Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

La Bienaventuranza de Dios

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

I. INTRODUCCION

Como la bienaventuranza es el fruto de las virtudes, santo Tomás, después de exponer las virtudes de Dios, la sabiduría, el amor, la justicia, la misericordia, la providencia y el poder, trata de la bienaventuranza de Dios en la cuestión XXVI, con la que concluye su tratado de DIOS UNO.

Por la Divina Revelación conocemos la infinita felicidad de Dios. Así escribe San Pablo, que fue arrebatado al cielo, a su hijo Timoteo: "Según el evangelio de la gloria de Dios bienaventurado, que me han confiado" (1 Tim 1,11). Y repite que Dios es bienaventurado en el capítulo 6 de la misma carta: "A su debido tiempo lo manifestará Dios bienaventurado y único soberano, rey de reyes y señor de señores, único que posee la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver. A él honor y dominio eterno, amén" (Ib 6,15). En su primera Carta a los Corintios, 2,9, ha escrito: "Anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman".

II. LA ALEGORÍA DEL BANQUETE

También es anunciada por Isaías la Bienaventuranza como un festín de manjares suculentos, que Jesús reafirma en el banquete de bodas (Mat 22,1; Lc 14,12). Banquete que es símbolo de alegría y abundancia, de hartura y bienestar colmado, de fiesta y cordialidad; signo de la participación del torrente de las delicias de Dios (Sal 35,9). En el banquete de boda reina la alegría, se estrecha la amistad, en medio de la euforia se inician nuevos amigos, se cierran heridas, hay regalos, flores, coches, baile, trajes lujosos, tocados artísticos, abundancia gratuita, luces, perfumes, belleza, alfombras ornamentales, fiesta. Y, cuando se trata nada menos que la boda del Príncipe, del Hijo del rey, enardece la imaginación para sugerirnos con mayor relieve las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, como camino universal de la entera humanidad, a la que se entrega por amor eterno, universal y para siempre y por eso el Cantar de los Cantares invita a los comensales: “Comed, amigos y bebed, embriagaos, mis queridos” (Cant 5,1). “Te desposaré conmigo para siempre, en la benignidad y en el amor” (Os 3,21). “Oí una voz como de grandes aguas, que decía: Alegrémonos y gocémonos, porque ha llegado la boda del Cordero, y su Esposa se ha embellecido, y le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura, las buenas obras de los santos. ¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,7). Por su parte, el Concilio Vaticano ha definido "que Dios es en sí mismo y por sí mismo beatísimo" (Dz 1782).

III. EL ARGUMENTO DE SANTO TOMAS

Santo Tomás, fundamentado en la Ética de Aristóteles y en el texto citado de la primera carta de Pablo a Timoteo 6,15, nos ofrece el argumento teológico: La Bienaventuranza es la perfección completa y última de la naturaleza racional, conocida por ella. Como Dios goza de la perfección completa y él la conoce porque es el Sumo Bien que se conoce y se ama a sí mismo, Dios es bienaventurado y feliz. En efecto, siendo perfectísimo nada le falta, y El lo sabe y ese conocimiento de la propia belleza es esencial para la felicidad, porque el sol, aunque es bello y fecundo, no es feliz, porque no sabe que lo es.

En cambio Dios es felicísimo porque se contempla incesantemente a sí mismo, y se ama con amor infinito, y se reconoce lleno de infinita majestad, belleza y santidad. Su excelsa divinidad es atravesada y penetrada por insondables e inmensos torrentes de gozo, que culminan en la beatitud contemplativa y activa que constituye su infinita bienaventuranza.

Dios encuentra la felicidad que proporciona la vida contemplativa eminentemente contenida en la contemplación clara y continua de su ser divino y de todas las criaturas en El, así como la felicidad de la vida activa la encuentra en el gobierno de todo el universo. La bienaventuranza significa el bien perfecto de la naturaleza intelectual, pues así como todos los seres apetecen su perfección, la naturaleza intelectual apetece ser bienaventurada. Ahora bien, lo más perfecto que hay en la naturaleza intelectual es la operación intelectual por la que adquiere todas las cosas y, por consiguiente, la bienaventuranza de la naturaleza intelectual consiste en entender. Y aunque en Dios el ser y el entender no son realmente distintos, sus conceptos sí son distintos, por lo tanto, la bienaventuranza se le atribuye a Dios por el entendimiento, como también a los bienaventurados, que lo son, por su identificación con la naturaleza divina.

