Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

Tratado de los novísimos o escatológicos: La muerte

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

Santo Tomás quiso escribir el tratado de los Novísimos, pero la enfermedad y la muerte se lo impidieron. Para terminar la carta magna de la Teología que es la Suma, se recurrió al comentario del Angélico a los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo. El tratado de los Novísimos junto con la última parte de la penitencia, la extremaunción, el orden y el matrimonio, son pues, de Santo Tomás, pero de un Santo Tomás veinte años más joven. Les falta madurez. Hemos de completar su doctrina con otras partes de la Suma y de otros tratados. 

EXIGENCIA NATURAL

La muerte es la separación del cuerpo y el alma, creados para formar el compuesto humano. Esta exigencia de permanecer juntos y no separarse, razona Santa Teresa, es la que le hace pedir socorro para respirar y quejarse, cuando en trance místico, se siente con inmensas ansias de morir por ver a Dios. El origen de la muerte no está en el alma, sino en el cuerpo. Dice santo Tomás en 1-2, 85,a 6: "El cuerpo está compuesto de elementos contrarios y por esto la corruptibilidad del cuerpo es causa de que el cuerpo se disuelva. En consecuencia el hombre muere por imposición de la materia, no de la forma". La muerte le sobreviene al hombre por exigencias del cuerpo; las del alma más bien le conducirían a la inmortalidad" (De malo, 5, a 5). 

SANCION

La muerte tiene valor de sanción o castigo, y por tanto tiene carácter penal, en cumplimiento de las palabras del Génesis: "No comáis, el día que comiereis, moriréis" (Gn 2, 17).Y discurre Santo Tomás: "Desaparecida la justicia original, la naturaleza humana se hizo corruptible, por el desorden que esto produjo en el cuerpo; por eso la substracción de la justicia primitiva, tiene razón penal", dice santo Tomás (1-2, 85, 5). 

EXPIACION

La muerte es expiatoria y tiene carácter reparador. El hombre al pecar hizo tres males: La ofensa de Dios, que los teólogos designan por el mal de Dios. El reato de culpa, que es el mal moral del hombre. Y el reato de pena, que tiene características de mal físico, también del hombre. Este mal coincide con el castigo. Cristo murió para reparar estos tres males que el hombre cometió al pecar. El mal de Dios fue reparado por el valor de latría del sacrificio del Redentor y atrajo la bendición para el hombre. El valor propiciatorio del sacrificio reparó el mal de culpa; el valor satisfactorio, el de pena. Así quedó terminada la obra de la muerte de Cristo en su fase primera, lo que constituye la obra del Redentor. Lo que ahora falta es la aplicación a cada hombre, que cada hombre ha de aceptar; esto es la obra de los redimidos. 

SACRAMENTOS Y BUENAS ACCIONES

Por los sacramentos y las buenas obras llegan los valores de la muerte de Cristo a los hombres. Entre las buenas obras se cuenta la muerte, para la que Cristo ganó con la suya capacidad de sacrificio cultual, expiatorio y satisfactorio. 

Y así, la muerte del cristiano, aceptada por amor, recibe el valor de la triple reparación de la muerte del Redentor. 

La muerte es camino hacia la plenitud de la vida, tanto biológica como de gracia. Por el Bautismo hemos entrado y participado en la muerte de Cristo, dice vigorosamente san Pablo, (Rm 6, 5). 

Santo Tomás dice: "La satisfacción de Cristo tiene efecto en nosotros porque nos incorpora a él como los miembros a la cabeza..., por eso configurados con el Señor a través de nuestra pasión y nuestra muerte, somos conducidos a la gloria inmortal" (3,49 a 3). 

INCORPORADOS A CRISTO

La muerte de Cristo es camino para la vida inmortal del cuerpo, y para la plenitud de la vida del alma, que se obtendrá en la gloria. Como miembros vivos de Cristo Cabeza logramos que su pasión y muerte nos lleven a la vida inmortal del cuerpo y del alma. 

