Domingo XIII Tiempo Ordinario, Ciclo A
Autor: Padre Jesús Martí Ballester
- RECIBIRÁN PAGA DE PROFETA
- EN LA CRUZ BRILLA UN ROSTRO HUMANO
1. El libro de los Reyes prepara hoy el mensaje del evangelio. El hijo suscitado por Eliseo a la sunamita generosa, sin hijos y con el marido viejo 2 Reyes 4,8, es la confirmación de las palabras de Cristo: "El que os recibe a vosotros me recibe a mí, el que recibe a un profeta tendrá paga de profeta, el que dé un vaso de agua a uno de estos pobrecillos porque es mi discípulo, no perderá su paga"Mateo 10,37. Esto caracteriza la aceptación que los discípulos de Jesús recibirán de aquellos a quienes van a evangelizar.
2. Evangelizar es elevar, es hacer un bien muy grande, es descubrir un horizonte sin el cual la vida humana se queda corta, pobre y chata. “La carne no vale para nada” (Jn 6,64). Los que carecen de la verdad evangélica, viven ciegos, como topos, y por eso se aferran a las únicas realidades que ven, que son las únicas con las que cuentan, las que se pueden apreciar de noche y por los sentidos. Hay un museo valiosísimo y bellísimo dentro, pero no saben que existe. Por eso anunciarles el evangelio, no es hacer un prosélito, sino promocionar a un hombre para que sea plenamente hombre, mediante la participación en el misterio de Cristo, que culmina en la celebración del sacrificio de la Eucaristía, que rememora y representa la inmolación de la cruz, que nos diviniza. Nada mejor podemos ofrecer. Nada más grande y duradero podemos ofertar y enseñar y predicar. Estos días que estamos conociendo por los medios la razón de la gran sabiduría de Einstein basada en las dimensiones supranormales de su cerebro, se nos ofrece la posibilidad de pensar: ¿cómo se puede comparar la sabiduría del hombre más sabio del siglo, con la infinita sabiduría de Dios, que la fe nos participa?3. Hay que reconocer que la lectura del evangelio de hoy es estremecedora. Jesús quiere ser el centro de todo, porque es Dios. En caso de conflicto de amores, hay que posponerlos todos. El ha de ser el amor preferencial. “Y el que no toma su cruz y le sigue, no es digno de él”. La cruz era un tormento terribilísimo romano, importado por ellos cuando invadieron Judea. Los contemporáneos de Cristo estaban acostumbrados a ver hileras de personas clavadas en los caminos en sus propias cruces. Sólo cuando murió Herodes el Grande, el gobernador Varo, ordenó crucificar dos mil judíos para que sus familias lloraran la muerte del rey. Cuando Mateo escribe el evangelio, sus lectores ya tienen la experiencia vivida o escuchada de Jesús con la cruz a cuestas y clavado en ella hasta morir. Pero también sabían que la cruz no era lo que era materialmente: dos maderos toscos cruzados. En el centro de la cruz, colgado de ella y desangrado, agonizaba y moría el Redentor. Y esa circunstancia sustancial es la que al estremecimiento de la renuncia al padre y a la madre, al hijo y a la hija y al mandato de tomar la cruz, le da alas y facilidad. La doctrina de estas exigencias es una resonancia de las palabras de Jesús: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: Aquí están mi madre y mis hermanos». «El que no pospone a sus padres y hermanos, no puede ser mi discípulo».Jesús ha iniciado la creación de una familia nueva, a imagen de la Trinidad, enraizada en unos lazos especiales, nacidos del Espíritu y no de la carne. Él lo había ido anunciando paso a paso durante su peregrinación con los hombres: En el Templo, a su madre angustiada; en sus correrías de predicador, a la mujer que bendijo a su Madre; ante los discípulos, en el texto citado y, finalmente, a Juan y a la Mujer, en la cruz. Con esta actitud no desprecia los vínculos de la sangre, los eleva, los sublima. Y, de paso, nos advierte que éstos pueden encerrarnos en un círculo excesivamente limitado, cuando hemos recibido una vocación de universalidad.
