Fieles difuntos, Ciclo C

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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LA VIDA Y LA MUERTE 

LA ESPERANZA DEL PURGATORIO Y EL CAMINO DEFINITIVO HACIA LA LUZ ETERNA 

LA ALEGRÍA ANTE LA RESURRECCIÓN QUE NOS ANUNCIADO JESÚS

RESUCITAREMOS CON CRISTO
COMO EL JARDINERO VE LAS ROSAS DEL JARDÍN, SIN QUE ELLAS LE VEAN, NUESTROS DIFUNTOS RADIANTES NOS VEN SIN SER VISTOS. SON INVISIBLES PERO NO AUSENTES.
 

"Preciosa es a los ojos del Señor, la muerte de sus santos" (Sal 115,15). 

"Santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Ma 12, 46). 
        Una solemne y certera afirmación del Concilio Vaticano II, asegura que "el máximo enemigo de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Juzga con instinto certero, cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y de la desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" (GS 18). 
 
 

LA FALTA DE LÓGICA DEL MUNDO. 
      El mundo secularizado "en el que el pecado ha adquirido carta de ciudadanía y la negación de Dios se ha difundido en las ideologías, en los conceptos y en los programas humanos" (Juan Pablo en Portugal), divide la vida humana en dos realidades biológicas contrarias: la vida y la muerte. En consecuencia pretende extraer de la vida el máximo rendimiento en éxito, poder, dinero y placer, y ante la muerte experimenta horror, espanto, desesperación y angustia. E inconscientemente, adopta la actitud del avestruz, y, silencia la muerte como si no existiera. Luís XIV, el rey Sol francés, sentía tal horror ante la muerte que se construyó el Palacio de Versalles, tratando de escapar de la proximidad del panteón de los Reyes de Saint Donis en San Germain, porque le recordaba la muerte. Un día que el predicador del soberano, exclamó conmocionado en el sermón: 

-- Todos mueren, Majestad. 
Se levantó furioso el rey del trono, lanzó una mirada fulminante que estremeció al orador, que todo azarado, le hizo corregirse: 
--Casi todos, Majestad. 

      En cada hombre se oculta una protesta y un terror inevitable ante la muerte. Este hecho no puede ser explicado por una antropología metafísica, pues reconociendo que el hombre por ser espiritual es inmortal, sabe también que siendo criatura biológica tiene que morir. Por tanto hemos de deducir que, aunque la muerte está en manos de Dios, la angustia del hombre ante la muerte es consecuencia del pecado y no castigo impuesto por Dios desde fuera sin conexión intrínseca con el delito (Rm 6,23). La verdadera pena del pecado es interior y va unida a la misma culpa, y consiste en la privación de la cercanía de Dios como consecuencia del distanciamiento de la voluntad humana y libre, de él. El hombre, criatura de Dios, se estremece desde la raíz de su ser elevado por la gracia, ante el misterio último de vacío del misterio de iniquidad, porque la gracia que actúa en él, le llama incesantemente y con urgencia. 

      Como reacción y resultado se absolutiza la vida terrena y se rechaza la muerte, que ha quedado convertida en tabú, por lo que se habla muy poco e ella. Julián Marías en España y Jean Guitton en Francia, han hecho notar esta carencia en la cultura y en la predicación de hoy. Ahora, casi ocurre con la muerte, como antes con el sexo que apenas si se hablaba del tema, y se han invertido los términos. 

      Pero como "el hombre no puede vivir sin esperanza porque su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable" (Documento final del Sínodo para Europa, 23 de octubre de 1999), de tal manera que muchos increyentes desearían gozar de esa esperanza, ante esta visión terrena de la vida que se queda en las fronteras de este mundo, los cristianos hemos de tener el coraje de oponer la visión cristiana de la vida y de la muerte, con la fe en la resurrección, que es la gran novedad del evangelio de Jesús. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena y nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión invasora biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo añade: RESURRECCIÓN. No hay una separación, sino una continuación y consumación de la misma vida. 
 
