Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

La Iglesia celestial 

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

San Agustín comienza el libro de sus Confesiones destacando la necesidad humana del cielo con la conocida y famosa frase: "Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios" (1,1); y en La Ciudad de Dios, declara que "Dios es la fuente de nuestra felicidad y la meta de nuestros deseos" (10,3) y termina con un párrafo de antología: allí "descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos" (22,30). La Sagrada Escritura utiliza varias expresiones e imágenes para expresar el cielo, manteniendo así abierta la perspectiva de lo inefable, pero la formulación que ha prevalecido es la existencia de “un nuevo cielo y una nueva tierra”, para significar que la creación entera está destinada a convertirse en recipiente de la magnificencia divina. En Isaías leemos: “He aquí que hago unos cielos nuevos y una tierra nueva” (65,17). En el Apocalipsis: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Y en San Pedro: “Nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva” (2 Ped 3,13). De hecho, Santo Tomás con todos los escolásticos afirman: “Que toda la creación está vinculada a la bienaventuranza celestial, y que el mundo, creatura de Dios, es un fragmento accidental de la alegría definitiva de los que se salvan.

SIGNIFICADO DE LA PALABRA CIELO

Para designar el cielo usamos el término “arriba”, porque la fuerza simbólica de esta palabra refleja de modo natural la altura. La tradición cristiana utiliza esta palabra para expresar la plenitud definitiva de la existencia humana absorbida en el amor consumado, hacia el que se encamina la humanidad por la fe. Esa plenitud no es para el cristiano simple música de futuro, sino representación de lo que ocurre en el encuentro con Cristo que, fundamentalmente, en lo esencial ya está presente. Así pues, cuando hablamos de Iglesia Celestial, no nos estamos perdiendo en fantasías, sino conociendo con más profundidad la presencia oculta en nosotros que nos da la vida de verdad y que, sin embargo, dejamos que nos la y oscurezca y oculte lo que parece real y es aparente, y que eso, que es sombra, nos aleje de la vida. Vivir ya en Cristo es vivir en el Camino, en la Verdad y en la Vida y eso es el cielo, llegar a esa plenitud que no deja ya más que desear, a los que vivimos las realidades aparentes, que siempre deseamos y nunca nos sacian. Sólo el cielo será la llenez de toda nuestra capacidad de desear cuando “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con él” (Ef 2,6).

DOCTRINA DEL CONCILIO VATICANO II

"Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y destruida la muerte lo tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo uno y trino tal cual es. Todos sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos en El. Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad... no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra...Su solicitud fraterna ayuda pues mucho a nuestra debilidad" (LG 49) (CIC 955-956).

EL CIELO ES CRISTOLOGICO

“El cielo es primariamente cristológico. No es un lugar ahistórico, al que se llega. El hecho de que haya cielo, se debe a que Jesucristo existe como Dios hombre, y a que es él quien ha dado al ser humano un lugar en el ser mismo de Dios”, ha dicho Rahner. La persona humana está en el cielo cuando se encuentra con Cristo y vive en él, y al mismo nivel en el que vive y en el que se encuentra. En Cristo encuentra el lugar de su ser como persona humana en el ser de Dios, en el Hijo de Dios, que es Hombre y es Dios y le ha pedido al Padre: “Padre, éste es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti”. Y el lugar que nos ha preparado es él. El, él mismo pues, como dice el Apóstol “en él vivimos, existimos y somos”. Si ya ahora vivimos en él, en Dios, y somos uno en él, en el cielo él, el Hombre Dios será nuestro lugar, nuestra gloria, nuestro amor, nuestra vida realizada, plena y deliciosa. Quiero poner intencionadamente de relieve a Cristo como Dios y como Hombre, verdad de fe y dogma fundamental, y quiero que se me entienda, porque dada la limitación de la inteligencia humana, ha habido épocas doctrinales y en la praxis, en que ha predominado la Persona de Dios en Cristo en atenuación de Cristo Hombre, corrientes a las que, por ley pendular, ha sucedido lo contrario, la magnificación de Cristo Hombre, sobre el Cristo Dios, creando un Cristo con una figura de forma abstracta o convirtiéndole en un personaje sociológico, humanista, romántico y futurista, cuando no guerrillero. Cristo, el Hijo de Dios es, a partes iguales --permítaseme la expresión-- Dios y Hombre verdadero. Cristo es el Hijo de Dios “a quien se le ha dado todo poder” (Mt 28,18) y que a la vez, llama a sus discípulos “mis hermanos” (Mt 28,10). A Cristo se le debe adorar: “Las mujeres se agarraron a sus pies y le adoraron” (Ib), a la vez que “se sienta con ellos a la mesa” (Jn 21,12). Somos un cuerpo con él y a la vez, está separado y lejos de nosotros arriba en el cielo (Col 3,1), y está presente y activo en medio de nosotros: “Me fatigo luchando mediante su acción que actúa poderosamente en mí” dice San Pablo (Col 1,27). Al recibir el bautismo, Cristo introduce a la persona humana en él, la reviste antológicamente de él, entra a formar parte del Cuerpo de Cristo y vive en él y se nutre de él. Vive en él y muere en él. Sufre en él y goza en él. Trabaja en él y ama en él. Ha sido injertada en él. No tan sólo en el Hombre sino –lo más trascendente- en Dios. Por eso, el Cielo es una realidad personal, que tiene su origen en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo. De este centro cristológico se deducen todos los componentes del cielo que sostiene la tradición. Cristo glorificado, es la entrega permanente al Padre, y el sacrificio pascual es una presencia siempre actual y dinámica, con carácter de adoración en plenitud, porque Cristo es el templo escatológico (Jn 2.19), a tenor de lo que dice San Juan en el Apocalipsis, 21,20: “Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero”. El cielo es también la nueva Jerusalén, el lugar donde se rinde culto a Dios: “La nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios; la que brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido”, que describe el Apocalipsis, 21. La correspondencia del movimiento de la humanidad unida a Cristo, la Vid y los sarmientos, al movimiento del amor de Dios regalado al hombre, figurado en el brillo de esa piedra preciosa y en el fulgor luminoso y esplendente de ese jaspe translúcido, eso es el cielo.