La muerte para el cristiano no tiene sólo carácter de término, sino de punto de partida. Con la muerte termina la vida terrena, primera etapa, pero sigue la segunda etapa en la que se plenifica la vida con la vida de allá, ya eterna. El cuerpo muere, no para convertirse en tierra sino para resucitar. El hombre muere no para desaparecer definitvamente, sino para aparecer de nuevo inmortal. 

La muerte de Cristo que ha destruido el pecado, nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" (Rm 6, 4), a través de una continuada muerte y resurrección: Así pudo decir el Apóstol: "Cada día muero" (1 Cor 15,31). 

Así es como caen los confines entre la vida y la muerte, porque "Cristo es la resurrección y la vida; el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá". Esta realidad de fe no elimina la sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. 

LA FALTA DE LÓGICA DEL MUNDO.

El mundo secularizado "en el que el pecado ha adquirido carta de ciudadanía y la negación de Dios se ha difundido en las ideologías, en los conceptos y en los programas humanos" en palabras de Juan Pablo II, divide la vida humana en dos realidades biológicas contrarias: la vida y la muerte. En consecuencia pretende extraer de la vida el máximo rendimiento en éxito, poder, dinero y placer, y ante la muerte experimenta horror, espanto, desesperación y angustia. en éxito, poder, dinero y placer: "Todo esto te daré si cayendo a mis pies, me adorares". Y este es el afán de los impíos: "Coronémonos de rosas antes de que se marchiten" (Sb 2, 8). "Comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1 Cor, 15, 32).

Frente a la muerte que evidencia la debilidad, el dolor, la soledad, la impotencia, el fracaso y la destrucción, se teme y se experimenta horror, espanto, desesperación y angustia. E inconscientemente se adopta la actitud del avestruz, y, como si la muerte no existiera, se la silencia. 

E inconscientemente, adopta la actitud del avestruz, y se quiere vivir como si la muerte no existiera. Luis XIV, el rey Sol francés, sentía tal horror ante la muerte, que se construyó el Palacio de Versalles, tratando de escapar de la proximidad del panteón de los Reyes de Saint Donis en San Germain, porque le recordaba la muerte. Un día que el predicador del soberano, exclamó conmocionado en el sermón: "Todos mueren, Majestad", se levantó furioso el rey del trono, lanzó una mirada fulminante que estremeció al orador, que todo azarado, le hizo corregirse: -"Casi todos, Majestad". 

En resumen, se absolutiza la vida terrena y se repulsa a la muerte, que se ha convertido en tabú. No se puede hablar de ella; se habla muy poco de la muerte. La construcción de ciudades de muertos, deshumanizadas, es el síntoma de esta cultura. Esta filosofía se limita a una visión terrena de la vida que se queda en las fronteras de este mundo. Los cristianos hemos de tener el coraje de ir más allá y preguntarnos por el sentido de la muerte. La fe en la resurrección es la gran novedad del mensaje evangélico. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena, nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo le añade, resurrección.

LA PROTESTA DE LA NATURALEZA

En cada hombre se oculta una protesta y un terror inevitable ante la muerte. Este hecho no puede ser explicado por una antropología metafísica, pues reconociendo que el hombre por ser espiritual es inmortal, sabe también que siendo criatura biológica tiene que morir. Por tanto hemos de deducir que, aunque la muerte está en manos de Dios, la angustia del hombre ante la muerte es consecuencia del pecado y no castigo impuesto por Dios desde fuera sin conexión intrínseca con el delito, (Rm 6,23). La verdadera pena del pecado es interior y va unida a la misma culpa, y consiste en la privación de la cercanía de Dios como consecuencia del distanciamiento de la voluntad humana y libre, de él. El hombre, criatura de Dios, se estremece desde la raíz de su ser elevado por la gracia, ante el misterio último de vacío del misterio de iniquidad, porque la gracia que actúa en él, le llama incesantemente y con urgencia. Como reacción y resultado se absolutiza la vida terrena y se rechaza la muerte, que ha quedado convertida en tabú, por lo que se habla muy poco de ella. Julián Marías en España, y Jean Guitton en Francia, han hecho notar esta carencia en la cultura y de la predicación de hoy. Ahora, casi ocurre con la muerte, como antes con el sexo que apenas si se hablaba del tema, y se han invertido los términos.

