Juan Pablo Magno, luchador de raza. (15 parte)

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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EL SACERDOTE, HOMBRE DEL SACRAMENTO (15)

En el capítulo anterior habíamos dicho que Juan Pablo II consideraba al sacerdote además del hombre de la Palabra, el hombre del Sacramento, remontándose a la institución de la Eucaristía en la última Cena. Escuchémosle, de manera sumaria, en “Don y Misterio”: “Cristo va a Jerusalén para afrontar el sacrificio cruento del Viernes Santo. Pero el día anterior, en la Última Cena, había instituido el sacramento de este sacrificio. Pronunció sobre el pan y sobre el vino las palabras de la consagración: "Esto es mi Cuerpo. Este es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en conmemoración mía''. Sabemos que a esta palabra hay que darle un sentido fuerte, más allá del recuerdo histórico. Es el "memorial" bíblico, que hace presente el acontecimiento mismo. ¡Es memoria-presencia! Por la acción del Espíritu Santo, que el sacerdote invoca: "Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros el Cuerpo y Sangre de Jesucristo Nuestro Señor". El sacerdote no sólo recuerda la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, sino que éstos se realicen en el altar por su ministerio, que actúa in persona Christi. Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la Cruz, e instituido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. En este momento el sacerdote está como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo en la Ultima Cena”.

EL HOMBRE DEL MISTERIO DE LA FE 
Con la afirmación que sigue a la consagración: “¡Este es el Misterio de la fe!”, el Papa explica el significado real de esta profesión de fe y del compromiso que contraen todos los bautizados al participar de la Eucaristía, de vivir su sacerdocio real y profético. Esta afirmación, dice el Papa, “se refiere a la Eucaristía, pero también al sacerdocio. No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no hay sacerdocio sin Eucaristía. No sólo el sacerdocio ministerial está vinculado a la Eucaristía; también el sacerdocio común de todos los bautizados tiene su raíz en ella. Responden los fieles: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús''. En el Sacrificio eucarístico los fieles se convierten en testigos de Cristo crucificado y resucitado, y se comprometen a vivir su triple misión -sacerdotal, profética y real- recibida en el Bautismo. “Cincuenta años después de mi Ordenación puedo decir que el sentido del propio sacerdocio se redescubre cada día más en ese Misterio de fe. Esta es la magnitud del don del sacerdocio y es también la medida de la respuesta que requiere. ¡El don es siempre más grande! Y es hermoso que sea así. Es hermoso que un hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don. Es un don y también una tarea: ¡siempre! Tener conciencia de esto es fundamental para vivir plenamente el propio sacerdocio. La Redención, el precio que debía pagarse por el pecado, lleva consigo también un renovado descubrimiento, como una "nueva creación", de todo lo que ha sido creado: del hombre como persona, del hombre creado varón y mujer, el redescubrimiento, en su verdad profunda, de todas las obras del hombre, de su cultura y civilización, de todas sus conquistas y actuaciones creativas”.

LA REDEMPTOR HOMINIS
“Después de mi elección como Papa, confiesa, mi primer impulso espiritual fue dirigirme a Cristo Redentor. Nació así la Encíclica “Redemptor hominis”. Reflexionando sobre todo este proceso veo cada vez mejor la íntima relación que hay entre el mensaje de esta Encíclica y todo lo que se inscribe en el corazón del hombre por la participación en el sacerdocio de Cristo”. Cincuenta años de sacerdocio no son pocos. ¡Cuántas cosas han sucedido en este medio siglo de historia! Han surgido nuevos problemas, nuevos estilos de vida, nuevos desafíos”. 

SER SACERDOTE HOY
El sacerdote, con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero a la vez crítico y vigilante de lo que madura en la historia. El Concilio ha mostrado cómo es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición. Pero más allá de la debida renovación pastoral, el sacerdote no ha de tener ningún miedo de estar "fuera de su tiempo", porque el "hoy" humano de cada sacerdote está insertado en el "hoy" de Cristo Redentor. La tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día este "hoy" suyo sacerdotal en el "hoy" de Cristo, del que habla la Carta a los Hebreos, inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote. "Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre'' (Hb 13,8). Si estamos inmersos con nuestro "hoy'' humano y sacerdotal en el "hoy" de Cristo, no hay peligro de quedarse retrasados en el "ayer"... Cristo es la medida de todos los tiempos. En su "hoy" divino-humano y sacerdotal se supera de raíz toda oposición entre el "tradicionalismo" y el "progresismo''. 

