Domingo III de Pascua, Ciclo C

El Espíritu Santo con el Concilio de Jerusalen

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

1. La Iglesia es divina y es humana. Está integrada por santos y por pecadores, pero sobre todo, está dirigida por el Espíritu Santo. Una noche, el Papa Juan XXIII, desvelado en la cama preocupado por los problemas de la Iglesia, se incorporó, y se hizo a sí mismo esta pregunta: "Angelo, ¿quien guía la Iglesia tú o el Espíritu Santo?. Pues si la guía el Espíritu Santo, no tienes por qué preocuparte". Y así se durmió. 

2. Cierto que los momentos eran cruciales para el crecimiento de la comunidad cristiana. Nadie tiene por qué escandalizarse de que, como integrada por hombres de distintas culturas y con distintos pareceres, sensibilidades y criterios, a la vez que tributarios de las razones del corazón y ante realidades concretas, haya manifestado sus discrepancias, a veces en medio de grandes peleas. 

3. El judaísmo tenía raices profundas. En él había dogmas y también problemas pastorales, hijos de las situaciones diversas. Después de la Resurrección y Ascensión de Jesús, algunos, sobre todo los fariseos conversos, querían mantener a ultranza toda y completa la ley y las costumbres, tradiciones y ritos, incluso en principios que no eran objeto de fe. Los innovadores sagaces veían en ciertas prácticas judías una barrera para la conversión de los paganos y, acertadamente pensaban que la mayoría no aceptaría el evangelio por causa de ellas.

4. Pablo vivía el problema en Antioquía, en Asia meridional. Unos judios conservadores que fueron allí, inquietaron a los gentiles-cristianos, que siguiendo el criterio de Pablo y Bernabé, no habían sido circuncidados. Y les atemorizaron: "Si no os circuncidáis, no podéis salvaros". Se produjo un altercado fuerte. Hay que acudir a la Iglesia de Jerusalén. Está ya actuando el Espíritu, porque en vez de enconar el pleito, tuvieron sabiduría para someterlo al juicio de la Iglesia Madre. El problema era de envergadura y de consecuencias trascendentales para el porvenir del evangelio. Y se celebró el primer Concilio. El Concilio de Jerusalén. En él hubo una gran confrontación de pareceres. Para unos, la fe en Cristo no es suficiente para la salvación, es necesaria la circuncisión. Para otros, la ley había encaminado como pedagoga a los creyentes a Cristo. Llegado Cristo, él solo basta. Y el Concilio dijo: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables". Es una fórmula repleta de fe y de sensatez, que a mí siempre me ha conmovido Hechos 15,1.

5. El conflicto en la Iglesia entre distintas apreciaciones, tiene solución en la unidad de la doctrina del magisterio, infalible en lo tocante a la fe y costumbres, aunque discutible en lo pastoral y cambiante. Hace falta fe, humildad, sensatez y discernimiento.

6. Lo importante y fundamental es que "todos los pueblos alaben al Señor" Salmo 66. Esa es la misión esencial y universal de la Iglesia, a la que habrá que sacrificar muchos prejuicios, sentimientos y rudeza y cerrazón de criterio para integrar en la diversidad culturas, razas, tradiciones, que no sólo no restan, sino que enriquecen. 

7. Jesús nos recuerda en el evangelio que "el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo". El secreto de toda fecundidad apostólica consiste en abrirse a la acción del Espíritu Santo y que ésta hace intervenir la maternidad de gracias de María y nuestra unión a ella. Lo que constituye su alma y su unidad es el afán de poner en marcha, de una manera práctica y concreta, nuestra fe en el Espí-ritu Santo como inspirador de la Nueva Evangelización que se impone a nosotros y que tiene su punto de partida en el misterio de Pentecostés, vivido en unión con María, Madre de la Iglesia naciente" (Cardenal Suenens). 

