La Madre Teresa. El fulgor de Dios

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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Era un excelente programa de la 2 de TVE. Su nombre no lo recuerdo. Sí el del presentador magnífico: José Soler Serrano. Entrevistaba a la Madre Teresa de Calcuta. La figura del presentador, arrogante, elocuente, simpático, dominador, con muchas tablas. La de la Madre Teresa pequeña, muy pequeña, nada bella físicamente, surcada de arrugas su frente, su rostro, sus manos, un manojo de sarmientos. Desmañada, encorvada, doblada. El periodista comenzó la entrevista con gran empaque. La monjita respondía desgranando unas palabras como musitadas, desproporcionadas a las del Goliat que le preguntaba con sus potentes armas descriptivas, chispeantes, atractivas. Pero, poco a poco, la figura de la monjita fue creciendo, y ¡oh milagro!, la del Goliat periodista, menguando, disminuyendo, empequeñeciendo, no diré acomplejado, pero rendido, asombrado, reverente, vencido, Goliat ante un David crecido. Emocionado yo también, admiré el poder del espíritu superando a la técnica con tal evidencia, que no pude menos de exaltar y glorificar el fulgor de Dios sobre la opacidad de las obras humanas. Ví el brillar de una Santa que, vamos a ver y a venerar dentro de unas semanas, en los altares.  

Otro día fue en Roma. El aula Pablo VI luce rebosante. 6000 sacerdotes reunidos de todas las naciones, esperan. Presentaron en el estrado a la Madre Teresa de Calcuta, que iba a hablar a aquella enorme y culta asamblea. Después de los aplausos de la presentación se hizo un gran silencio. Comenzó a hablar aquella mujer menuda y apenas si decía nada, muchos sacerdotes aquí y allá se ponían de pie, porque casi no se la veía. Descendió las gradas del estrado y desfiló por el pasillo saludando con inclinaciones de cabeza, las manos cruzadas sobre el pecho y con una sonrisa maternal y bondadosa, que iluminaba todo su rostro. Atronaron los aplausos largo rato. Me susurró un compañero canadiense: No sabe hablar, apenas se la ve y míranos a todos embobados y entusiasmados… Era el esplendor de Dios que se reflejaba en ella, como la aureola irresistible de Moisés cuando descendía del Sinaí. La Madre Teresa de Calcuta. La persona que ha cautivado al mundo.  

Otro vez en Calcuta. Su entierro. Su apoteosis. El mundo a sus pies. Las coronas innumerables de flores blancas, llegadas de todas las procedencias, testimoniando el respeto, la devoción asombrada del orbe entero, rendido ante el heroismo de esta mujer, que no ha querido convencer, sino demostrar. Demostrar que Jesús está en los pobres más pobres, en los niños no nacido y en los pobres moribundos. Entonces dijo Juan Pablo II.  "Sigue viva en mi memoria su diminuta figura, doblada por una existencia transcurrida al servicio de los más pobres entre los pobres, pero siempre cargada de una inagotable energía interior: la energía del amor de Cristo". Ante el atúd de la Madre Teresa ví, entre las muchas personalidades que desfilaron ante la urna en aquella iglesia de Santo Tomas, al primer ministro indio, Inder Kumar Gujral, que dijo estas palabras solemnes: " En la primera mitad del siglo XX tuvimos al Mahatma Gandhi tuvimos en la India  al Mahatma Gandhi,  para enseñarnos a luchar contra la pobreza; en la segunda mitad, hemos tenido a la Madre Teresa, para mostrar el camino para ayudar a los pobres". Al marcar los siglos el primer ministro, a mí se me ocurre afirmar: Francisco de Asís vino en el siglo XIII a Europa, a reconstruir la Iglesia que se requebrajaba. Al finalizar el siglo XX, la Madre Teresa ha venido a Asia, para alentar al mundo a defender la vida, la vida de los pobres. Las mujeres sollozaban y llevaban coronas de flores blancas. Se arrodillaban ante el féretro, cubierto con la bandera nacional, y  le decían: "Ah madre, ah madre". Y yo busco sus raices. Y en seguida, me encuentro con su oración.

 

Madre Teresa de Calcuta, ante todo, una mujer de oración.  

Es ella misma la que nos lo dice: “No creo que haya nadie que necesite tanto la ayuda de Dios como yo. A veces me siento impotente y débil. Creo que por eso Dios me utiliza. Como no puedo fiarme de mis fuerzas, me fío de él las veinticuatro horas del día. Y si el día tuviera más horas, más necesitaría su ayuda y su gracia. Todos debemos aferrarnos a Dios por la oración. Mi secreto es muy sencillo: la oración. Por ella me uno al amor de Cristo; orar es amarle. En realidad sólo hay una oración importante: la del propio Cristo. Una sola voz que se eleva sobre la tierra: la voz de Cristo. La oración perfecta no se compone de muchas palabras sino del fervor del deseo que eleva el corazón hacia Jesús. Ama para orar. Siente la necesidad de orar con frecuencia durante el día. La oración agranda el corazón hasta que éste es capaz de contener el regalo de Dios de Sí mismo. Pide, busca, y el corazón te crecerá bastante para recibirlo y tenerlo como tuyo propio. Deseamos con todas nuestras fuerzas orar bien y no lo conseguimos; entonces nos desalentamos y renunciamos. Para orar mejor hay que orar más. Dios permite el fracaso pero no le gusta el desaliento. Quiere que seamos más infantiles, más humildes, más agradecidos en la oración; que recordemos que todos pertenecemos al cuerpo místico de Cristo, que está siempre en oración.