LAS ASPIRACIONES DEL HOMBRE DE HOY 
El hombre contemporáneo, en el fondo, tiene una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto a nivel económico, social y político lo puede pedir a muchos otros. ¡Al sacerdote se le pide Cristo! Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra. Los presbíteros "tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios'', según el Decreto de los Presbíteros del Vaticano II, 4. Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús, especialmente en el misterio eucarístico, corazón palpitante de la Iglesia y de la vida sacerdotal. Es un misterioso y formidable poder el que el sacerdote tiene sobre el Cuerpo eucarístico de Cristo. El es el administrador del bien más grande de la Redención porque da a los hombres el Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado, sino sobre todo la necesidad más profunda del alma.

MINISTRO DE LA MISERICORDIA 
Como administrador del sacramento de la Reconciliación, el sacerdote cumple el mandato de Cristo a los Apóstoles después de su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos'' (Jn 20,22). ¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! ¡Qué importante es en su vida el servicio en el confesionario! Allí se realiza del modo más pleno su paternidad espiritual. En el confesionario se convierte en testigo de los grandes prodigios que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la conversión. Es necesario que todo sacerdote al servicio de los hermanos en el confesionario tenga él mismo la experiencia de esta misericordia de Dios a través de la propia confesión periódica y de la dirección espiritual. Administrador de los misterios divinos, el sacerdote es un especial testigo del Invisible en el mundo. En efecto, es administrador de bienes invisibles e inconmensurables que pertenecen al orden espiritual y sobrenatural.

UN HOMBRE EN CONTACTO CON DIOS 
Como administrador de tales bienes, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios. "¡Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria''. La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre es elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido el profeta Isaías. El sacerdote vive todos los días, continuamente, el descenso de esta santidad de Dios hasta el hombre: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Así aclamaban las multitudes de Jerusalén a Cristo que llegaba a la ciudad para ofrecer el sacrificio por la redención del mundo. La santidad trascendente, de alguna manera "fuera del mundo" llega a ser en Cristo la santidad "dentro del mundo". Es la santidad del Misterio pascual.

LLAMADO A LA SANTIDAD 
En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Debe vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia y se comprende la especial conveniencia del celibato. De aquí surge la necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y es la respuesta a esta santidad. ''La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración''. Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico. Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez más secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo los jóvenes, esperan un guía así. ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un testigo auténtico!

EL CUIDADO DE LAS ALMAS
En mi ya larga experiencia, a través de situaciones tan diversas, me he afianzado en la convicción de que sólo desde el terreno de la santidad sacerdotal puede desarrollarse una pastoral eficaz, un verdadero cuidado de las almas. El auténtico secreto de los éxitos pastorales no está en los medios materiales, y menos aún en la "riqueza de medios''. Los frutos duraderos de los esfuerzos pastorales nacen de la santidad del sacerdote. ¡Este es su fundamento! Naturalmente son indispensables la formación, el estudio y la actualización; en definitiva, una preparación adecuada que capacite para percibir las urgencias y definir las prioridades pastorales. Sin embargo, se podría afirmar que las prioridades dependen también de las circunstancias, y que cada sacerdote ha de precisarlas y vivirlas de acuerdo con su obispo y en armonía con las orientaciones de la Iglesia universal. En mi vida he descubierto estas prioridades en el apostolado de los laicos, de modo especial en la pastoral familiar, en la atención a los jóvenes y en el diálogo con el mundo de la ciencia y de la cultura. Todo esto se ha reflejado en mi actividad científica y literaria. Surgió así el estudio “Amor y responsabilidad” y, entre otras cosas, una obra literaria: “El taller del orfebre”, con el subtítulo Meditaciones sobre el sacramento del matrimonio. Una prioridad ineludible es hoy la atención preferencial a los pobres, los marginados y los emigrantes. Para ellos el sacerdote debe ser verdaderamente un "padre". Ciertamente los medios materiales son indispensables, como los que nos ofrece la moderna tecnología. Sin embargo, el secreto es siempre la santidad de vida del sacerdote que se expresa en la oración y en la meditación, en el espíritu de sacrificio y en el ardor misionero. Cuando pienso en los años de mi servicio pastoral como sacerdote y como obispo, más me convenzo de lo verdadero y fundamental que es esto.