Para el primer concilio y para todas las decisiones importantes, el Espíritu iluminará a su Iglesia, la familia de Dios en la tierra, construída con una muralla grande, custodiada por doce puertas, que son los Apóstoles del Cordero, iluminada por Dios, cuya lámpara es el Cordero Apocalipsis 21,10. Así la vio Juan hiperbólica y metafóricamente. Con un lenguaje lleno de poesía san Juan intenta describir la morada de los bienaventurados. 

8. La entera Historia de la Salvación es un lento caminar hacia la nueva Jerusalén, que san Juan imagina edificada como una Acrópolis “sobre un monte alto y elevado”. Como un bloque de oro puro, adornado con toda clase de piedras preciosas: topacios, rubíes, esmeraldas, zafiros, amatistas, brillantes, lapizlázulis..., reflejo de la gracia y la santidad del pueblo de Dios. Pero ni todo el oro ni todas las piedras preciosas son capaces de darnos una pálida idea de la gloria del cielo teológico, pues “ni ojo vio -dice san Pablo-, ni oído oyó, ni a la mente del hombre llegó lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (l Co 2,9). No podemos imaginarnos el cielo, porque el cielo es el océano de amor del corazón de Dios. 

9. La Ciudad de Dios tiene “doce puertas”, siempre abiertas, tres en dirección a cada uno de los cuatro puntos cardinales, como invitando a entrar a todos los pueblos y culturas. Ciudad capaz de albergar a la muche-dumbre incontable del pueblo de Dios (Ap 7,9). “Su longitud, anchura y altura son iguales”, lo que es signo de perfección y estabilidad. San Juan se ha inspirado en la forma cúbica del Sancta Sanctorum o lugar Santísimo del templo de Jerusalén (1 Re 6,20), pero con la diferencia de que el lugar Santísimo era totalmente oscuro, mientras que la Ciudad de Dios esta iluminada con la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero; y que mientras en aquella sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año, en el Yom Kippur, o Día de la Expiación, la Ciudad de Dios está abierta a todo el pueblo de Dios por ser un “Reino sacerdotal” (Ap 1,6). 

10. La Ciudad de Dios tiene grabados en sus doce puertas los nombres de las 12 tribus de Israel, y en los fundamentos de sus murallas los nombres de los doce apóstoles. Se sugieren así dos ideas básicas. Que el Antiguo y Nuevo Testamento son dos etapas de un solo plan de salvación que culmina en la Jerusalén del cielo. Y que la Iglesia es apostólica, es decir, edificada sobre el fundamento de la autoridad y la doctrina de los apóstoles de Cristo. 

11. Juan ve en el centro de la Ciudad el trono de Dios y del Cordero, a los que los bienaventurados contemplan cara a cara, y les rinden adoración y acción de gracias. Y reinan por los siglos de los siglos. Dios y el Cordero son la fuente de la vida eterna que colma la hondura del corazón humano. Por eso dice que del trono brota “un río de aguas vivas”, el cual riega, no un árbol de la vida como en el paraíso terrenal (Gn 2,9), sino toda una avenida bordeada de “árboles de la vida”. 

12. El Libro Sagrado comienza en el Génesis con un paraíso, perdido por el pecado del primer Adán, cuando Adán y Eva dejaron de vivir bajo el mismo techo de Dios, y termina en el Apocalipsis con el árbol del paraíso recuperado por la gracia del segundo Adán, Jesucristo. Cuando Dios se revela en el Sinaí, el pueblo permanece apartado: "Que nadie se acerque al monte" (Ex 24,2). Lo mismo ocurre con el "Sancta Sanctorum" del Templo. La Revelación nos dice que Dios poco a poco va acercándose a los hombres. Así intuyen los profetas que un día se reencotrarán: "No temas, el Señor tu Dios está en medio de tí", profetiza Sofonías. "Mi casa estará en medio de ellos", tercia Ezequiel. "Vengo a morar en tí" añade Zacarías. Juan afirma que Dios nunca será el acusador del hombre, sino su Defensor, su Consolador. Pero los dos últimos capítulos del Apocalipsis describen la felicidad del cielo con imágenes tomadas de los dos primeros capítulos del Génesis, contraponiendo aquella lejanía con esta intimidad con Dios, aquella desolación con los ríos de vida, árboles de vida y vida desbordante por todos lados. La puerta del paraiso perdido y cerrado, custodiada por los ángeles, ha sido abierta de nuevo. 