 

LA MADRE TERESA ES MAESTRA DE ORACIÓN

Es necesario que nos ayudemos los unos a los otros con nuestras oraciones. Liberemos nuestra mente; no recitemos oraciones largas, sino cortas y llenas de amor. Oremos por aquellos que no oran. Tengamos presente que si queremos ser capaces de amar debemos orar. La oración que procede de la mente y el corazón se llama oración mental. Nunca olvidemos que vamos rumbo a la perfección y que debemos aspirar a ella incesantemente. Para alcanzar ese objetivo, es necesario practicar cada día la oración mental. Dado que la oración es el aliento de vida para nuestra alma, la santidad es imposible sin ella. Sólo mediante la oración mental y la lectura espiritual podemos cultivar el don de la oración. La simplicidad favorece enormemente la oración mental, es decir, olvidarse de sí misma trascendiendo el cuerpo y los sentidos y haciendo frecuentes aspiraciones que alimenten nuestra oración. San Juan Mª Vianney dice: «Para practicar la oración mental cierra los ojos, cierra la boca y abre el corazón». En la oración vocal hablamos a Dios; en la mental El nos habla a nosotros; se derrama sobre nosotros. Nuestras oraciones deberían ser palabras ardientes que provinieran del horno de un corazón lleno de amor. En tus oraciones habla a Dios con gran reverencia y confianza. No te quedes remoloneando ni corras por delante; no grites ni guardes silencio, ofrécele tu alabanza con toda el alma y todo el corazón, con devoción, con mucha dulzura, con natural simplicidad y sin afectación. Por una vez permitamos que el amor de Dios tome absoluta y total posesión de nuestro corazón;  permitámosle que se convierta en nuestro corazón, como una segunda naturaleza; que nuestro corazón no permita la entrada a nada contrario, que se interese constantemente por aumentar su amor a Dios tratando de complacerlo en todas las cosas sin negarle nada; que acepte de su mano todo lo que le ocurra; que tenga la firme determinación de no cometer jamás una falta deliberadamente y a sabiendas, y que si alguna vez la comete, sea humilde y vuelva a levantarse inmediatamente. Un corazón así orará sin cesar. La gente está hambrienta de la Palabra de Dios para que les dé paz, unidad y alegría. Pero no se puede dar lo que no se tiene, por lo que es necesario intensificar la vida de oración.

 

Sinceridad y humildad

Sé sincero en tus oraciones. La sinceridad es humildad, y ésta sólo se consigue aceptando las humillaciones. Todo lo que se ha dicho y hemos leído sobre la humildad no es suficiente para enseñarnos la humildad. La humildad sólo se aprende aceptando las humillaciones, a las que vamos a enfrentarnos durante toda la vida. Y la mayor de ellas es saber que uno no es nada. Este conocimiento se adquiere cuando uno se enfrenta a Dios en la oración. Por lo general, una profunda y ferviente mirada a Cristo es la mejor oración: yo le miro y Él me mira. Y en el momento en que te encuentras con Él cara a cara adviertes sin poderlo evitar que no eres nada, que no tienes nada. Es difícil orar si no se sabe orar, pero hemos de ayudarnos. El primer paso es el silencio. No podemos ponernos directamente ante Dios si no practicamos el silencio interior y exterior.

 

EL SILENCIO

El silencio interior es muy difícil de conseguir, pero hay que hacer el esfuerzo. En silencio encontraremos nueva energía y una unión verdadera. Tendremos la energía de Dios para hacer bien todas las cosas, así como la unidad de nuestros pensamientos con sus pensamientos, de nuestras oraciones con sus oraciones, la unidad de nuestros actos con sus actos, de nuestra vida con su vida. La unidad es el fruto de la oración, de la humildad, del amor. Dios nos habla en el silencio del corazón. Si estás frente a Dios en oración y silencio, El te hablará; entonces sabrás que no eres nada. Y sólo cuando comprendemos nuestra nada, nuestro vacío, Dios puede llenarnos de Sí mismo. Las almas de oración son almas de gran silencio. El silencio nos da una nueva perspectiva acerca de todas las cosas. Necesitamos silencio para llegar a las almas. Lo esencial no es lo que decimos sino lo que Dios nos dice y lo que dice a través de nosotros. En ese silencio Él nos escucha; en ese silencio El le habla al alma y en el silencio escuchamos su voz. Escucha en silencio, porque si tu corazón está lleno de otras cosas no podrás oír su voz. Cuando le hayas escuchado en la quietud de tu corazón, entonces tu corazón estará lleno de El. Para esto se necesita mucho sacrificio, y si realmente queremos y deseamos orar hemos de estar dispuestos a hacerlo ahora. “Regalo y oración so se compadecen, decía Santa Teresa. Estos sólo son los primeros pasos hacia la oración, pero si no nos decidimos a dar el primero con determinación, nunca llegaremos al último: la presencia de Dios. Esto es lo que hemos aprendido desde el principio: a escuchar su voz en nuestro corazón y a que en el silencio del corazón El nos hable. Así, de la plenitud del corazón tendrá que hablar nuestra boca. Esa es la conexión. Dios habla en el silencio del corazón y uno ha de escucharlo. Después, de la plenitud del corazón, que está lleno de Dios, de amor, de compasión, de fe, hablará la boca. No hay que olvidar que antes de hablar es necesario escuchar; sólo así hablaremos a partir de la plenitud del corazón y entonces Dios nos escuchará. Las personas contemplativas y los ascetas de todos los tiempos y religiones han buscado a Dios en el silencio y la soledad de los desiertos, selvas y montañas. El propio Jesús pasó cuarenta días en el desierto y en las montañas comunicando durante largas horas con su Padre en el silencio de la noche. Nosotros también estamos llamados a retirarnos cada cierto tiempo para entrar en el silencio y la soledad más profunda con Dios.