A LOS HERMANOS EN EL SACERDOCIO 
Juan Pablo II siente la urgencia de dirigirse a sus sacerdotes y seminaristas: “Al concluir este testimonio sobre mi vocación sacerdotal, deseo dirigirme a todos los Hermanos en el sacerdocio: ¡a todos sin excepción! Lo hago con las palabras de San Pedro: "Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Obrando así nunca caeréis" (2 Pe I, 10). ¡Amad vuestro sacerdocio! ¡Sed fieles hasta el final! Sabed ver en él aquel tesoro evangélico por el cual vale la pena darlo todo (Mt 13, 44). De modo particular me dirijo a aquellos de entre vosotros que viven un período de dificultad o incluso de crisis de su vocación. Quisiera que este testimonio personal mío -testimonio de sacerdote y de Obispo de Roma, que celebra las Bodas de Oro de la Ordenación- fuese para vosotros una ayuda y una invitación a la fidelidad. He escrito esto pensando en cada uno de vosotros, abrazándoos a todos con la oración. He pensado también en tantos jóvenes seminaristas. ¡Cuantas veces un obispo va con la mente y el corazón al seminario! Este es el primer objeto de sus preocupaciones. El seminario es para un obispo la "pupila de sus ojos". El hombre defiende las pupilas de sus ojos porque le permiten ver. Así, en cierto modo, el obispo ve su Iglesia a través del seminario, porque de las vocaciones sacerdotales depende gran parte de la vida eclesial. La gracia de numerosas y santas vocaciones sacerdotales le permite mirar con confianza el futuro de su misión. Digo esto basándome en los muchos años de mi experiencia episcopal. Fui nombrado obispo doce años después de mi Ordenación sacerdotal: buena parte de estos cincuenta años ha estado precisamente marcada por la preocupación por las vocaciones. La alegría del obispo es grande cuando el Señor da vocaciones a su Iglesia; su falta, por el contrario, provoca preocupación e inquietud. El Señor Jesús ha comparado esta preocupación a la del segador: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37).

ACCION DE GRACIAS A DIOS
No puedo terminar estas reflexiones, en el año de mis Bodas de Oro sacerdotales sin expresar al Señor de la mies la más profunda gratitud por el don de la vocación, por la gracia del sacerdocio, por las vocaciones sacerdotales en todo el mundo. Lo hago en unión con todos los obispos, que comparten la misma preocupación por las vocaciones y sienten la misma alegría cuando aumenta su número. Cada nuevo sacerdote trae consigo una bendición especial: "Bendito el que viene en nombre del Señor''. En efecto, es Cristo mismo quien viene en cada sacerdote. Si San Cipriano ha dicho que el cristiano es "otro Cristo", con mayor razón se puede decir: Sacerdos alter Christus.

Que Dios mantenga en los sacerdotes una conciencia agradecida y coherente del don recibido, y suscite en muchos jóvenes una respuesta pronta y generosa a su llamada a entregarse sin reservas por el Evangelio. De ello se beneficiarán los hombres y mujeres de nuestro tiempo, tan necesitados de sentido y de esperanza. Y se alegrará la comunidad cristiana, que podrá afrontar con confianza las incógnitas y desafíos del tercer Milenio.

Que la Virgen María acoja este testimonio mío como una ofrenda filial, para gloria de la Santísima Trinidad. Que la haga fecunda en el corazón de los hermanos en el sacerdocio y de tantos hijos de la Iglesia. Que haga de ella una semilla de fraternidad también para quienes, aun sin compartir la misma fe, me hacen con frecuencia el don de su escucha y del diálogo sincero.