En esta imagen la cruz se convierte en símbolo de unión que reúne la humanidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria. Lucas, antes de presentar al Resucitado como sacerdote de la Nueva Alianza, bendiciendo a sus discípulos y elevándose de la tierra para ser conducido a la gloria del cielo (24,50), les ha abierto la inteligencia para que entiendan las Escrituras que anunciaron el designio de salvación del Padre, por la muerte y la resurrección del Hijo, manantial de perdón y de liberación (24, 45), nos hace vislumbrar la presencia de las tres divinas personas en la descripción de la Ascensión.

12. Y en las mismas palabras de Jesús Resucitado, se perfila el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente de fuerza y de testimonio apostólico. Si en Juan el Paráclito es prometido por Cristo, en Lucas el don del Espíritu ha sido prometido por el Padre. De la lectura de Lucas se desprende que cuando comienza el tiempo de la Iglesia, está presente toda la Trinidad, pues escribe que Jesús exhorta a los discípulos a «aguardar la promesa del Padre», cuando serán «bautizados en el Espíritu Santo», en Pentecostés Hechos 1, 4.

13. La ascensión es, pues, una epifanía trinitaria que indica la meta hacia la que discurre la

trayectoria de nuestra historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal ha de pasar por la disolución en el polvo de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia lo alto y hacia Dios, siguiendo a Cristo como camino y guía.

14. Así podemos, fundados en esta certeza gozosa, dirigirnos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu, que se revela en la Cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación de la beata Isabel de la Trinidad: «Oh, Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme en ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad... ¡Apacigua mi alma! Haz en ella tu cielo, tu morada preferida y tu lugar de descanso... Oh mis tres, mi todo, mi beatitud, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono en ti..., en la espera de poder contemplar en la luz el abismo de tu grandeza».

15. Pensando con realismo, pero con esperanza, que hay aún 5.000 millones de hombres a quienes no ha llegado el evangelio, el arzobispo Marcello Zago, Secretario de la Congregación vaticana para la Evangelización de los Pueblos ha dicho que en los años cincuenta, cada familia religiosa «era un mundo cerrado sobre sí mismo, se consideraba el mejor y tenía pocos contactos con las otras comunidades. El hábito era el signo distintivo, y fuente de seguridad y de identidad». Y recalcó la necesidad actual de alentar la interacción y la búsqueda de caminos nuevos para promover y favorecer la comunión y la ayuda mutua entre los Institutos de Vida Consagrada y crear relaciones de confianza, pues la polémica y el enfrentamiento no ayudan al diálogo. El meollo de la ética cristiana no lo cons-tituye la exhortación de los escritos neotestamentarios a someterse a la autoridad establecida (Rom 13, l; 1 Pe 2,13), a trabajar tranquilamente (2 Tes 3,12), a vivir correctamente y sin llamar la atención entre los pa-ganos (1 Pe 2,11.15) y a soportar si llega el caso el sufrimiento in-merecido con la mirada puesta en el Señor. Cristo fue treinta años obrero manual y tres años obrero espiritual antes de sufrir tres días, morir, resucitar y ascender al cielo. Nadie sino Cristo, y no sólo el Cristo individual, sino en el Cristo en cuanto cabeza de la Iglesia y del universo, y siempre con novedad, puede introducir en su ser a los enviados y seguidores. Estamos bajo la ley del Resucitado: él nos pone en el camino de la cruz, y nosotros recorremos nuestro camino hacia la cruz con la fuerza y la esperanza de quien ha vencido ya al resucitar. La Iglesia y los cristianos no pueden situarse en el triduo pascual: su puesto no está ni delante ni detrás de la cruz. Su puesto está a ambos lados: mirando de un sitio al otro, pasando de un sitio al otro, pero sin afincarse en ninguno de los dos. Hay Uno que es la identidad de la cruz y la resurrección, y en ese Uno se pierde la existencia cristiana y eclesial: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo, como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya viva-mos, ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de vivos y muertos» (Rom 14,7). (Hans Urs Von Balthasar).

16. Dispongámonos a hacer esto poquito que está en mí, como decía Santa Teresa, para que llegue a todos los hombres la salvación de Dios. Cuando el sol se estaba poniendo, dice Tagore, exclamó: "¿No hay nadie que me releve? Y la lámpara de arcilla respondió: Yo haré lo que pueda". Es lo que hemos de pensar y hacer cuando Jesús sube al cielo. Al celebrar el sacramento de la fe, nos envuelve la presencia de Cristo glorificado que nos alienta y obra en nosotros su acción redentora y liberadora.