IV. LA FELICIDAD DE DIOS

En Dios, pues, el placer que proporcionan el disfrute de los placeres terrenos se encuentra eminentemente compensado por el gozo inmenso que siente de sí mismo y de la compañía de todos los santos; el placer de la riqueza, por su suprema saciedad y abundancia; el del poder, por su omnipotencia; el de la dignidad, por el gobierno de toda la creación; y el de la fama por la admiración y alabanza de toda la creación. Y es evidente que si la contemplación y el amor de sí mismo llena las infinitas profundidades de su entendimiento y de su voluntad, mucho más llenará las débiles y limitadas capacidades de las criaturas humanas.

V. LA FELICIDAD EN LOS FILOSOFOS Y EN LA ESCRITURA

Santo Tomás es heredero de la filosofía de Platón y de Aristóteles que define la felicidad como la ausencia de necesidades y considera la dicha y la felicidad como fruto de las virtudes espirituales y éticas. Según la Escritura, en 2 Mc 14,35, leemos: "Tú, Señor del universo, que nada necesitas"…; y en He 17,25: "Dios no tiene que ser cuidado por manos de hombres, como si necesitara algo". San Agustín, por su parte, sintetiza la felicidad en las bienaventuranzas del sermón de la montaña (Mt 5,8), concretamente en "Bienaventurados los limpios de corazón". Esa es la meta última y suprema de la felicidad para los hombres. Para Dios es la definición de la esencia de su Ser, pues él no necesita, como el hombre, aceptar valores, ya que es él quien establece todo lo que no es él mismo y posee todas las posibles felicidades del hombre de modo eminente y divino. San Agustín quiere en su exposición del descanso de Dios el día séptimo (Gn 2,2) hacer compatible el descanso divino con la actividad permanente (Jn 5,17), y dice: «A través de ese pasaje de la Escritura que dice que descansa de las obras que había hecho, Dios nos enseña que no se deleita en ninguna de sus obras como si la necesitar para ser feliz, sino que, porque no necesita nada del mundo. Dios descansó en sí mismo. El misterio más profundo de la bienaventuranza de Dios consiste en el misterio del Único ser personal que subsiste en tres personas y en su profunda intimidad trinitaria. En el hombre, junto a la verdad, la bondad, la belleza y la santidad, la felicidad se encuentra en la comunión humana, en la relación yo-tú y nosotros, que ya era doctrina de Aristóteles y Plotino.

VI. EL HOMBRE DESEA LA FELICIDAD

Dice San Agustín: "Ciertamente todos queremos vivir felices. ¿Cómo es que yo te busco, Señor? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti". Y añade Santo Tomás: "Solo Dios sacia". En efecto, el deseo humano de la felicidad, bien supremo de la vida humana, ha sido reflexionado por los grandes pensadores de la antigüedad, y en sentido cristiano por primera vez por San Agustín, cuya es la terminología de ser, usar, gozar, para expresar la realidad corporal del hombre, la espiritual y la personal. En resumen, si el hombre quiere ser feliz debe armonizar su relación consigo mismo, con el mundo, con el prójimo y con Dios. La respuesta de los catecismos antiguos pronunciaba la última palabra señalando a Dios como meta y fin del hombre, pasando demasiado deprisa sobre las realidades terrenas, sin captar la búsqueda del hombre moderno. Para conseguir la felicidad nos hace falta una purificación de nuestros conceptos, de nuestras actitudes y de nuestros malos instintos. Sólo con purificación se consigue la santificación propia y el establecimiento del reino de Dios entre los hombres, por la Iglesia de Cristo, con su palabra, sus sacramentos y sus ministros, y el cumplimiento del mandamiento del amor a Dios y al prójimo, que comporta el verdadero amor al mundo y a si mismo. Todo ello significa y realiza la comunión con Dios Uno y Trino, ayudados por la oración del Señor, el padrenuestro. He ahí el gran programa de nuestra vida, y el camino para la felicidad en el tiempo presente y en la vida venidera.