SENTIDO CRISTOLOGICO Y ECLESIOLOGICO

Si el cielo tiene su raíz en el existir en Cristo, “arraigados en él y construidos sobre él”, como dice San Pablo (Col 2,7), el cielo implica estar con todas las personas humanas que en conjunto forman el único cuerpo de Cristo. En el cielo no hay islas. Esto es lo que se conoce por la comunión de los santos y, por consiguiente, la plenitud de toda la comunidad humana, plenitud que no es concurrencia para algo, sino consecuencia de estar todos abiertos al rostro de Dios. La apertura de los santos a Dios es la base por la que les veneramos. Todo el Cuerpo de Cristo unido en sus miembros, todos los sarmientos rebosantes de uvas turgentes, unidos vitalmente a la Vid, y la cercanía del amor, por la que cada uno alcanza a Dios en el otro y al otro en Dios. Lo que equivale antropológicamente a la fusión del yo en el cuerpo de Cristo y la gloria del Señor y de todos en correspondencia mutua. Cada uno de los bienaventurados retiene su propia personalidad, distinta de Dios y de los otros: el cielo es para los individuos. Pero, lo que es más importante todavía, la salvación es para la comunidad, para la comunión de los santos, para la comunidad perfecta. Los que han sido dotados por su Creador con mayor resplandor potencial brillan más. Pero nadie envidia a nadie, porque nadie carece de todo lo que es esencial para la perfecta felicidad y la perfecta plenitud a imagen de Cristo. El cielo no es, por tanto, la disolución del yo, sino la purificación, lo que les posibilita para que sus capacidades más altas puedan ser llenadas. Por eso el cielo es algo individual, pues cada uno ve a Dios a su modo y cada uno recibe el amor del conjunto en su unicidad intransferible, por la que cada uno recibirá su piedrecita misteriosa, de que nos habla el Apocalipsis: “Al que venza, le daré el maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y sobre esta piedrecita habrá un nombre nuevo escrito, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2,17).

DIMENSION COSMICA

Junto con la dimensión cristológica, el ser en Cristo adquiere una dimensión cósmica, pues la entrada de la existencia humana de Cristo en la Trinidad de Dios por la Resurrección, no significa su ausencia del mundo, sino un nuevo modo de estar presente en el mundo y en el cosmos: el lenguaje de los antiguos símbolos, designa la existencia del resucitado como estar sentado a la derecha del Padre, es decir, participar real aunque ocultamente del poder regio de Dios sobre la historia. Cristo Resucitado no está desvinculado del mundo, sino que está por encima de él y referido a él, de forma que el cielo es la participación en este modo existencial de Cristo y plenitud de lo que ha comenzado con el bautismo, por lo que, aunque el cielo no puede ser localizado en un sitio, fuera o dentro de nuestro espacio, tampoco se le puede desvincular del cosmos, por considerarlo como un mero estado. Cielo quiere decir el dominio sobre el mundo que le corresponde al espacio nuevo y singular del Cuerpo de Cristo, a la comunión de los santos, que está arriba esencialmente, pero no espacialmente. Las imágenes pues con que expresamos el cielo pueden seguir usándose, mientras expresen y respeten la supremacía y el poder conectado con el mundo por el amor. Pero si se separa el cielo del mundo o si lo mete en él, como un piso superior o un ático, el lenguaje resulta falso.