 

NACIDOS POR EL BAUTISMO. 
      Por el Bautismo hemos penetrado los cristianos en la muerte de Cristo que destruye el pecado y nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" (Rm 6,4), a través de la continuada muerte y resurrección que anuncia San Pablo: "Cada día muero" (1 Cor 15,31). Por el bautismo somos crucificados con Cristo, y por la vida cristiana vivida por el hombre bautizado se consuma en nosotros la muerte de Cristo. Cristo, la resurrección y la vida, que ha dicho que "el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá", es el que derriba el muro entre la vida y la muerte con la fuerza de su RESURRECCIÓN. Cristo ha vencido en su propio terreno a la muerte. En torno de la carita de una niña zurea una avispa. Aterrorizada, grita la niña. Corre su madre y abraza a la niña y la avispa clava su aguijón en el cuerpo de la madre. Así puede Pablo apostrofar con fuerza : "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Cor 15,55). "Yo los salvaré del poder de la muerte" (Os 13,14). 

      ¿Y la muerte? ;Dónde está la muerte?. "En lugar de la muerte tenía la luz", escribió un poeta. Y otro de los nuestros: "Morir sólo es morir./ Morir se acaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba" (Martín Descalzo). 
 
 

REALIDAD AMBIVALENTE DE LA MUERTE. 
      Sin embargo la realidad de fe no elimina la sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. ¿No lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo? (Jn 11,40). Y ¿no se sintió triste hasta la muerte en Getsemaní y pidió al Padre que pasara de El el cáliz? (Mt 26,39). 

      Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo viviendo una vida nueva en la que nos encontraremos a nosotros mismos, pero de un modo diverso: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual" (1 Cor 15,42). 

      Nosotros conocemos la muerte, como una realidad que ha causado en nuestra carne desgarramientos dolorosos. Acuden a nuestra mente nombres de personas, rostros, palabras hermosas, que llenan el recuerdo de los días vividos juntos, o de sufrimientos que nos hacían llorar viendo el dolor de los que hemos amado, que nos dolía casi más que si lo sufriéramos nosotros, impotentes para apagarlo y se nos representan los lugares animados por personas queridas y amadas. San Agustín nos cuenta su tristeza al morir su madre y su llanto copioso. El lenitivo nos lo ofrece la fe. Pensemos que están con nosotros. Si son invisibles, no están ausentes. Nos podemos comunicar con ellos. Están presentes a nosotros con su oración, inspiraciones, el amor, que permanece completamente transfigurado, o en vías de maduración. Por eso ofrecemos nuestra oración y sobre todo la Eucaristía, para que la Sangre de Cristo la acelere. 
 
 

FECUNDIDAD DEL GRANO QUE MUERE. 
      "Si el grano no cae en la tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24). De ese grano muerto en el calvario y enterrado, han brotado tres espigas: la de la vida celeste, la de la vida que se purifica y la que peregrina en este mundo. Las tres están unidas en la caridad. Estamos unidos con nuestros difuntos, pues la familia no se divide, sino que se transfigura en la ciudad celeste y ellos nos ven, como el jardinero ve las rosas en el jardín, aunque las rosas, que viven una vida inferior, no vean al jardinero. Nosotros somos esas rosas visibles para ellos, pero ciegos para verlas. 
 
 

EL NACIMIENTO TRAUMATICO.
      Los que se fueron, ante la muerte se han sentido como el niño que va a nacer: Al tener que salir del seno materno al aire y la luz de este mundo, si el niño tuviera conciencia de su momento, creería que iba a morir. Está sintiendo la pérdida total de su estado de vida que goza, de la seguridad en que se encuentra y de todo lo que ha sido y es el medio ambiente de su vida encerrada, pero que no conoce otra. Al despojarle totalmente de ese medio con la incertidumbre o ignorancia de lo que viene, desconocido e inseguro, aunque después no recordará nada, sufre más él que la madre que lo saca a la luz, porque al perder la respiración que era la propia de la madre, no goza aún de su respiración nueva. De tal manera que nadie nacería, si la naturaleza no le obligara. Si en el seno de la madre quedaran más niños, al ver sufrir tantas angustias al que está naciendo, todos creerían que moría, y nadie que nacía. Pero los que están en este mundo esperando su nacimiento, saben que el niño no muere, sino que nace, y todos lo esperan ansiosos con alegría y de hecho, a la muerte, la Iglesia la llama "dies natalis". La realidad es que va a comenzar una nueva etapa en su vida: va a gozar de una vida más plena, para lo cual era preciso dejar los harapos de la anterior, para comenzar a vivir en el ambiente de Dios infinito, inmenso y tododichoso y en el hogar de su seno. Nunca añorará su vida anterior, que sería añorar la placenta en que vivía. El dolor que le ha costado el nacer es consecuencia del pecado original. Cristo Resucitado ha ganado esta victoria para el hombre, lleno de ansiedad y pobre ante el misterio de la muerte, liberándolo de la muerte con su propia muerte. 

