Domingo V de Pascua, Ciclo C

El Mandamiento nuevo, aunque antiguo

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

Pablo con Bernabé, llegan a Antioquía, en donde habían recibido la misión del Espíritu mediante la oración, el ayuno y el envío de la comunidad. En las familias recientes han ido dejando el mensaje de "que hay que pasar mucho para entrar en el reino de los cielos". Aparte de las luchas interiores para mantener la relación con el Señor, convertido ya en Señor de sus vidas, comunes a todos los fieles, ellos, como miembros y comunidades nuevas sin arraigo todavía, serán más zarandeados. Pero la fuerza del Espíritu también será mayor. El niño recién nacido, precisa más cuidados de la madre, y los tiene. Han orado en las comunidades, y han ayunado juntos y les han dejado una elemental organización.

2. Pablo y Bernabé se presentan a los ojos de los nuevos retoños de la Iglesia, primicia de la gentilidad, como modelos de la magnanimidad, paciencia y valentía cristianas, por su arriesgado vivir y entusiasmo emprendedor, tan alejado, a veces, de la pusilanimidad de los cristianos instalados confortablemente, puntillosos y susceptibles, incapaces de emprender cualquier actividad o destino que les suponga tener que renunciar a sus manías de perder la salud, o temerosos de acortar su vida, que les empequeñece las capacidades creativas y de iniciativa. La intrepidez de la fe de aquellos, debe ser un acicate para la enfermiza fe de los actuales, que parece ignorar que nuestras vidas están en las manos de Dios. 

3. Reunida la comunidad de Antioquía, recibe a los misioneros, que cuentan sus experiencias y cómo han palpado la acción del Espíritu Santo con su providencia en aquella primera misión extramuros del judaísmo Hechos 14,20.

4. Pablo y Bernabé, llenos del gozo del Espíritu, contaron a los fieles de Antioquía "las hazañas de Dios y la gloria y majestad de su reinado", que se había manifestado bendiciendo los trabajos que ellos, por obediencia a la comunidad, habían comenzado y desarrollado Salmo 144.

5. Pero, ¿cuál había sido el principio vital y dinamizador que puso en marcha a estos evangelizadores, y que les sostuvo en medio de pruebas tan diversas y de persecuciones tan encarnizadas? La tarde del Jueves Santo, durante la cena, después de lavar los pies a sus discípulos, hubo un momento en que Jesús se sintió profundamente conmovido, y anunció que uno de ellos le iba a traicionar. Cuando Judas hubo salido, a pesar de la tristeza que había penetrado en el corazón de todos por la predicción de Jesús, quedó aliviada la tensión, y se intensificó el clima de intimidad, que Jesús acrecienta, al dirigirse a sus amigos llamándoles: "hijitos míos". Quizá no los había llamado nunca con esa ternura. 

6. La intensidad del momento es máxima, e inmensa su densidad. Está hablando un hombre condenado a muerte, horas antes de ser ajusticiado. Las palabras que está diciendo deben de ser muy importantes y trascendentales: "Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es también glorificado en él". Nosotros hubiéramos pensado: Ya está bien de ocultamiento, de espera, de méritos no reconocidos; se le va a hacer justicia reconociendo su valía y colmándolo de honores. 

7. Jesús piensa de otra manera: La glorificación coincide con el último acto de rechazo de los suyos, con la humillación máxima, la traición de Judas. Porque la crucifixión y muerte constituyen el primer acto de todo lo que viene después: Crucifixión, muerte, resurrección, Iglesia penetrada del Espíritu, todo forma una unidad para que el hombre llegue a vivir en Dios. La gloria de Jesús es la gloria del Padre: Están unidos los dos con un lazo eterno y su voluntad humana está vitalmente identificada con la del Padre. Dentro de unos momentos en la oración del huerto, le dirá: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). 

8. Pero ¿cuál es la voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). ¿Por qué tanto interés hasta entregar a su propio Hijo a la cruz? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13,31. Ese es el secreto que había urgido a los Apóstoles a entregarse a Dios y a los hombres, como él, amándoles primero, cuando aún eran pecadores y hasta el fin, hasta el extremo. Así es el amor de Cristo.

9. ¿Dónde está la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al prójimo eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es éste el amor nuevo. La novedad de este amor no es pues el amor, sino la identidad del amor con el amor de Jesús, que va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). "Nadie me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo", sino "como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento "nuevo". Donde se realiza un acto de virtud, aunque escondido e inapreciable, allí está brotando como una yema viva, el mundo nuevo y la tierra nueva.

10. Ese amor nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que se da entre el Hijo y el Padre y es sacramento que presencializa el amor existente entre el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra el mundo nuevo, de gracia, de santidad y de vida. El mundo de Dios, cuya ley es la ley del amor: "Ví un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el universo nuevo, el mar ya no existe”. “Cielo y tierra” es un “binomio de totalidad”, dos términos opuestos para significar “el mundo de Dios, el nuevo, y el mundo viejo, el del mal”. Ha pasado el mundo viejo, marcado por el pecado y por la muerte; por esto dice que “el mar ya no existe”, pues el mar es considerado la fuerza del mal (Ap 13,1). Y nace un mundo nuevo, que ya comenzó con la resurrección de Jesús y llegará a su plenitud en la consumación final, un final que será un nuevo comienzo. Un mundo nuevo en contraposición al viejo, caduco, agotado por transgredido, como un odre viejo, frágil y gastado, que con la fuerza del vino nuevo, se rasga y se pierde. No contra el antiguo, dado por Dios, al que la muerte de Cristo y la fuerza de su resurrección va a vigorizar a los hombres con el dinamismo del Espíritu. Así lo confirma San Juan en su carta 1, 2,7: “No os escribo un mandamiento bisoño, sino el mandamiento antiguo antiguo. Y sin embargo, mandamiento nuevo”.