LA ESPERANZA

Pero como "el hombre no puede vivir sin esperanza porque su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable" (Documento del Sínodo para Europa, 23 de octubre de 1999), de tal manera que muchos increyentes desearían gozar de esa esperanza, ante esta visión terrena de la vida que se queda en las fronteras de este mundo, los cristianos hemos de tener el coraje de oponer la visión cristiana de la vida y de la muerte con la fe en la resurrección, que es la gran novedad del evangelio de Jesús. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena y nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión invasora biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo añade: Resurrección. No hay una separación, sino una continuación y consumación de la misma vida.

NACIDOS POR EL BAUTISMO.

Por el Bautismo hemos penetrado los cristianos en la muerte de Cristo que destruye el pecado y nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" (Rm 6,4), a través de la continuada muerte y resurrección que anuncia San Pablo: "Cada día muero" (1 Cor 15,31). Por el bautismo somos crucificados con Cristo, y por la vida cristiana vivida por el hombre bautizado se consuma en nosotros la muerte de Cristo. Cristo, la resurrección y la vida, que ha dicho que, "el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá", es el que derriba el muro entre la vida y la muerte con la fuerza de su RESURRECCION.

Cristo ha vencido en su propio terreno a la muerte. En torno de la carita de una niña zurea una avispa. Aterrorizada, grita la niña. Corre su madre y abraza a la niña y la avispa clava su aguijón en el cuerpo de la madre. La carne preciosa de Cristo ha sido el cebo donde la muerte ha sido muerta. "¡Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo!" Así puede Pablo apostrofar con fuerza: "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Cor 15,55). "Yo los salvaré del poder de la muerte" (Os 13,14).

"¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?/. En lugar de la muerte tenía la luz", escribió un poeta. 

Y otro de los nuestros:
"Morir sólo es morir.
Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva 
y encontrar lo que tanto se buscaba" 

(Martín Descalzo).

REALIDAD AMBIVALENTE DE LA MUERTE.

Sin embargo la realidad de fe no elimina la sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. ¿No lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo? (Jn 11,40). Y ¿no se sintió triste hasta la muerte en Getsemaní y pidió al Padre que pasara de Él el cáliz (Mt 26,39). Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo viviendo una vida nueva en la que nos encontraremos a nosotros mismos, pero de un modo diverso: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual" (1 Cor 15,42). 

EL DOLOR DE LA SEPARACION

Lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo. Y él mismo en Getsemaní se sintió triste hasta la muerte y pidió que pasara de El el cáliz. Hablaba su sensibilidad humana. Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo. Dice el Concilio Vaticano II que "el máximo enemigo de la vida humana es la muerte". El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Piensa por consiguiente muy bien cuando, guiado por un instinto de su corazón, detesta y rechaza la hipótesis de una ruina total y de una desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" (G et S 18). 