      La muerte es por tanto un episodio, un paso, una pascua, una transformación. En realidad no hay muerte, sino superación de vida, como el gusano de seda no muere sino que se transforma en mariposa. Habrá dolores, porque el grano de trigo no muere sin destrucción. El despojo que la muerte obra en el hombre para pasar a la vida nueva, se obra con dolor y quebranto. Pero no nos fijemos exclusivamente en esa destrucción olvidando sus consecuencias en el más allá. Iluminados por la fe hemos de contemplar a nuestros difuntos camino de la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la muerte, y con su Resurrección nos dio la vida. Cristo ha hecho de su muerte el momento más trascendente de su vida, para llevarlos a su seno donde viven y vivirán para siempre unidos a nosotros. 
 
 

PURGATORIO: TRANSFORMACIÓN, LA DOCTRINA DE LOS CONCILIOS.
      El Concilio de Trento, afirma que el purgatorio existe y la Iglesia puede ayudar con su intercesión a cuantos se encuentran en él (D 1580). Y el Vaticano II: "La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos, guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque "santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Ma 12, 46). 

      La fe nos ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros hermanos queridos, arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera. Sigue el Vaticano II: "Este Concilio recibe la venerable fe de nuestros antepasados sobre el consorcio vital con nuestros hermanos de la gloria celeste, o de los que se purifican después de la muerte y confirma los decretos de los Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino". "Nuestra debilidad queda más socorrida por su fraterna solicitud. La iglesia peregrinante, reunida en Concilio, sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celeste". "Algunos de los discípulos del Señor peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios (LG 49). 
 
 

LA FE RAZONADA.
      La muerte sorprende al hombre cuando su desarrollo, por sus faltas y negligencias, no ha culminado aún. Pero el deseo de su voluntad profunda es conseguir la talla de la divina voluntad. Y mientras el hombre no esté limpio y refulgente hasta sus raíces, es imperfecto y no puede participar de la visión de Dios, como quien tiene cataratas. Cuando nace un niño prematuro, el cariño de sus padres lo deposita en la incubadora hasta que llegue a su plena maduración. El bautismo nos sembró la semilla de la resurrección. Durante nuestra vida se va desarrollando Cristo por el ejercicio de las virtudes evangélicas y el alimento de los sacramentos, sobre todo de la eucaristía: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente" (Jn 6,55). Esta vida culmina en la muerte, en la cual el cristiano se asimila a Cristo muerto y resucitado. Si al morir está todavía inmaduro, el mismo cristiano al verse ante Dios, se ve imperfecto y dice como San Pedro: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador, aunque quiero estar contigo".

El Padre Dios coloca a ese cristiano, a ese hijo inacabado, en una incubadora que se llama Purgatorio, negado por los protestantes, pero definido, como hemos probado por la Iglesia Católica, siempre que tomemos las metáforas como tales y no como realidades literales, pues la representación de las llamas crueles ha distorsionado la realidad del purgatorio, y la sensibilidad moderna de las horribles historias oídas sobre los suplicios de las pobres almas, se muestra incrédulo o pasa de la verdadera realidad. El sentido cristiano del purgatorio no es la existencia de una especie de campo de concentración, donde el hombre tiene que purgar penas impuestas de una manera más o menos positivista y justiciera, sacadas de un código voluminoso, aplicado caprichosamente, sino el proceso radicalmente necesario de transformación del hombre para vestirle las galas que corresponden al banquete de bodas del Cordero. No pudiendo merecer, sólo pueden esperar con la llama de un ansia que da pena. De la misma manera cuando nosotros hablamos de la duración del purgatorio en términos de tiempo humano, por la debilidad de nuestra inteligencia, el espíritu adivina que es un tiempo nuevo y espiritual y de fino y puro desarrollo al que el dolor coopera. 
 