Los consagrados, especialmente, han sido llamados y tienen la misión de vivir esa comunión universal, fundamentada en el espíritu. Esa es la razón de la exigencia de la virginidad y del celibato. Si con esta inmolación no se logra la comunión de eclesialidad, se frustra el fin de tan gran sacrificio impuesto a la humana naturaleza. El ser humano en todas las épocas es el mismo en su raíz, y en el evangelio encontraremos expresiones que no se entenderán bien en nuestro hoy. Por eso, si la familia carnal se integra en la comunidad cristiana, cumple aquélla su finalidad, y entonces nada hay que objetar a la vida cristiana. Un caso paradigmático atrae nuestra atención en los tiempos modernos, sin necesidad de tener que remontarnos a siglos pretéritos: el de la familia de santa Teresa del Niño Jesús, con cuatro hermanas de sangre en el mismo monasterio de Lisieux, hijos de unos padres santos. Pero allí mismo «la pequeña Teresa» encontró un campo de lucha difícil, donde tuvo que combatir para no dejarse arrastrar por las inclinaciones naturales, que tantas y tantas veces reclamaban satisfacciones y efusiones que ella no se permitía porque, decía, «ya no estamos en casa». «Madrecita mía —escribe a su hermana Paulina en el ocaso de su vida—, ¡cuanto sufrí entonces! ¡No podía yo abrirte mi alma y pensé que no me conocías ya! (Historia de un Alma, XII,225).
4. Cuando uno ha encontrado al Amigo, el tesoro, la perla preciosa, tiene ya mucho camino recorrido. Porque ya toda renuncia se le facilita. Todos estamos hambrientos de amor y de caricias afectuosas y necesitados de atenciones. Y sabemos que ningún amor es mayor que el de Cristo, ni más duradero y constante, ni que hay caricias y regalos más auténticos y tiernos que los de sus divinas manos. Ver con los ojos especiales de la fe su caricia constante en el sol que amanece cada día, en la brisa, que orea nuestro sudor, en la belleza de la rosa y de la madreselva, en el pequeño servicio que nos han preparado, en la comida guisada y servida con amor, en la atenta limpieza de la habitación, en la carta que nos han escrito robando tiempo al sueño, en la homilía que estamos escuchando o leyendo en la que palpita el corazón, en la sonrisa del vecino, y también en el dolor de espalda motivado por la postura ante el ordenador, en el malestar de los ojos centrados en la radiación de la pantalla, en el desdén del rechazo de nuestro trabajo y en las molestias de los achaques de las diversas enfermedades. Y, en lo que más cuesta de asumir: en la interpretación maliciosa de nuestras mejores intenciones asumidas con amor, cuando queremos servir a los hermanos de balde y con todo lo nuestro. Todo son caricias de este Hombre-Dios fascinante que nos sorbe el seso, a la vez que nos hace sabios. El verdadero tesoro es haberle encontrado a El, y en los momentos más amargos, podernos recostar sobre su inmenso corazón palpitante. El amor a Cristo, mueve el sol y las estrellas. Por él se puede renunciar todo lo que se amaba y quemar lo que se adoraba. La experiencia de haber encontrado al mejor amigo del mundo es el mayor gozo del mundo. Es la alegría de haber hallado una vida nueva. Eso es lo que los discípulos de Jesús saben que han encontrado cuando han descubierto a Jesús y al convivir con El en intimidad esponsal. Han encontrado una perla preciosa, y un tesoro (Mt 13,44). Saben ya que vale la pena venderlo todo para conseguirlos. Desde esta visión positiva del amor a Cristo, que llena por completo el corazón del discípulo, la separación del padre, la madre, el hijo o la hija, se hace posible, aunque, a veces, no deja de ser muy amarga. Sin el amor de Cristo, que no es sólo afecto y sentimiento, sino fortaleza, madurez y robustez del Espíritu, las renuncias exigidas por su seguimiento, no tienen ni explicación, ni consistencia y, por tanto, si ese amor se enfría o se debilita, puede asaltar la tentación de la deserción. Y su realidad. Una prueba de que el seguimiento del Señor es recompensado al ciento por uno, es la generosidad con que es tratado Eliseo, el profeta peregrino del Señor, por la mujer sunamita, que le ofrece con dedicación y cariño, el hospedaje en su casa. Quien, a su vez, va a ser recompensada con un hijo, “no tiene hijos y su marido ya es viejo”, porque Jesús no va a dejar de pagar ningún servicio, aunque sea tan pequeño y humilde, como un vaso de agua fresca ofrecido a sus pobrecillos.