LA COMUNICACIÓN ULTRATERRENA 

A nuestra mente acuden nombres de personas, rostros, palabras hermosas, que llenan el recuerdo de los días vividos juntos, o de sufrimientos que nos hacían llorar viendo el dolor de los que hemos amado, que nos dolía casi más que si lo sufriéramos nosotros impotentes para apagarlo y se nos representan los lugares animados por personas queridas y amadas. San Agustín nos cuenta su tristeza al morir su madre y su llanto copioso. El lenitivo nos lo ofrece la fe. Pensemos que están con nosotros. Si son invisibles, no están ausentes. Nos podemos comunicar con ellos. Están presentes con su oración, inspiraciones, por su amor que permanece completamente purificado, o en vías de purificación. Santa Teresa, que ha sentido "unas ansias grandísimas de morirse, y así con lágrimas muy frecuentes pide a Dios que la saque de este destierro", dice que le hacían más compañía los amigos de allá, que los que la rodeaban acá.Por eso ofrecemos nuestra oración y sobre todo la Eucaristía, para que la Sangre de Cristo la acelere

FECUNDIDAD DEL GRANO QUE MUERE.

Una solemne y certera afirmación del Concilio Vaticano II, asegura que "el máximo enemigo de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Juzga con instinto certero, cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y de la desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" (GS 18. "Si el grano no cae en la tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, produce mucho fruto"(Jn 12,24). De ese grano muerto en el calvario y enterrado, han brotado tres espigas: la de la vida celeste, la de la vida que se purifica y la que peregrina en este mundo. Las tres están unidas en la caridad. Estamos unidos con nuestros difuntos, pues la familia no se divide, sino que se transfigura en la ciudad celeste y ellos nos ven, como el jardinero ve las rosas en el jardín, aunque las rosas, que viven una vida inferior, no vean al jardinero. Nosotros somos esas rosas visibles para ellos pero ciegos para verlas.

EL NACIMIENTO TRAUMÁTICO.

Los que se fueron, ante la muerte se han sentido como el niño que va a nacer: Al tener que salir del seno materno al aire y la luz de este mundo, si el niño tuviera conciencia de su momento, creería que iba a morir. Está sintiendo la pérdida total de su estado de vida que goza, de la seguridad en que se encuentra y de todo lo que ha sido y es el medio ambiente de su vida encerrada, pero que no conoce otra. Al despojarle totalmente de ese medio con la incertidumbre o ignorancia de lo que viene, desconocido e inseguro, aunque después no recordará nada, sufre más él que la madre que lo da a luz, porque al perder la respiración que era la propia de la madre, no goza aún de su respiración nueva. De tal manera que si la naturaleza no le obligara nadie nacería. Si en el seno de la madre quedaran más niños, al ver sufrir tantas angustias al que está naciendo, todos creerían que moría, y nadie que nacía. Pero los que están en este mundo esperando su nacimiento, saben que el niño no muere, sino que nace, y todos lo esperan ansiosos con alegría. De hecho, a la muerte, la Iglesia la llama dies natalis. La realidad es que va a comenzar una nueva etapa en su vida: va a gozar de una vida más plena, para lo cual era preciso dejar los harapos de la anterior, para comenzar a vivir en el ambiente de Dios infinito, inmenso y tododichoso y en el hogar de su seno. Nunca añorará su vida anterior, que sería añorar la placenta en que vivía. El dolor que le ha costado el nacer es consecuencia del pecado original. Cristo Resucitado ha ganado esta victoria para el hombre, lleno de ansiedad y pobre ante el misterio de la muerte, liberándolo de la muerte con su propia muerte.

LA CAUSA QUE SE SEPARA EN BUSCA DE SU NUEVA ORBITA

La muerte es pues un episodio, un paso, una pascua, una transformación. En realidad no hay muerte, sino superación de vida, como el gusano de seda no muere sino que se transforma en mariposa. Habrá dolores, porque el grano de trigo no muere sin destrucción. El despojo que la muerte obra en el hombre para pasar a la vida nueva, se obra con dolor y quebranto. Pero no nos fijemos exclusivamente en esa destrucción olvidando sus consecuencias en el más allá. Iluminados por la fe hemos de contemplar a nuestros difuntos camino de la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la muerte, y con su Resurrección nos dio la vida. Cristo ha hecho de su muerte el momento más trascendente de su vida, para llevarlos a su seno donde viven y vivirán para siempre unidos a nosotros.