Domingo XXVI Tiempo Ordinario, Ciclo B

La caridad no es envidiosa

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

Eldad y Medad están profetizando en el campamento"... "Moisés, señor mío, prohíbeselo". "¿Estás celoso de mí?" Números 11,25. Moisés se ha quejado al Señor de que él solo no puede soportar al pueblo porque "pesa demasiado" pues siempre se está lamentando, añorando las cebollas de Egipto (Nm 11,4), El Señor le manda que elija a setenta ancianos, sobre los que hará descender el espíritu. Comenzaron todos a profetizar, incluso Eldad y Medad, que, aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda, sino que se habían quedado en el campamento. Su profetismo no es, como el de los profetas clásicos, que daban un mensaje de Dios sino un profetismo extático, que manifestaba la presencia de Dios en aquellos hombres, a la mnera como el Espíritu cayó sobre Saúl, elegido rey, y profetizó con un grupo de profetas, precedidos de arpas, tambores, flautas y cítaras (1 Sm 2,5). 

2. La sencillez y desinterés de Moisés no monopoliza el prestigio y el poder, sino que lo comparte, y por eso lo puede ver multiplicado: "¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!". El carisma no es un bien particular, sino un don de Dios, para edificar su pueblo en el mundo. Es el espíritu del Señor actuando en los hombres, convertidos en hombres nuevos, según Jeremías: "Pondré mi ley en su interior" (Jr 31,33). Y según Joel: "Yo derramaré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes visiones. Y hasta en los siervos y siervas derramaré mi espíritu aquellos días" (3,1). Es lo que ocurrió en Pentecostés cuando invadió a los discípulos, que cantaban las maravillas del Señor (Hch 2,4). 

3. Dios es el Dios de todos los hombres, y nos ha hecho un pueblo de profetas, incluso a los "cristianos anónimos", y no hay que despreciar al que aporte aunque sólo sea "un vaso de agua" (Mt 10,42) a la construcción y extensión del Reino. 

4. Jesús va formando a sus discípulos enseñándoles las virtudes que deben poseer y lo que deben evitar en la comunidad, que tiene que evangelizar al mundo, como el escándalo. 

5. Rima el pasaje de Números hoy con el de Marcos 9,37: "Juan dice a Jesús: Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros". Uno y otro alejan de la comunidad del Señor a la gente, creyéndose ellos propietarios del Espíritu. La falta de caridad, que "no es envidiosa" (1 Cor 13,4), induce a Juan a la intolerancia, al exclusivismo, al encerramiento en el grupo y en el clan. Gran parte de la sociedad está estructurada sobre la competitividad, y algún sector de la Iglesia parece que quiso formar líderes, más que equipo y familia colaboradora. Da la impresión de que la consigna del Señor: "El mayor sea el servidor y el último de todos" (Mt 23,11), está por estrenar. Jesús pone la prioridad en el servicio, que es el amor. Pero donde no hay amor se engendra la envidia, a veces con formas muy suaves, solapadas e hipócritas. La envidia de cualidades y la estima y el afecto, se llama celos, que inducen a: "Se lo hemos prohibido". Es el pecado más universal, dice San Roberto Belarmino. Hija de la soberbia, dice San Agustín Uno de los apóstoles, Juan, vio expulsar demonios en nombre de Jesús a uno que no era del círculo de los discípulos y se lo prohibió. Al contarle el incidente al Maestro, se oye que Él responde: «No se lo impidáis... El que no está contra nosotros, está por nosotros». 

6. Es un tema de gran actualidad. La teología siempre ha admitido la posibilidad, para Dios, de salvar a algunas personas fuera de las vías ordinarias, que son la fe en Cristo, el bautismo y la pertenencia a la Iglesia. Esta certeza se ha afirmado en la época moderna, después de que los descubrimientos geográficos y las aumentadas posibilidades de comunicación entre los pueblos obligaron a tomar nota de que había incontables personas que, sin culpa alguna, jamás habían oído el anuncio del Evangelio, o lo habían oído de manera impropia, de conquistadores o colonizadores sin escrúpulos que hacían difícil aceptarlo. El Concilio Vaticano II ha dicho que «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» de Cristo, y se salven (GS sobre la Iglesia y el mundo actual, 22). Jesús es el Mediador y el Salvador único de todo el género humano, y quien no le conoce, si se salva, se salva gracias a Él y a su muerte redentora. Los que, aún no pertenecen a la Iglesia visible, están objetivamente «orientados» hacia ella, forman parte de esa Iglesia más amplia, conocida sólo por Dios. 

Jesús quiere que las personas «de fuera»: no estén «contra» Él, es decir, que no combatan positivamente la fe y sus valores, que no se pongan voluntariamente contra Dios. Si no son capaces de servir y amar a Dios, sirvan y amen al menos a su imagen, que es el hombre, especialmente el necesitado. Dice hablando aún de aquellos de fuera: «Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa». 