 

LA CARIDAD HACIA LAS ALMAS DEL PURGATORIO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Santo Tomás enuncia el principio de la doctrina de los sufragios por los difuntos, diciendo: "Todos los fieles en estado de gracia están unidos por la caridad y son miembros de un solo cuerpo, el de la Iglesia. Ahora bien, en un organismo cada miembro es ayudado por los demás (IV Sent 45, q2, a2,4; y Sup q71, a1). Sólo Jesús, cabeza de la humanidad, ha podido merecer en justicia por nosotros, pero todo justo puede ayudar a su prójimo, no con mérito de condigno, sino con mérito de conveniencia, fundado en la caridad, aunque no en la justicia. Por la caridad fraterna, Dios ayuda a los que nosotros amamos, a quienes podemos favorecer con obras satisfactorias y con la oración. Por caridad debemos amar a Dios sobre todas las cosas, y amar como a si mismo a los hijos de Dios, y a los que están llamados a la misma bienaventuranza eterna. Como las almas dolientes del Purgatorio son hijas de Dios y Jesús vive en ellas íntimamente, debemos amarlas como a nuestro prójimo, sobre todo a las que son de nuestra misma familia terrena, con las que tenemos deberes especiales de caridad, tanto más cuanto que esas almas dolientes no pueden hacer nada por sí mismas; no pueden ya ni merecer, ni satisfacer, ni recibir los sacramentos, ni ganar indulgencias; no pueden más que aceptar y ofrecer sus sufrimientos o satispasión. Por eso es muy necesario ayudarlas. La Madre María de la Providencia, fundadora de las Auxiliadoras del Purgatorio (1825-1871), siendo aún una muchacha, decía a sus amigas: «Si una de nosotras estuviese en una prisión de fuego y pudiéramos sacarla de allí diciendo una palabra ¿no es verdad que la diríamos inmediatamente?... Las almas del Purgatorio están en una prisión de fuego, pero Dios no pide más que una oración para librarlas, y nosotros no decimos esa oración». Esta joven llegó poco a poco a iniciar esta intuición: «la liberación de las almas del Purgatorio para mayor gloria de Dios: hay que entregarle esas almas, que El llama a sí». El cura de Ars dijo a esta jovencita: "Hará bien en fundar una Orden para las almas del Purgatorio: es Dios el que la ha inspirado hacer una obra tan sublime..., esta Orden tomará rápido incremento dentro de la Iglesia". Dice el padre Faber, que al ofrecer sufragios por estas almas se obra con seguridad de éxito, porque serán seguramente liberadas; lo que se hace por ellas nunca es en balde. La caridad ejercida con ellas es excelente, porque contribuye a dar a Dios almas que El atrae a sí y a dar a esas almas el mayor de todos los dones: Dios contemplado cara a cara, obteniéndoles más pronto la eterna bienaventuranza. Al mismo tiempo se acrecienta el gozo accidental del Señor; de su Madre y de los Santos.
 
 

¿CÓMO EJERCITAR ESTA CARIDAD?

Con sufragios, o sea con nuestros méritos de conveniencia, nuestras oraciones, obras satisfactorias, limosnas, lucrando indulgencias y, sobre todo, mediante el Sacrificio de la Eucaristía. La Iglesia en todas las Misas nos hace orar por ellas y abre ampliamente para ellas el tesoro de los méritos de Cristo y de los Santos con las indulgencias.

Santo Tomás plantea la siguiente pregunta: «¿Los sufragios ofrecidos por un difunto, son más provechosos para él que para los demás difuntos?» Y responde: «La intención en cuanto a la remisión de la pena, los hace más ventajosos para el difunto por quien se ofrecen, pero por caridad, que no debe excluir a nadie, aprovechan más a los difuntos que la tienen más plena y consiguientemente les proporcionan mayor consuelo. Estos reciben más porque están mejor dispuestos. Esa es la distinción entre el fruto especial de la Misa para la persona a quien es especialmente aplicada, y el fruto general, en el que participan todos los fieles difuntos, y que no disminuye por muy grande que sea el número de los que participan de él».