EL CIELO, REALIDAD ESCATOLOGICA 

Lo escatológico es lo definitivo, pues el vocablo griego “eskhaton” significa lo lejano, el final, lo más alto, el grado más alto en categoría y en calidad. El cielo en cuanto tal, es la realidad escatológica que manifiesta lo definitivo y lo totalmente-otro. Su definitividad procede del carácter definitivo del amor de Dios, amor irrevocable e indivisible. Su apertura cara a la plenitud dimana de la apertura de la historia todavía en camino de realización tanto en lo referente al cuerpo de Cristo como a toda la creación. “Sabemos bien que la creación entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto” (Rm 8,22) de verse instalados plenamente en cristo. Entonces habrá alcanzado Cristo su plenitud cuando se encuentren reunidos todos los miembros del cuerpo del Señor, plenitud que incluye la resurrección de la carne. Esto es la “parusía” en la que se consuma la presencia de Cristo Resucitado, que no había hecho más que comenzar, y que al final abarcará a todos los redimidos y, con ellos, a todo el universo. Dos etapas históricas: la Resurrección del Señor y su Ascensión y la nueva existencia en la unidad entre Dios y los hombres en el cielo. La plenitud del cuerpo del Señor hasta llegar al pleroma de todo el Cristo, al “Emmanuel” “Dios con nosotros”, alcanza la totalidad cósmica. “Pondré en medio de ellos mi morada y yo seré su Dios ellos serán mi pueblo” (Ez 37,27). La salvación de cada persona sólo será plena y total cuando se haya alcanzado la salvación del universo y de todos los elegidos, que en el cielo, no sólo se encuentran unos al lado de los otros, sino que los unos con los otros son el cielo por ser el Cristo único y total. Entonces toda la creación será cántico, gesto generoso de la liberación del ser que ha penetrado en el todo y, al mismo tiempo, penetración del todo en lo individual, felicidad y alegría, en la que toda pregunta encuentre respuesta y alcance la plenitud, con una actividad incesante y fecunda lejos de toda pasividad.

¿VISION O AMOR?

La inmediatez entre Dios y la persona humana, “verán al Señor cara a cara”, como afirma San Juan en el Apocalipsis, lo que la tradición teológica llama visión de Dios, fue accidentalmente discutida entre Santo Tomás y los tomistas y la escuela de Escoto: ¿es exacto llamar a este acto fundamental visión de Dios o le conviene más la definición amor de Dios? La respuesta depende del punto de partida antropológico que se adopte, ya que en realidad las dos posiciones vienen a decir y a significar lo mismo: la penetración de toda la persona humana por la plenitud de Dios y la radical apertura de la misma, que deja que Dios sea todo en todos, (1Cor 15,28) con lo que la entera persona humana puede ser ilimitadamente plena, alaba a Dios eternamente y es perfecta en su más alto potencial. La presencia eterna de Dios es inefable y está más allá de la capacidad de las categorías humanas, dice San Agustín y, combinando el intelectualismo de Platón con la afectividad de Pablo, piensa que el cielo es la plena satisfacción para el entendimiento y lo es para el amor. En el cielo entendemos y disfrutamos El cielo es el goce de la visión beatífica, la directa intelección y visión de Dios mismo. Aunque la comprensión del potencial humano es limitada y no puede conocer a Dios de la misma manera que él lo conoce, en el cielo se conoce a Dios de acuerdo con la más plena capacidad humana, en el abrazo activo, amante y mutuo entre Dios y la criatura. En la Ciudad de Dios, Agustín declara que en el cielo tendremos reposo para ver, amar y alabar eternamente (22,30).