VII. LA FELICIDAD MUNDANA

Según Boecio, la felicidad terrena consiste en placeres, riquezas, poder, riqueza y fama. Los hombres de todos los tiempos nos dirán que la felicidad consiste en vivir, amar, y gozar. Pero vivir se acaba con la muerte, pasando por el final de la infancia, de los bríos de la juventud y de la madurez de la vida y de los recuerdos, las relaciones, y el agotamiento paulatino de las fuerzas. Amar es bello, pero el gran experto en amor que era San Agustín, escribe en sus Confesiones: "Aún no amaba y deseaba amar, sin saber la complicación que trae consigo el amor humano. Las pasiones de mi carne me decían por lo bajo: « ¿Nos dejas?» Y « ¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y « ¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?» ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh, qué suciedades me sugerían, qué indecencias! Conseguían que yo, vacilante, tardase en romper, en desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, mientras la costumbre violenta me decía: « ¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?» Mas esto lo decía ya muy tibiamente".

VIII. LA FELICIDAD VERDADERA TIENE SU PRECIO

Sigue Agustín en su bravo combate: "Se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y alegre, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos. Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos, nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor! Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: « ¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos? También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo carnal, que me tenía estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares, y confesaré tu nombre, ¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío. Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia todo lo que me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía. A mí, cautivo, me atormentaba enormemente la costumbre de saciar aquella mi insaciable concupiscencia". Gozar es muy dulce, pero se paga caro. Refiere Goethe, que Bismarck, Canciller del imperio alemán, había dicho al final de su vida: "Si sumo las horas escasas de verdadera felicidad, no llego a contar más de 24". Es lo mismo que, harto de placeres, confesaba el Califa Abderramán, insigne estadista, al final de su reinado de 50 años, que no había sido feliz más que 15 días.

IX. LA FELICIDAD DE LOS SANTOS

San Agustín, al fin, victoriosa la gracia, lanza su grito, como una flecha: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y estoy anhelándote; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz".
Santa Teresa contempla la felicidad infinita de Dios rebosante en nuestro ser creatural, como "un deleite soberano que contenta y satisface el alma, sostenida en aquellos divinos brazos y sustentada por aquella leche divina". La leche del que es bienaventurado porque se conoce y ama y goza de sí mismo.

X. COMO GOZARAN LOS BIENAVENTURADOS

Una es la bienaventuranza del alma y otra la hombre. La del alma consiste en la visión directa del rostro de Dios (1 Jn 3,2), que ahora es incomprensible. Pero hay una gloria del cuerpo, exigida por el compuesto humano, aunque comparada con visión esencial del gozo del Bien y de la Belleza infinitos, carecen de consideración, como si a un millonario le regalan unos céntimos. En esta vida, el conocimiento teórico de los gozos del cuerpo bienaventurado, pueden ayudar a imaginar un poco la variedad inagotable y la intensidad de la bienaventuranza de la eternidad, según la doctrina de San Agustín y de Santo Tomás. Los cuerpos bienaventurados gozarán lo que los teólogos denominan cualidades de las Dotes: Claridad, con fundamento en el evangelio de Mateo 13,43: "Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre". Santa Teresa, después de la visión de las manos glorificadas de Cristo, ya no veía nada bello en el mundo. Agilidad, pues, según Isaías: "Los que confían en el Señor renuevan sus fuerzas y les nacen alas como de águila y vuelan velozmente sin cansarse y corren sin fatigarse" (40,41). Sutileza, con un cuerpo espiritualizado, según San Pablo (1 Cor 15,44): "Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo material, hay un cuerpo espiritual"; sin la pesadez del cuerpo mortal, sometido a los impulsos y a las limitaciones físicas y biológicas. Y todo a la medida de Cristo Cabeza, edad juvenil, en cuerpo perfecto, hermoso y deslumbrador, contagiando belleza, como se contagió Bernardette, a medida que crecía el número de las apariciones de la Virgen. Y con sentidos corporales despiertos y sublimados. Y gozarán de impasibilidad, por la que no padecerán ni hambre, ni sed, ni calor, ni frío, ni dolor, ni agobios, ni preocupaciones, según Isaías 49,10 y Apocalipsis 7 y 21. Pero como enamorados con totalidad de Dios, las dotes accidentales quedarán eclipsadas por el gozo de su visión y alegría directa en la que: "descansaremos y veremos, veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. Esto es lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, si no llegar al Reino que no tendrá fin?", termina San Agustín.