Domingo I de Adviento, Ciclo C

Levantad la cabeza; se acerca vuestra liberación

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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    1. "En aquellos días y en aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo" Jeremías 33,14. El profeta ha dado un gran salto en la historia de Israel. Yahve ha devuelto a su tierra y a su patria al resto de Israel cautivo en Babilonia durante 50 años, con Zorobabel al frente. Eran un pequeño grupo. Han comenzado a reconstruir el templo y las murallas. Comenzaron a experimentar dificultades. Allá, mientras muchos habían zozobrado y se habían asimilado al país pagano, ellos habían permanecido fieles a su fe. La persecución y la discriminación les motivaban. Siempre la lucha mantiene el espíritu vivo. Pero, ¿qué ha pasado? Que han regresado a su patria añorada, y se están viendo extraños en su pueblo. También discriminados y mal vistos. En la reedificación del Templo venerado no son ayudados, hasta los más representativos les minusvaloran como útopicos y quijotes. Ya están cansados. Y la mayor parte, abandonando la reconstrucción del Templo y las murallas, se ha dedicado a construir sus propias viviendas y a rehacer su propia fortuna. Ha naufragado su fervor religioso interior. Han marginado la herencia de su pasado religioso y han comenzado a vivir como todos. Desmoralizados, se han cansado de seguir contra el ambiente. Han caído en la tibieza. Habían sido un grupo religioso observante, pero han decaído en su espiritualidad. Es lo propio del hombre. Comienza, sigue, se desalienta, se amodorra, cae en la tibieza...

            2. En este momento se levanta un discípulo del gran profeta Jeremías e, inspirado, les recuerda y les promete que llegará un día y una hora, en que el Señor suscitará el retoño de David. Vendrá la hora del Señor. Por eso hay que reavivar el fuego escondido bajo las cenizas de la monotonía y del aburrimiento y del acomodarse a las costumbres de los no creyentes.

3. También Jesús nos previene contra la apatía y la tibieza, y nos dice: "Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero" Lucas 21,25. Siempre estamos expuestos a la tentación del olvido del amor del Señor. Hay que escuchar la palabra y tratar de penetrar su mensaje, estudiar más, prepararnos mejor; examinar nuestra conciencia cada día buscando las raíces de nuestra tibieza y flojedad. De una manera especial, en este tiempo de salvación del Adviento que hoy comenzamos, designado por la Iglesia como tiempo de reflexión y de esperanza, de alto en el camino para revisar los motores y rectificar la ruta de la tibieza, enfermedad muy extendida, y juzgada con severidad por la Revelación, y hoy muy generalizada. Vivimos en una sociedad llamada del bienestar. Sociedad hedonista, sensual, que vive en la superficie, en la cerca del castillo poblado de sabandijas y de pansexualismo. Su diagnóstico es alarmante. Es posible que la separación del Señor por la ofensa grave se mire aún con horror, pero se cometen imprudencias que pueden llevar a él. No se da importancia al pecado venial deliberado y se da rienda suelta a la pasión dominante. Se omite sistemáticamente la oración, o se hace sin gusto, sin atención, con inapetencia; "y faltando el gusto", mal aconsejada, «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y casi su vocación de orante. Deja la oración porque tiene vergüenza de «tener tan particular amistad» con Dios, dada la disipación en que vive; «ayudóme a esto que, como crecieron los pecados, comenzó a faltar el gusto y regalo en la virtud», dice Santa Teresa. La oración se suprime por la más leve causa, o por pura pereza. Es el principio de una enfermedad mortal. Se ha perdido el horror al pecado mortal; más, se ha perdido el sentido del pecado. Y el enfermo ensancha las concesiones para suprimir la conciencia de culpa. Se piensa y se siente como el mundo, aunque se siga exteriormente siendo cristiano.

4. La falta de vida interior ha ido consumiendo los órganos vitales, y ya no hay fuerza ni voluntad para resistir las tentaciones. La enfermedad es mortal desde sus primeros arañazos, pues la enfermedad si no se cura, conduce a la muerte. Cierto que puede curarse porque Dios, no sólo puede curar enfermos, sino resucitar muertos. Y quiere curar. Laodicea, la actual Denizli, situada en un rico distrito de Frigia, en el valle de Likos, como Colosas y Hierápolis, fue evangelizada por Epafras, discípulo de San Pablo, quien en Colosenses 4,16, aludiendo a una carta que escribió a los laodicenses, les envía un saludo y ordena que lean la que ha dirigido a los de Colosas. En ellas había florecido la fe, y han caído en la tibieza, como asegura Juan en el Apocalipsis: «Al Ángel de la iglesia de Laodicea escribe así: "Esto dice el amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios: Conozco tus obras, y no eres frío ni caliente» (Ap 3,14). «Tienes nombre de viviente pero estás muerto”. Vives, pero débilmente, con anemia que te consume, sin fuerzas para obrar, sin movimiento.