11. Mundo nuevo cuya capital es “la Ciudad santa, la nueva Jerusalén”, que siendo la Ciudad nueva lleva el nombre de una ciudad vieja, Jerusalén, la ciudad de Dios, hacia la cual el antiguo pueblo de Dios dirigía su rostro y su corazón cuando oraba (Dn 6,11), la ciudad de las grandes solemni-dades litúrgicas, la meta de los peregrinos que subían cantando el Salmo: “¡Qué alegría, cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! ¡Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!” (Sal 121,1-2). 

12. El Apocalipsis personifica la nueva Jerusalén en la esposa: “Vi a la Ciudad santa de la Nueva Jerusalén, que descendía del cielo como una novia que se adorna para su esposo”. Esposo y esposa, con la que los profetas y el Cantar de los Cantares anuncian la Alianza de amor entre Jesucristo y la Iglesia y que San Juan ve como la esposa del Cordero “ataviada, le han regalado un vestido de lino puro, esplendente, (el lino representa las buenas obras de los consagrados)” (Ap 19,8), bella metáfora con un mensaje también hermoso: todo cristiano ha de contribuir con su vida santa a tejer el vestido nupcial de la Iglesia y a darle mayor esplendor. Y una voz potente dijo a Juan: “Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9). “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los llamados a la cena del Señor”.

13. Y de la imagen del banquete de bodas el Apocalipsis pasa a la de la tienda. En el desierto el pueblo de Dios se reunía ante la Tienda de la Alianza. Desde ahora se reúne dentro, donde la presencia de Dios alcanza la máxima intimidad: “Y escuché una voz potente que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres: extenderá su tienda sobre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Es la bienaventuranza del cielo, el cumplimiento del plan de salvación que Dios tiene sobre la humanidad. Todos los hijos de Dios reunidos en la casa del Padre. Reposo, intimidad, amor, dicha, eternidad. “Este será el fin sin fin” (San Agustín, La Ciudad de Dios). 

14. Esta felicidad se realizará con toda certeza, porque es palabra de Dios: “Dijo el que está sentado en el trono: Ahora hago el universo nuevo. Y añadió: Escribe: Estas palabras verídicas son de Dios. Me dijo también: Ya son un hecho: Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin”. Es la primera y la última vez que habla directamente Dios en el Apocalipsis. Su primera palabra en el Génesis fue: “Hágase la luz. Y la luz fue hecha” (Gn 1,3). Ahora su última palabra es un eco de aquella primera: “Hago un universo nuevo. Ya está hecho”. Un arco poderoso unifica la Historia de la Salvación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, desde la creación hasta la consumación. Dios es la primera y la última letra del alfabeto griego, Alfa y Omega. Dios tiene la primera y la última palabra sobre el destino del mundo y de la humanidad. Pero para alcanzar la vida eterna hay que luchar y vencer: “Esta será la herencia del vencedor Yo seré Dios para él; y él será hijo para mí' (Ap 21,7) “Manténte fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida” (Ap 2,10)."

15. Para un mundo nuevo, un mandamiento nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoismo, hay que derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y actuar. Estrenemos el amor. San Pablo canta las excelencias de ese amor: "Es paciente", y para serlo, es necesario vencer la impaciencia, que nace del orgullo. "No es envidioso, no se jacta, no se engríe, no ofende, no busca el interés propio, no se irrita, no lleva cuentas del mal. Todo lo comprende, y perdona, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera" (1 Cor 13,4). Es necesario ser educados para el amor, que no brota de nuestro natural. El amor se nos infunde. Dios es amor y nos ama y nos deja la semilla del amor, que hemos de cuidar y hacerla crecer y fomentarla siguiendo los ejemplos de Cristo: "Amaos como yo os he amado". Entregaos unos a otros como yo me entrego por vosotros.

16. Amor nuevo, que inaugura la era de Jesús, la civilización del amor en que "las tinieblas han dado paso a la luz verdadera" (1 Jn 2,8). Y tal es la novedad y la categoría de este amor que él será el carnet de identidad de los discípulos: "La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros". 

17. Desde la hora gloriosa y tremenda en que Jesús pronunció este mandamiento y por los siglos, el mundo ha sido penetrado por la inundación de este amor. A través de la historia, mártires como Esteban, como Maximiliano Kolbe, como Teresa de Calcuta, Teresa del Niño Jesús y tantos innominados, han testimoniado con su sangre o con sus vidas el amor nuevo, con que eran reconocidos los primeros cristianos, de los que los paganos decían: "Mirad cómo se aman". Amor que no es ni simpatía, ni altruísmo, ni filantropismo, sino amor teologal participado del amor con que el Hijo ama al Padre, y el Padre ama al Hijo, con el Espíritu Santo por medio. Con el amor con que se entrega cada Persona a la otra, estamos llamados a amarnos unos a otros, como Cristo nos ha amado. Es la tarea más revolucionaria que ningún hombre puede emprender. La única que es capaz de cambiar el mundo de raiz. Ese es el amor cuyo manantial es la propia carne y sangre del Redentor, que participamos en el banquete eucarístico. Pidamos, como San Agustín, “Señor, dame el amor que me mandas, y pídeme lo que quieres”.