Domingo V  de Cuaresma, Ciclo B

El grano de trigo caído

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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LO HE GLORIFICADO Y LO GLORIFICARE.

1. "Llegan días en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva" Jeremías 31,31. Durante muchos años el pueblo ha quebrantado innumerables veces la Alianza del Sinaí. Ante esta frustración, y para remediar la debilidad de su pueblo, el Señor promete una alianza nueva. En los tiempos de la infidelidad, cuando se había secado la interioridad, fuente del amor, la religión no era más que la cáscara de una nuez vacía. Como Jeremías, en medio de su soledad y desolación, había experimentado la comunicación vital con Dios intenta expresar la vivencia inefable que él ha vivido, con la frase "llegan días", que tiene el mismo sentido que la "hora" de Juan: "Padre, líbrame de esta hora". En esos tiempos que llegan, en "esos días, en esa hora" la religión será lo que debe ser: personal, interior, experiencial, mística, sobrenatural, fruto de la efusión del Espíritu. "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones y todos me conocerán cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados".

2. Ni la Ley de Moisés ni en general ninguna ley positiva y escrita, puede cambiar el corazón del hombre. Por esta razón, cuando Jesús envíe a los discípulos en Pentecostés al Espíritu, no les dará una ley exterior, sino una ley interior, que no está escrita en la piedra, sino en los corazones. Será el cumplimiento de la profecía de Ezequiel: «yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios» (11, 19).

3. En la cruz, Jesús destruye el corazón de piedra de los hombres. Cuando el Espíritu de Cristo penetra en el cristiano, en la medida en que éste lo acoge, cambia y transforma el corazón de piedra en corazón de carne. La nueva ley del Espíritu es el amor, que actúa no «por obligación», sino «por atracción» hacia el bien. Sin el amor no se puede observar la ley. «Si uno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14,23). El amor se prueba en el cumplimiento de los mandamientos: «En esto consiste el amor, en observar sus mandamientos» (2 Jn 6). Entre la ley y el amor se establece una colaboración y una sinergia. El amor apoya la ley y la ley protege el amor. La ley se nos da para sostener nuestra libertad, no para eliminarla, y para ayudarnos a comprender la voluntad de Dios. En la antigua alianza, los sacrificios de toros y de corderos, aunque querían aplacar la justicia de Dios, no conseguían el perdón de los pecados, sólo tenían misión de símbolos. Los sacrificios no son aceptos por la cantidad de sangre derramada, sino por el amor de la víctima sacrificada, del que no son capaces los animales irracionales. En la nueva alianza, sellada con la sangre del Cordero de Dios, quedarán perdonados los pecados del pueblo.

4. Convencido el salmista de que sólo Dios con su gracia, y no los sacrificios de animales, es capaz de reconstruir el corazón roto, clama a él: "Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme", porque no te satisfacen los sacrificios, ni quieres holocaustos" Salmo 50. es motivo de perplejidad para el justo e incluso de escándalo, como lo atestigua el prolongado grito de Job (Job 3,1). El silencio divino no indica ausencia, como si la historia quedara en manos de los perversos y el Señor permaneciera indiferente e impasible. En realidad, ese estar callado desemboca en una relación parecida a los dolores de parto de la mujer que tiene que hacer esfuerzos, jadear y gritar. Es el juicio divino sobre el mal, representado con imágenes de aridez, destrucción, desierto, que tiene como meta un resultado vivo y fecundo. De hecho, el Señor hace surgir un nuevo mundo, una nueva era de libertad y de salvación. A quien estaba ciego se le abren los ojos para que goce de la luz que deslumbra. El camino se hace rápido y florece la esperanza para poder seguir confiando en Dios y en su futuro de paz y de felicidad.

5. Cada día el creyente debe saber percibir los signos de la acción divina incluso cuando está escondida por el devenir aparentemente monótono y sin meta del tiempo. «Pues un éxtasis cósmico se apodera de la tierra: en ella se da una realidad y una presencia eterna que, sin embargo, normalmente duerme bajo el velo de la costumbre. La realidad eterna ahora tiene que revelarse, como en una manifestación de Dios, a través de todo lo que existe» (Guardini). Descubrir con los ojos de la fe esta presencia divina en el espacio y en el tiempo, así como en nosotros mismos, es fuente de esperanza y de confianza, incluso cuando nuestro corazón está turbado y sacudido. El Señor regirá y juzgará «al mundo con justicia y rectitud» (Sal 95,13). En vez de volver la mirada a la opresión, la angustia o el caos del pasado, el creyente debe saber discernir cada día los signos de la acción divina, aún cuando parece estar oculta, para alimentar la esperanza y la confianza en el Señor, el cual tiene la última palabra para juzgar a todas las gentes con justicia y hacer reinar entre ellos la libertad y la salvación definitiva. Acompañémosle en su plegaria con el corazón contrito y humillado, que el Señor nunca desprecia.