5. Laodicea era rica, nadaba en la opulencia; rebosaba de casas comerciales, bancos, fábricas de púrpura. Tenía una célebre escuela de oftalmólogos que le daban importancia y bienestar. Estas fueron las causas de su tibieza: «Tu dices: Soy rico tengo reservas y no me falta nada». Sin embargo, «Aunque no le sepas eres un desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo». «Ojalá fueras frío o caliente». Si fueras frío, quizá rebotaría la pelota al remorderte la conciencia y te convertirías. «Voy a escupirte de mi boca». Quieres ser amigo sin amor, vivir en gracia en medio de devaneos, acercándote a la sentina de los vicios y podredumbre; me das náuseas.

6. La tibieza nace por una alimentación espiritual deficiente, y por la caída en imperfecciones, que han fomentado gérmenes morbosos. "La gracia de Dios pierde su fuerza en las almas tibias", dice San Buenaventura. La gracia tiene sus leyes, y no es tan abundante en el tibio como en el fervoroso. Se pierden luces, energía, fuego: ¡Qué diferencia de palabras a palabras, de luces a luces, de fuerzas a fuerzas! Y es que lo que no se practica, no se predica, y si se predica, se hace con tono desvaído y sin gancho y sin garra. Sin relieve. Sin fuego. A veces con grito, como de estallido de carcasa que revienta ridícula, sin lograr encender ni empujar. La tibieza inclina a las concupiscencias; no resiste el embate de sus impulsos, sino que los alimenta y les franquea la entrada, hasta llegar al fondo del abismo sin reaccionar.

7. El desprecio de las faltas ligeras y el hábito de caer en ellas; el olvido de la oración, del examen y de los ejercicios de piedad. «Debemos te­ner el coraje de ser inconformistas ante las ten­dencias del mundo opulento. En lugar de acomo­darnos al espíritu de la época, deberíamos ser nosotros quienes imprimiéramos de nuevo el sello de la austeridad evangélica. Hemos olvidado que los cristianos no pueden vivir como vive “cualquiera”. La necia opinión de que no existe una moral específicamene cristiana es sólo una expresión atrevida de la pérdida de un concepto fundamental: la “diferencia del cristiano” con relación a los modelos del “mundo”. Incluso en algunas órdenes y congrega­ciones religiosas, en lugar de la verdadera reforma se ha introducido la relajación de la austeridad hasta entonces practicada. Se ha confundido reno­vación con acomodación. Me decía un religioso, asegura el Cardenal Ratzinger, que la disolución de su convento había comenzado en el preciso momento en que se declaró que ya “no era practi­cable” que los frailes se levantaran para el rezo del oficio nocturno. Y este “sacrificio” se había sustituido por quedarse ante el televi­sor hasta horas avanzadas de la noche. Un caso in­significante, en apariencia; pero también “casos in­significantes” como éste están en el origen de la decadencia actual de la indispensable austeridad de la vida cristiana.» (Informe sobre la fe).

8. La rutina, la vana complacencia y la ceguera espiritual que de ahí nace; la falta de resistencia vigorosa y constante a nuestro defecto principal; la mengua más o menos consentida del fervor, son las principales causas de la tibieza. No olvidemos que el camino es resbaladizo; un pequeño descuido puede resultar el principio y luego el funesto final."Sed fervorosos de espíritu, no seáis flojos en el cumplimiento de vuestro deber acordándoos de que servís al Señor" (Rom 12,11). "Contra tí tengo, que has perdido el fervor de tu primer amor" (Ap 2,4). El ambiente no facilita el cultivo de la vida interior, al revés, la obstaculiza. Y estamos sumergidos en él. Y cuando se propone el plan de la nueva evangelización, se piensa en trazar líneas de acción, pero pocas veces se trazan planes de reforma interior y personal. La abstracción no puede separarse de la vida, ha escrito Heisenberg siguiendo a Martin Ruber. "Sin Mí no podéis hacer nada". A mayor unión con Dios de los instrumentos, mayor eficacia de los mismos. Si no, resultan bronces que tañen, hierros fríos imposibles de trabajar e incapacitados para engendrar la vida de Dios. Estériles.