También se pregunta Santo Tomás (IV Sent d 45, q.2, a. 2 y 4.—Su ppl q71, a 13): ¿Los sufragios ofrecidos por varios difuntos a la vez, les son tan provechosos como si fuesen ofrecidos por uno solo? Es decir:¿si una Misa se celebra por veinte o treinta o por muchísimos más?. Y contesta: «A causa de la caridad que los inspira, estos sufragios son tan provechosos para muchos como si fuesen ofrecidos por uno solo, porque la caridad no disminuye con la multiplicidad y así, una sola Misa alivia lo mismo a diez mil almas que a una sola. Pero como satisfacción y remisión de la pena, que se tiene intención de aplicar a los difuntos, son más provechosos para aquel por quien son ofrecidos en concreto».

Este era el pensamiento de Santo Tomás, joven, cuando escribió el Comentario sobre la IX de las Sentencias (d. 45, q2, a 2 y 4), pero hacia el fin de su vida, cuando escribe la Summa (III, q79, a5), matiza: «Aun cuando la oblación de este sacrificio, por su propio valor, baste para satisfacer por toda la pena, sin embargo, es satisfactoria para aquellos por los cuales es ofrecida y para los que la ofrecen según la medida de su devoción, y no para toda la pena». Esa medida de devoción depende, en las almas del Purgatorio, de las disposiciones que han tenido en el momento de la muerte.

Aquí, el Santo Doctor no señala más límite al efecto satisfactorio del Santo Sacrificio, que el de la devoción de los que la ofrecen y de aquellos por quienes es ofrecida. Y es generalmente admitido que una sola Misa ofrecida por todos los fieles, aun cuando sean muy numerosos, es tan provechosa para cada uno, según su devoción, como si estos fieles fuesen menos numerosos.

Los grandes comentaristas de Santo Tomás (sobre la III, q79, a5), Cayetano, Juan de Santo Tomás, Gonet, los carmelitanos de Salamanca, escriben sobre el valor infinito de la Misa, por razón de la Víctima inmolada y del sacerdote principal oferente, que una sola Misa ofrecida por muchas personas, puede ser tan provechosa para cada una de ellas como si hubiese sido ofrecida por ella sola, como el sol ilumina lo mismo a diez mil personas que a una sola. El efecto de una causa universal sólo queda limitado por la capacidad de los sujetos que reciben su influencia. Así, una de las tres Misas que se celebran el día de difuntos, celebrada por todos los difuntos, puede ser muy provechosa para las almas del Purgatorio abandonadas, por quienes nadie encarga nunca celebrar una Misa.
 
 

FRUTOS DE ESTA CARIDAD

Con el sacrificio de la Misa celebrada por los difuntos podemos hacer descender la sangre redentora sobre las almas del Purgatorio, y apresurar la hora de su liberación. Ahora bien, cada una de esas almas es como un universo espiritual que gravita hacia Dios. Nosotros podemos ayudarlas a unirse más pronto a El. Y si no podemos hacer celebrar el. santo Sacrificio por nuestros difuntos, asistamos a él con esa intención. Hagamos lo posible para ganar para ellos una indulgencia plenaria, puesto que ese tesoro está abierto para sus almas, aprovechémonos por exigencia de caridad. Muchos fieles, convencidos como están por falta de instrucción y por el influjo protestante tan infiltrado de que el cielo es muy barato, creen en la liberación de las almas de sus difuntos, que ni rezan ni ofrecen misas por ellos. Relata Garrigou-Lagrange: Un día, después de una conferencia que dí en Ginebra, un protestante muy culto y de una inteligencia muy despierta vino a mi encuentro. Le pregunté de buenas a primeras: -¿Cómo es que Lutero ha llegado a la conclusión de que la fe en los méritos de Nuestro Señor Jesucristo basta por sí sola para la salvación, y que no es necesario observar los mandamientos, ni siquiera los del amor de Dios y del prójimo? -Me respondió: -Es muy fácil. ¿Cómo muy fácil?