13. La Sagrada Escritura es el Libro de la Vida, es una invitación a la vida, a creer en la vida, a comer del árbol de la vida, a beber del río de la vida, para la que ha sido creado el hombre: vida plena, dichosa, indestructible. La vida de Jesucristo en plenitud, tal como la ha recibido del Padre y El nos participa: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Esta vida es un don presente y futuro: es un “ya” pero “todavía no”. Es la vida de la gracia que ya hemos recibido por la fe y el bautismo, pero que todavía no ha estallado en la vida de la gloria. Es como un capullo que florecerá en el Reino del cielo, cuando la vida redundará en el cuerpo resucitado y glorioso. Entonces podremos decir con san Ignacio de Antioquía: “Llegado allá, seré hombre” (Rm 6,2), seré hombre definitivamente realizado al compartir plenamente la vida de Dios.

14. Caminamos hacia ella, en medio de problemas y dificultades, sustentados también por los consuelos de Dios. Si guardamos la palabra de Jesús, que se resume en el amor, seremos amados por el Padre, que quiere hacer su morada en nosotros. Santa Teresa decía expresivamente: "No estamos huecas por dentro". En su libro "Las moradas del castillo interior", describe minuciosamente y con inmensa sabiduría, las siete moradas donde el rey habita. Estamos inhabitados por la Trinidad Santa. Dios termina así su larga búsqueda del hombre. 

15. El Apocalipsis anuncia el retorno de la paz cuando arroje fuera al diablo: "El dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero y sus ángeles fueron precipitados con él" (Ap 12,9). En adelante, la humanidad puede reintegrarse en la Trinidad, con un Hombre: Jesús. Ya puede reiniciarse la vida en común: "Vendremos a él y haremos morada en él". La Trinidad es la causa de la paz admirable que Cristo nos ofrece, diferente de la paz del mundo. Esta sólo pretende acallar las armas y las bombas y las intrigas de la guerra fría y el terrorismo en todos los grados. La de Jesús, sólo la comprende quien la vive. La paz que da Jesús es inalterable, no depende ni de las circunstancias, ni de los sucesos alegres ni de los tristes y pesarosos. Hoy estoy enfermo, mañana sano. Hoy estoy de buen humor, mañana de mal humor. Hoy luce el sol, mañana hay borrasca. Esto todo es en la superficie, como el mar, marejada, marejadilla, olas de cinco metros, mar en calma. En la superficie. En las profundidades siempre está quieto y en calma. Esa es la diferencia de la paz de Cristo de la que da el mundo. Si los hombres están alborotados es imposible la paz social, la paz mundial, la paz de las religiones. Es la paz que supera toda inteligencia como dice San Pablo en la carta a los Filipenses 4, 7. Porque no sólo es lo que Dios da, sino lo que Dios es. Nuestro Dios es dios de paz, decía santa Teresita. La paz de la conciencia, la paz con Dios, es la que Agustín buscaba en el amor humano de novio, de esposo, de padre, de amigo, en la ciencia, en la elocuencia, en la filosofía, en la fama. Sólo en Dios la encontró: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no tiene paz hasta que descansa en ti, Hermosura tan Antigua y tan Nueva. Tarde te encontré. Pero llamaste, gritaste y rompiste mi sordera; brillaste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y estoy anhelándote”. La paz que da Jesús es ciencia incomunicable, aunque sus efectos son constatables. Apresurémonos a decir, que también esa paz tiene grados, como las moradas, y equivalentes a ellas Juan 14,23.

16. Paz que encontramos en los sacramentos pascuales, por los que ofrecemos al Padre la obra de su amor como culto vivo, propiciatorio y expiatorio, fuente de confianza en la resurrección de Cristo.