9. Y ahora viene la invitación amorosa, los medios terapéuticos. No mires los goces y riquezas de la tierra, sino los de arriba, y cambia aquéllos por éstos. «Te aconsejo que me compres oro acendrado a fuego» el oro de la caridad, no el oro de los bancos, ni el que se adquiere con la venta de preciosas mercancías; «así serás rico» rico de verdad y no sólo en apa­riencia; «y un vestido blanco» en que brille la limpieza de costumbres, más preciosas que tu púrpura; «y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y unge tus ojos con colirio para ver»; pues a pesar de tus célebres oculistas, has llegado a la ceguera. Escuchemos al que por amor nos llama y ofrece una nueva familiaridad, llena de goces inestimables: «Mira que estoy a la puerta llamando; «si uno me oye y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos». "La cena que recrea y enamora", cantará San Juan de la Cruz.

            10. A la observación y estudio de nuestra vida nos ayudará saber que el día de la venida del Señor "caerá como un lazo sobre los habitantes de la tierra"."Estad siempre despiertos". No nos amodorremos. No caigamos en la rutina, a lo que tan propensa es nuestra naturaleza caída. Miremos que de nosotros siempre brota el mal, porque nuestra raiz está dañada. Y, aunque hemos de obrar siempre el bien por amor, es muy prudente acordarnos de que podemos quedar sorprendidos por la llegada del Hijo del hombre.

            11. Después de la destrucción de Jerusalén del año 70, las ruínas de la ciudad eran una advertencia y una constatación de la caducidad de este mundo. Jesús además, habla de "signos en el sol y la luna y las estrellas", y de "angustia de las gentes enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje". Imaginemos lo que podría ser la colisión de los astros, a juzgar por el impacto del último fragmento del "Shoemaker-Levy", ocurrido estos años pasados y observado por los astrónomos, y que ha abierto un cráter en el sol superior a la magnitud de nuestro planeta. A pesar de todo lo que se le viene al mundo encima, que no se puede tomar a la letra por tratarse de lenguaje apocalíptico, Jesús, nos levanta el entusiasmo: "levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación".

            12. No todo fracasa. La experiencia científica nos dice que la materia es corruptible y tiene su desgaste y por fin se acaba y este fin es alcanzado cada día por miles de criaturas terrenas y de seres humanos. Pero sólo se destruye lo material. El espíritu permanece para vivir en Dios. Por eso Jesús nos alerta: "estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre". "Yo soy el retoño y el linaje de David, el lucero brillante de la mañana. Dicen el Espíritu y la esposa: "Ven" ¡Sí! Yo vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús" (22,16-20).

13. Cuando todo se derrumba y perece, el hombre puede permanecer en pie ante Jesús, triunfador del mal, de la corrupción y de la destrucción. Permanecer en pie cuando todo cae es mantenerse y no perecer. Durar y vivir, cuando todo se destruye y todo muere. En virtud de la victoria de Cristo, que resucita y que vive, está llegando la liberación. La vida no es un fracaso. Todo perecerá. Pero el sentido de la historia no se cifra en el fracaso de los pueblos, ni  permanece escondido en un sentido enigmático y lejano. Cristo está sembrado en el cosmos, como grano de trigo que muere, pero con su muerte trae la salvación. El grano caído en la tierra produce millones de espigas. En la agonía de los hombres que fracasaron sin consuelo; en la falta de sentido de una historia que tritura la vida de sus hijos, está llegando Cristo.

            14. Sobre las ruínas de un mundo ha sido trazada la señal de la verdad y de la vida, que es la muerte y la resurrección de Cristo. No va a triunfar el mal, el pecado, la muerte. Va a triunfar Cristo y los que vivan con él y sigan sembrando el amor en el mundo. Al final triunfará el amor. La victoria es del amor. De Cristo "Cordero en pie, como degollado" (Ap 5,6), pero viviente. "El es digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque ha sido degollado y ha rescatado para Dios con su sangre a los hombres de todas las tribus, lengua, pueblo y nación" (Ib 9).

            15. Aunque los jóvenes crezcan agnósticos; aunque los seminarios se queden vacíos; aunque los matrimonios yazgan rotos; aunque la droga y el vacío tan inmenso y aterrador amenace con dejarnos desolados; aunque mueran a miles los hombres y los niños; aunque la tierra se vea sacudida "como en el vareo de la aceituna, como en la rebusca de racimos después de la vendimia" (Is 24,13); mañana será mejor porque en Cristo todo tiene sentido. Sepamos levantar la cabeza con fe viva. Con la confianza puesta en el vencedor de la muerte, en "el Señor que se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza" Salmo 24. Porque también él que se confia con sus fieles, confía que sus fieles un día le corresponderán y, convertidos, se le entregarán. Sea para nosotros este Adviento que hoy comenzamos, el momento esperado y gozoso para Dios y para nosotros ya libres.

16. Que la eucaristía de hoy nos haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, para que nos podamos presentar santos ante Dios nuestro Padre 1 Tesalonicenses 3,12.