5. “Padre, glorifica tu Nombre”. Jesús pide al Padre lo que nos ha enseñado en el Padre Nuestro: "Santificado sea tu nombre", "hágase tu voluntad". Su único deseo, su obsesión, su vida, es glorificar al Padre y cumplir su voluntad. Pero la santificación del Padre y el cumplimiento de su voluntad tienen como sujeto actuante a Dios, no al hombre (Mt 6,9). Por eso nos enseña en la oración a pedirle que lo haga él. Consiguientemente lo lógico es dejarse conducir por la mano del Padre que traza la ruta que más le glorifica a él y a nosotros. Caminar confiados en los brazos del Padre, aunque no entendamos por dónde nos lleva. "Aunque vaya por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo" (Sal 22,4).

6. "Lo he glorificado y lo glorificaré", dijo la voz del Padre, que sonó como un trueno. Lo hemos glorificado y lo glorificaremos, podría haber dicho en plural atribuyendo esta acción a las tres divinas Personas, pero como el que ha cumplido la voluntad de las tres es el Verbo encarnado en Jesús y es él quien se ha hecho visible y obediente, y quien ha revelado el amor y el cariño de Hijo amado del Padre y quien nos ha enseñado a llamar a Dios "Abbá"; y el que va a aceptar la forma incomprensible que le pide la obediencia, y el que se mantiene en la filiación en la forma dolorosa en que se le manifiesta la paternidad de Dios es Jesús, la voz habla en singular, porque Jesús, el Hijo predilecto, se ha dirigido al Padre. También es el Padre el que se atribuye la acción de glorificar a Jesús, que es ser él mismo glorificado, en su resurrección y ascensión y envío del Espíritu Santo. Es decir, Jesús el que vivió y va a morir en el amor y cariño del Padre, no en el gozo de la sensibilidad, sino en el duro trance de la muerte, va a ser glorificado junto con el Padre, pues la glorificación del Hijo señala, sobre todo en su irradiación cósmica hacia la humanidad y hacia el mundo la misma gloria del Padre, que introduce en la gloria eterna al Hijo, que se encarnó por obediencia para culminar su obra salvadora y por eso el Padre lo resucita de entre los muertos, y lo sienta a su derecha en el cielo.

7. Pero la alianza, la comunión y amistad con Dios, hay que comprarla con sangre. La sangre de un hombre-Dios, la sangre de la nueva Alianza va a ser necesaria para borrar todo el pecado del mundo. Y Cristo, como era hombre, antes de derramarla, manifestó su repugnancia

8. Juan narra la oración del huerto anticipada su agonía por el mismo Jesús, que los sinópticos nos contarán después de pasada con un esquema distinto pero equivalente: "Mi alma ahora está turbada. ¿Y qué diré: "Padre, líbrame de esta hora"? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!» Al "Padre, si es posible, pase de mí este cáliz", "no se haga mi voluntad, sino la tuya" de los sinópticos, corresponde, al "¿qué diré?: "Padre, líbrame de esta hora. "Pero para esto he venido, para esta hora" Juan 12,20. Y porque fue fiel, y a pesar de su repugnancia humana, hombre como nosotros rechazó la muerte, hizo verdadero lo que había dicho: "Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto". Da mucho fruto consiguiendo la vida eterna de los hombres, cuya vida es su gloria, según San Ireneo: "La gloria de Dios es la vida del hombre", en lo que se nos manifiesta como el verdadero Padre, con el cariño y ternura que por naturaleza le pertenece al Hijo unigénito, que va a palpar lo terrible que resulta la lucha contra la injusticia, y vivió hasta derramar su sangre, la tremenda contradicción de que el fruto inmediato de la predicación del amor, muchas veces, provoca el odio más demoníaco.

9. Por medio de la comparación con el grano de trigo, Jesús nos hace ver que la muerte es un fracaso sólo en apariencia. El grano muere, se pudre, pero de él surge una nueva planta que crece y luego puede dar muchos granos más. El fracaso real, sería que el grano de trigo no muriera. El grano de trigo que no se pudre en la tierra, queda solo, no se convierte en planta ni puede dar fruto. No sirve un grano de trigo sin germinar, pero la germinación de vida supone entrar él mismo en la muerte. La muerte de Cristo y de los que estamos unidos a Él por la fe y el Bautismo, es como la muerte del grano de trigo: de esa muerte nace Vida Nueva. Muchas veces queremos seguir a Cristo evitando la muerte, escapando a la cruz y entonces quedamos como el grano de trigo que no germina, no muere, pero tampoco da fruto. La turbación, la desolación y la agonía son condición del cristiano como lo fueron también de Cristo. Muchas veces nos quejamos de la desolación y del sufrimiento y nos olvidamos que una forma de acompañar al Señor -que sigue sufriendo hoy en su Cuerpo Místico que es la Iglesia-, es ofrecer a Dios nuestra desolación y sufrimiento como lo hizo el Señor. Cristo no estuvo consolado en Getsemaní. Estuvo desolado y turbada su alma. Sin embargo, el Señor encaró valientemente la Pasión y por eso mereció ser glorificado en la Cruz y en la Resurrección.