Deberíamos alegrarnos inmensamente frente a estas nuevas aperturas de la teología católica, como le decía el padre del pródigo al hijo mayor. Saber que nuestros hermanos de fuera también tienen la posibilidad de salvarse: no hay nada más liberador y qué confirma mejor la infinita generosidad de Dios yque su voluntad es «que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4) Debemos hacer nuestro el deseo de Moisés de la primera lectura: «¡Ojalá Dios les diera a todos su Espíritu!». 

¿Debemos dejar a cada uno tranquilo en su convicción y dejar de promover la fe en Cristo, pues uno se puede salvar también de otras maneras? No. Debemos decir: Podemos decir: «Creed en Jesús, porque quien no cree en Él estará condenado eternamente»; pero es mejor decir: «Creed en Jesús, porque es maravilloso creer en Él, conocerle, tenerle al lado como Salvador, en la vida y en la muerte». 

7. El que ama ayuda a promocionarse. Cuando san Alberto Magno, maestro de santo Tomás, se apercibe en su aula del talento de Tomás, al que llamaban "buey mudo", sentenció: "Los mugidos de este buey resonarán en todo el mundo". El no santo habría dicho: "¡A callar!": Aquí sólo yo soy el maestro. Pero, como sería rídiculo decir: "Yo soy formidable", se dice de forma camuflada, atribuyéndolo a su raza - "nueva idolatría"- (Juan Pablo II), institución, partido, camarilla, colegio, familia... Si uno se sitúa en un bando, los aciertos del contrario le producen tristeza y engendran en él agresividad, y gozo sus derrotas. Puro paganismo y, por mucha piedad que parezca tenerse, poco cristianismo. Se decía: "Nuestro Padre, San Juan de Ribera; Nuestro Padre, Santo Tomás y los del Seminario, "hijos de la inclusa porque eran hijos "de la Inmaculada" y no tenían "Padre". 

8. La envidia y los celos impiden el crecimiento de la comunidad de Jesús con su afán exclusivista; "tú sobras", o "no haces falta", y por tanto, cállate. Pretenden monopolizar los carismas del Espíritu que los reparte para edificar su Cuerpo y no para destruirlo, o limitarlo. Jesús, por el contrario, no rechaza a nadie que sirve, aunque sea en una tarea insignificante. Quien no actúa con esos sentimientos de universalidad de Jesús, que quiere que todos se salven y que el mundo arda en amor, es motivo de escándalo. 

9. La envidia no está lejos de la comunidad de Jesús, de la gente piadosa, religiosa, que hace cosas buenas y cumple misiones apostólicas. La soberbia espiritual y la envidia espiritual son muy sutiles. El gusto de dominar espiritualmente a los otros es una terrible amenaza para la vida del espíritu. Es como un gas letal que hace irrespirable la atmósfera. Cuando el libro de los Hechos alaba a Bernabé porque al llegar a Antioquía se alegró mucho al ver la gracia de Dios, señala que porque era bueno. El ojo perverso, por el contrario, ve el mal, no el bien. Y ¡cuántas iniciativas han fracasado a causa de este vicio! 

10. Cuando el hombre ve las cualidades del otro o sus posesiones, si no las tiene él, siente envidia, como Juan: "No es de los nuestros". Y, como Josué, dirá: "Moisés, prohíbeselo". Ha escrito un autor alemán que en las sociedades muy jerarquizadas, la envidia es muy corriente. San Cipriano se ufanaba de las alabanzas tributadas a san Cornelio, Papa: "¿Qué sacerdote no se congratulará de las alabanzas tributadas a un colega suyo, como si se tratara de las suyas propias? ¿O qué hermano no se alegrará de las alegrías de otros hermanos? (Carta de San Cipriano, obispo de Cartago a San Cornelio, papa). Es lo contrario de lo que le sucedió a Pablo, a quien, según un autor contemporáneo, no le disgustaban los discursos de Pedro, sino la elocuencia de Esteban. Por eso Esteban tiene que morir. Pero el que dice: "yo amo a Dios, y se desentiende de su hermano, es un mentiroso" (1 Jn 4,20). 

11. Los que no hacen nada necesitan criticar a los que hacen. Es la ley de la compensación de los frustrados. Se sienten realizados destruyendo lo que no fueron capaces de construir. Les parece que ellos crecen lo que rebajan al hermano. En los acomplejados, la envidia es una reacción agresiva cuando ven pálida su imagen comparada con la del que brilla. Orgullo, vanidad, envidia, deseo de poseer cosas o personas, egoísmo y arrogancia... "Celos, envidias, son hijos de la carne (Ga 1,5), y destruyen, no construyen. Viendo lesionados sus deseos, brota el deseo de venganza. Y cuando el hermano consigue lo que uno él no ha podido obtener, éxito, prosperidad, afecto y estima, le reconcome el resentimiento. "Codiciáis lo que no podéis tener; y acabáis asesinando. Ambicionáis algo y no podéis alcanzarlo; y lucháis y peleáis" (Sant 1,16). 

12. Sólo el amor de Cristo puede curar al hombre enfermo que quiere poseerlo él todo y ser más que los demás. Como remedio hay que contemplar más los dones de Dios en cada uno, pues la ternura de Dios nos llena de tantos bienes que no tenemos por qué envidiar a los demás. 