Es diabólico -añadió él-. No me hubiera atrevido a decíroslo -repuse-; pero entonces ¿cómo es que eres luterano? -En mi familia -dijo-lo somos de padres a hijos, pero próximamente yo entraré en la religión católica. Así ha podido escribir el Padre Monsabré: "Para ser consecuente con los principios sobre la justificación, el protestantismo ha negado el dogma del Purgatorio. Al poderse salvar el hombre por la sola fe en los méritos de Jesucristo, sin tener que inquietarse por sus propias obras, evidentemente no tiene nada que ver, después de la muerte, con la Justicia divina, y sólo debe preocuparse de su audaz e imperturbable confianza en la virtud redentora de Aquél, de cuyos méritos disfruta después de haber violado sus preceptos". 

Ayudemos a los difuntos con muchos actos de virtud en el transcurso del día, con una señal de la cruz, con una limosna, con una contrariedad aceptada, con una tentación vencida por amor, con sacrificios y obras de de caridad. Pensemos en las almas más abandonadas y, alguna vez, en las más santas que sufren también mucho.

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Así penetraremos cada vez más en el misterio de la Comunión de los Santos. Dios acepta todos los actos sobrenaturales que se elevan hacia El; acepta el sufrimiento de estas almas que no pueden ya hacer nada por sí mismas. Y nos recompensa también por nuestra caridad; de esta manera veremos cada vez mejor el valor de la vida presente, el vacío de las cosas terrenas, la gravedad del pecado, la necesidad de reparación, el valor de la cruz y de la Misa. Dios se complace en recompensar nuestros más pequeños servicios. Además, las almas del Purgatorio, beneficiadas por nosotros, tras su liberación, no dejarán, por gratitud, de ayudarnos; más aún, antes de su liberación, ruegan por sus bienhechores. Sienten efectivamente la caridad que no excluye a ninguno, y toman como un deber especial el rogar por aquellos de sus familiares que quedaron en la tierra.
 
 
 

TESTIMONIOS DE MÍSTICOS Y POETAS.
      Santa Catalina de Génova, considerada como la mística del Purgatorio, dice que su fuego es sabroso, aunque mortificante, como todo lo que purifica. ¿Qué hace el crisol con el oro? En el purgatorio, las almas, puros espíritus, están abrasadas de amor y, al no tener nada, porque están desnudas, como tenían en este mundo, que les pueda distraer del ansia de ver y unirse a Dios, para lo que fueron creadas, se mueren porque no mueren. Al no estar hechizada ni cegada y deslumbrada por la belleza y poder humano, anhela a Dios con todas sus fuerzas. El insatisfecho anhelo de Verdad y de Amor quema al hombre como fuego. El ansia de Dios lo devora. A medida que se van penetrando más y más de amor su deseo de Dios va creciendo con movimiento uniformemente acelerado. Así pudo escribir Santa Catalina de Génova, ya citada: "Es una pena tan excesiva, que la lengua no sabría expresarla, ni la inteligencia concebir su rigor. Pero no creo que se pueda hallar un contento igual al de las almas del purgatorio, si no es el de los bienaventurados en el cielo. El contento aumenta cada día, a medida que Dios penetra en el alma en pena, y la atraviesa a medida que se desvanecen los obstáculos que a ello se oponían". 

      A medida que todos sus niveles humanos van siendo invadidos por el amor, se inflama más y más su deseo, y su egoísmo va siendo consumido. Dante en la Divina Comedia, en el canto XXIII del Purgatorio, escribe este verso de profunda dulzura: "Se oyó llorar y cantar: "Domine, labia mea aperies", con tal acento que hacía nacer en nosotros placer y dolor". Cuanto más se ahonda y profundiza el nivel del dolor, tanto más se eleva el júbilo del surco. El desarrollo de la persona avanza con la contribución de su dolor. Así, la frase de M. De Saci al morir, está impregnada bellamente de esperanza y de fe: "¡Oh, bendito purgatorio!". El fuego del purgatorio es un fuego de júbilo, al contrario del sufrimiento del infierno que es un fuego de tormento. En el Purgatorio las almas sin su envoltura biológica, ni la distracción de sus anteriores deberes, son necesariamente contemplativas, todas para Dios. Su fuego es llama que consume y no da pena, como dice San Juan de la Cruz, porque su amor a Dios es inmenso y saben que están salvadas y próximas.