5. Si a los que han sido llamados a compartir con Jesús su ministerio o la dedicación total y plena a la edificación de su Cuerpo, exige Jesús posponer los vínculos de la sangre, no es menos exigente el Señor con los que, permaneciendo en su hogar, quieren seguirle. También a éstos dice el Señor: "El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí". La cruz, ha de ser entendida aquí como todo aquello que contraría los instintos naturales del hombre, que crecen torcidos por la fuerza de la semilla y la raíz del pecado. Y todo aquello que cuesta esfuerzo, exige autocontrol, y requiere dedicación, dolor, y trabajo. Se ha escrito: "Juan Pablo II es víctima del trabajo". Está a la vista de cualquiera. Los premios Nobel se han comprado con vida. La vida es consiguiente a la muerte. La resurrección viene después de la crucifixión. Buscar luchar por encontrar la vida terrena y sus planes intramundanos de éxito y de seguridades, es exponerse a perderlo todo, y, sobre todo, la intimidad con el mejor de los hombres, Dios, que se ofrece como amigo, compañero, esposo, hermano, padre, confidente, precio y premio. Pero no sólo es necesario haber encontrado esa intimidad, sino que hay que cultivarla a pulso, día a día, minuto a minuto. Porque sin oración constante comienza a languidecer y acaba agostándose. Para que las rosas brillen lozanas y esplendorosas, hay que regar y abonar el rosal.
6. Es lo que hoy se nos dice a nosotros: Vale la pena perderlo todo, incluso la misma vida, para encontrar esa vida de Dios en Jesús. Jesucristo está a muchos años luz de los políticos que ofrecen todo lo que saben que no van a cumplir, para conseguir votos. La oferta que hoy nos ofrece en el evangelio, no sólo no es atrayente, sino para el que la oiga se eche atrás todo lo más lejos que pueda. Pero nos dice la Verdad. El es la Verdad. Y sabe que al hablarnos de seguirle con la cruz a cuestas, y perder la vida por él y renunciar a la propia familia cuando se opone a su seguimiento, es la única manera de recibir la vida y de gozarla con El y con el Padre y el Espíritu, eternamente. No comprender esa inefabilidad es lo que hace a nuestros cristianos vivir en la mediocridad. Se han quedado en la orilla; no han penetrado en el misterio del océano del amor de Cristo, como penetró y experimentó Pablo que afirma que si hemos muerto con Cristo, viviremos con él.
7. Por el Bautismo hemos muerto a la vida del pecado, nos hemos incorporado a Cristo, formamos un cuerpo con El. Por eso hemos de vivir muriendo Romanos 6,3, y ese es el precio que hay que pagar para vivir su vida de resucitado. La muerte cotidiana al pecado, el "Cada día muero" (1 Cor 15,31), ha de ser la contraseña del discípulo del Crucificado. Cuando uno se propone y se dispone a seguir a Cristo, cumpliendo los mandamientos, no mentir, ser limpios de corazón, trabajar por el Reino gratis y con todo lo suyo, no es necesario que busque la cruz, le llegará inaplazablemente y con toda seguridad. “Si nosotros no morimos al mundo, escribe Santa Teresa, el mundo nos matará”. El Beato Hermano Rafael se fue a la Trapa y escribió: “Dejé a los hombres del mundo y me encontré a los hombres en el monasterio”.
8. Este misterio de gloria es el que pone en nuestro corazón y en nuestros labios el Salmo 88: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades. Y dichoso el pueblo que sabe aclamarte". Y mientras yo te alabo con tu pueblo, respóndeme, Tú, Señor, con la bondad de tu gracia sanante y santificante.
9. En el sacrificio de la Eucaristía se hace presente esa vida y ese amor, que nos salva y nos ofrece la ilusión y la dicha de vivir al servicio de tan gran Dios, "que levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes de su pueblo; que a la estéril le da un puesto en la casa, como madre feliz de hijos" (Sal 112), y nos hace a nosotros también fecundos, como la palabra de Eliseo resucitó el seno de la mujer sunamita, que no tenía hijos y su marido no se los podía suscitar. Mientras la mujer fecunda y dichosa según la carne, queda sin hijos.