10. Ante cualquier dureza de la vida podemos siempre pensar: Jesús siguió hasta el fin la voluntad del Padre, no su propio egoísmo; pero no se le ahorró nada de la dificultad, nada del sufrimiento que todo hombre debe afrontar en casos semejantes. La trágica visión del Monte de los Olivos: la agonía, la angustia, el sudor, el deseo compulsivo de huir ante el peligro, descubre en un punto álgido la normal y humanísima estructura de toda su vida. La Carta a los Hebreos, que leemos hoy y que conoce como ninguna la grandeza de su divinidad, nos hace la teología de su humanidad: «El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágri-mas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era, sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se con-virtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a El, pues Dios lo proclamó sumo sacerdote en la línea de Melquisedec» (5,7).

11. Que Dios deje ir a Jesús a la muerte y que aparentemente muera en la desolación de un abandono total, significa que Dios afirma que el mundo y la muerte son tierra de verdad para el hombre; no teatro de farsa, sino morada que ha de edificar en verdad y mundo que ha de humanizar, hasta hacerlo digno de Dios. Dios no tolera la tierra, el tiempo y la historia como situaciones degradantes para el hombre o como simple espera en el desierto hasta el retorno. La resurrección de Jesús y la resurrección del hombre sólo acontecen cuando se ha atravesado el mar del vivir y se ha cruzado el torrente de la muerte. Pero la resurrección de Jesús es la señal viviente de que el hombre no se agota en la desnuda espera, sino que puede vivir en esperanza, porque alguien ya ha atravesado esas aguas, y ese alguien no sólo es el primero, sino la causa, y que él, siendo pionero de nuestra marcha, avanza hacia la consumación no sólo dejando huellas en la arena del desierto que el viento borra, sino que es camino perennemente abierto (G. de Cardedal).

12. "Ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Al morir Cristo en la cruz va a ser derrotado Satanás, pero esa lucha y victoria va ser una obra gradual durante todas las generaciones, como sabe cualquier cristiano. Pero, al final, todos reconocerán a Cristo como el Salvador.

13. Su fruto nos alcanza a nosotros, aunque si no nos decidimos a dejarnos enterrar, estériles y hombres viejos quedaremos para siempre. Si el grano de trigo quiere guardar su forma, su ser, quedará solo y sin fruto, como los encontrados en las pirámides funerarias de los faraones, que no germinaron nunca. No desarrollaron sus capacidades. Cuando el grano es generoso y ama como Cristo, pierde su vida, pero queda convertido en hombre nuevo, y tiene la gloria de ver multiplicada su vida divinizada y transfigurada, en miles de granos, fruto de su enterramiento y sacrificio.

14. En realidad el grano enterrado no muere, sino que desarrolla su germen vivo, se realiza, pone en marcha toda la potencia que hay en él, pero a costa de que deje que culmine el proceso evolutivo de su ser para que pueda surgir la espiga, y los granos de ésta, a su vez, multipliquen el fruto indefinidamente. El grano que no fructifica es un aborto, podríamos decir, porque aunque nosotros no podemos dar a otros los frutos de la felicidad, sí les podemos ofrecer las semillas.

15. "El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna". Es como decir, el que quiere seguir las leyes del mundo y salir de la obediencia, se pierde para la vida eterna. Sólo el que se aborrece no siguiendo las leyes del mundo, es el que salva su vida. Como la tierra con las venas de sus ríos y manantiales abiertos sobre su cuerpo para que todos los hombres puedan beber, el cristiano que se deja enterrar con Cristo, refrigera y apaga la sed del mundo árido y contaminado. Pero, no pocas veces, el fruto queda escondido, dando la impresión de que ha sido estéril su sacrificio. Jesús que promete el fruto seguro, no lo garantiza como inmediato. Comenzando por él mismo: "Quae utilitas in sanguine meo?". "¿Para qué va a servir mi sangre?" (Sal 29,10). "En vano me he cansado, para nada he gastado mis fuerzas. Pero mi derecho lo llevaba el Señor, mi recompensa estaba en mi Dios" (Is 49,4).

16. El Hijo glorifica al Padre y el Padre glorifica al Hijo, dejándole subir a la cruz y resucitándole y sentándolo a su derecha en el cielo. Así es como glorifica el Padre al Hijo, y lo vuelve a glorificar en los hijos de la Iglesia, como brotes de olivo en torno a la mesa (Sal 127,3) del pan, hecho con granos de trigo molido en la muela de la cruz. Tanta resurrección cuanta crucifixión, que ha comenzado ya en el Bautismo y debemos seguir viviendo durante el calvario de nuestra vida. Es el "quotidie morior" de San Pablo, muero cada día. Tenemos tantos momentos de muerte y resurrección cada día, cuantos se ejercite en aprovecharlos nuestro amor. Acerquémonos a comerlo para recibir fuerzas vivas para la lucha contra el Príncipe de este mundo. Dejémonos atraer por Jesús, el Hijo de Dios, elevado sobre la tierra para que se convierta en autor de nuestra salvación eterna. Amén.