13. Santiago hace hoy una severa requisitoria contra los ricos soberbios, injustos, avaros, entregados a los placeres del mundo, dirigiéndose a cristianos ricos, injustos y explotadores de los pobres, que ya entonces existían en las comunidades cristianas. Al estilo de los profetas anuncia que los ricos, avaros e injustos, en vez de alegrarse y de gozar, deberían lamentarse por la suerte que les espera; perderán sus bienes y serán condenados en el día del juicio. El castigo no será sólo temporal, sino eterno. Santiago habla de la proximidad de la parusía de Cristo, lo mismo que San Pedro y San Pablo. Jesús también amenaza a los ricos con toda clase de privaciones. Las riquezas que han amontonado en víveres, vestidos, ropas preciosas y metales, serán consumidas por la polilla y el orín, se convertirán en el día del juicio, en una prueba abrumadora de su avaricia culpable. En contraposición se alza la voz de Pablo: "No he codiciado plata, oro o vestidos de nadie" (Hch 20,33. 

14. Los ricos, insensibles a los gritos de los pobres, abusan de sus riquezas para el placer y el lujo. Los banquetes y la ociosidad les han engordado, como si fueran animales destinados al matadero. Los Libros Santos amonestan muchas veces contra los abusos de la comida y de la bebida. Las parábolas evangélicas del rico insensato, del epulón y del pobre Lázaro ilustran los severos reproches de Santiago. El final que les espera lo indica Jesús en la parábola del rico epulón: serán sepultados en el infierno, en donde serán atormentados sin alivio alguno. Los ricos injustos que condenan y matan al pobre inofensivo, imposibilitado para oponer resistencia, provocan en Santiago un reproche de injusticia que recuerda los apóstrofes de Amós o de Miqueas contra los ancianos y jueces de Israel, que vendían la justicia y despojaban al pueblo de todo lo que poseía. 

15. Cuando escribía Santiago, como ya en tiempo de los profetas, los regalos hechos a los jueces decidían frecuentemente las sentencias. La expresión le habéis dado muerte no hay que entenderla de manera directa, sino de una muerte indirecta y lenta, por haber sometido al pobre a gravísimas exacciones. Pues si el pan es la vida de los pobres, al privarles del pan se les mata: "El pan de los pobres es la vida de los indigentes, y quien se lo quita es un asesino. Mata al prójimo quien le priva de la subsistencia. Y derrama sangre el que retiene el salario al jornalero" (Ecco 34,25). Es el pensamiento de Santiago. Los ricos matan al pobre realmente, condenándolo a muerte, o bien lo matan moralmente, privándole de los medios de subsistencia. El pecado de los ricos es tanto más odioso cuanto que el pobre está sin defensa eficaz. Pero el Señor tomará su defensa y vengará al justo oprimido. 

16. Santiago nos dice hoy palabras tremendas: "Los gritos de los jornaleros a quienes se les ha defraudado el jornal, como la sangre de Abel, han llegado al oído del Señor de los ejércitos" Santiago 5,1. Y no sólo es robarle el jornal, sino también el puesto de trabajo, que se acumula en media docena de personas, o el honor, porque quien lo distribuye es víctima de la acepción de personas, distinguiendo a las sumisas y genuflexas, y excluyendo a las independientes, pero auténticas, servidoras del bien, acreditadas por sus obras, pero a cuyo alrededor un hombre enemigo sembró la cizaña. Evidentemente que la vida es corta, y el Señor Justo juzgará las "justicias", que se convirtieron en injusticias: "Cum accepero tempus, Ego justitias judicabo" (Salmo 74,3). Pero da la impresión de que los que mandan aquí, ofuscados por los fuegos fátuos de sus éxitos, pierden de vista la perspectiva del juicio del más allá, o como el Condenado por desconfiado, piensan "muy tarde me lo fiáis" o, presumiendo de la infinita bondad de Dios ante quien habrán de rendir cuentas, olvidan que es igual de justo que misericordioso y que "judicium durissimum, his qui praessunt fiet" (Sap 6,6). "Tomaron posesión" del cargo y lo patrimonializan, no como administradores y servidores del bien común, sino como señores y dueños "pro domo sua". Con acierto, el humilde párroco de un pueblecito, con quien quiso confesarse el emperador Carlos V durante una cacería, le dijo con todo respeto al emperador: "Habéis confesado los pecados de Carlos, confesad ahora los del emperador. ¿Cómo son gobernadas las provincias?, ¿cómo se administra la justicia?, ¿evitáis los escándalos?, ¿mejoráis las costumbres?, ¿practicáis la acepción de personas?, ¿qué concepto tenéis de la justicia distributiva?, os dejáis influenciar por el halago de la lisonja?- "Hoy he aprendido a confesarme bien", dijo Carlos a los cortesanos. 

17. Con el Salmo 18 pedimos al Señor que "nos preserve de la arrogancia para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado" de considerarnos los mejores. Pecado frecuente, generalizado, excesiva confianza en el propio criterio, en el propio saber, aunque sea escaso.