PREMIO Y GRACIA

En el Nuevo Testamento y en toda la tradición el cielo es designado como premio por la respuesta al camino vivido en esta vida que la persona humana ha completado con su actuación y con la maduración de sus sufrimientos, pruebas, tribulaciones y combates, al mismo tiempo que es gracia absoluta de un amor regalado. Aunque Santo Tomás y toda la escolástica habla, según tradiciones muy antiguas, de aureolas para mártires, vírgenes y doctores, hoy son más cautos los teólogos ante estas distinciones. Basta saber que Dios llena a cada uno a su modo y de una manera total. No se puede privilegiar éste o aquel camino, sino la tarea personal de ensanchar la capacidad de la propia vida en el amor. Tampoco se trata de vivir el cristianismo para asegurar la acumulación más grande de riqueza para uno mismo en el cielo, sino para poder dar más y participar más; porque, en la comunión del cuerpo de Cristo, la posesión consiste en dar, y la riqueza en plenitud se recibe para participarla a los demás. Santo Domingo moribundo decía a sus hermanos que lloraban, que les ayudaría más después de su muerte que en su vida. Santa Teresa del Niño Jesús quería pasar su cielo haciendo el bien sobre la tierra; y santa Teresa de Jesús ha escrito que san Pedro de Alcántara le ha ayudado más después de muerto que cuando vivía, que no fue poco lo que le ayudó, sólo con convencer al Obispo de Ávila que la dejase fundar el monasterio de San José, aparte de otros favores que le hizo. A ella, por su gran fe esclarecida por los dones del Espíritu Santo, le hacen más compañía los que están en el cielo, que los que viven en la tierra junto a ella. La razón es lógica. Es de Santo Tomás: La felicidad total que gozan los santos exige la satisfacción de todos los deseos naturales que razonablemente experimenten, sobre todo los relacionados con sus razones de amistad o lazos de parentesco, o misión que desempeñaron en la tierra. Así, una madre de familia conocerá en la misma visión beatífica lo que concierne a sus hijos y a su familia; los amigos lo que afecta a sus amigos, los maestros y padres espirituales, los problemas y dificultades de sus hijos y discípulos, los fundadores lo que pertenece al crecimiento y desarrollo de su obra. Este es el objeto secundario de la visión beatífica de los santos, cuya gloria accidental puede aumentar, aunque la gloria esencial sea eternamente la misma que cuando entraron en el cielo. Pero advierte Santo Tomás, que consistiendo la bienaventuranza esencial en la posesión y goce fruitivo del Bien absoluto e infinito, cualquier complemento accidental, no significa nada.

EL PODER DE JUZGAR A TODAS LAS NACIONES

La sociedad celeste, "las guirnaldas de hermosas y blancas flores de las vírgenes, de las resplandecientes flores de los santos doctores, de los encarnados claveles de los mártires" en expresión bella de San Juan de la Cruz, puede ser gozada por los peregrinos camino hacia la patria celeste porque ya es actual en nuestras vidas presentes su acompañamiento y protección. Ellos caminan con nosotros, ellos interceden por nosotros, “Vi tronos y los que se sentaron donde se sentaron los encargados de pronunciar sentencia… y vivieron y reinaron con Cristo” (Ap 20, 4). “Los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28), “Los santos han de juzgar al mundo, incluso a los ángeles” (1 Cor 6,2). Tanto juzgar como reinar es participar de la autoridad soberana de Cristo, lo que significa su influjo en el mundo por medio de su intercesión y participación en la distribución de la gracia. Y pueden enjugar nuestras lágrimas, alentarnos en las tribulaciones, participar en nuestras alegrías, mitigar nuestra soledad en este destierro peregrinante, y reforzar nuestra unión con ellos y con toda la Iglesia en su triple estado por el amor fraterno que nos une en el Cuerpo Místico, y que nunca pasará. Ellos están ahora más presentes que antes, auque sean invisibles a nuestros ojos. En un jardín, en una rosaleda grandiosa, hay rosas blancas, amarillas, rosas, rojas, burdeos, granates, carmesíes. Bajamos al jardín. Nosotros vemos las rosas, su colorido y hermosura, percibimos su olor y perfume. Ellas no nos ven. Así los moradores de la ciudad celeste, ellos nos ven a nosotros, aunque nosotros no les vemos a ellos porque estamos en la nube oscura. Son invisibles, pero no ausentes. No están en la sombras. Somos nosotros los que vivimos en la sombra. Nos ven, nos aman, ruegan por nosotros, con ojos bellos y resplandecientes llenos de gloria nos reconocen. Felices, transfigurados, no han perdido su delicadeza, su amor por nosotros. Porque los que eran cristianos corrientes, ahora son perfectos, los que sólo eran hermosos, ahora son buenos; lo que eran buenos ahora son perfectos. Viven en Cristo y gozan del amor y reflejo del “lucero brillante de la mañana”. Beben en “el río de agua viva”. San Juan, extático, Exclama: ¡Marana Tha! “El Espíritu y la esposa dicen ¡Ven!”. “El que escucha diga: ¡Ven!”. ¡”Amen. Ven, Señor Jesús”! (Ap 22,17-22).