Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

Dios es la vida

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

Sitio Web del Padre

 

 

Como la ciencia de Dios, cuya existencia ya hemos probado, procede de su entendimiento y entender es propio de los seres vivientes, hemos de concluir que Dios es un ser Vivo. Todavía es más, Dios es la Vida. Cuando el salmista se siente alborozado por la grandeza de su Amor, proclama: "Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo" (Sal 83,3). Los seres vivos son los que se mueven por sí mismos, o sea, que tienen un movimiento inmanente, de dentro hacia fuera, local, o intelectual como entender y amar.

Así, por analogía llamamos agua viva, al agua que brota de manantial, en contraposición al agua estancada, o muerta. También a la llama que flamea la designamos como llama viva, opuesta al fuego del carbón encendido, que no se mueve. Es evidente que hay diversos grados de vida y la vida de Dios es el supremo grado de Vida, de la que nacen todas las vidas, porque El, no sólo tiene vida, sino que es la misma Vida: "Yo soy la Vida" (Jn 14,6).

"Dios llama a Moisés desde una zarza que arde sin consumirse y dice a Moisés: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob" (Ex 3,6). Jesús, comentando estas palabras dirá después: "No es Dios de muertos, sino de vivos" (Mt 22,32). El es el que ha llamado y guiado a los patriarcas en sus peregrinaciones. Es el Dios fiel y compasivo que se acuerda de ellos y de sus promesas; que viene para librar a sus descendientes de la esclavitud. Es el Dios que más allá del espacio y del tiempo lo puede y lo quiere, y que pondrá en obra toda su Omnipotencia para conseguir su designio" (CIC, 205). En la zarza ardiente le ha revelado a Moisés: "Yo Soy" (Ex 3). A los profetas les dice repetidas veces: “Vivo Yo”. El realiza la obra salvífica, él interviene constantemente desde el principio del género humano, con su acción y providencia siempre nueva e inmensa de un Dios vivo, que no duerme (Sal 120). Dios habla, ve, oye, juzga, castiga, recompensa, ampara, guía, cuida de que los hombres no se desvíen para que no pierdan las aguas vivas. Se queja de su pueblo y le dice por Jeremías (2,13): "Dos maldades ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y se han construido cisternas rotas". Su vida es vida en plenitud sin mengua, de fuerza sin debilidad, de fecundidad, de dicha, de unidad, de santidad, de grandeza elevada sobre todas las vidas del mundo y de duración sin fin. El es la Vida eterna. Dios vivo en la consumación de los siglos (Ap 1,18). El vidente de Patmos, dice que vio:"Al que está sentado en el trono, que vive por los siglos de los siglos" (Ap 4,9). Por eso la lex orandi de la Iglesia termina todas la oraciones dirigidas a Dios, confesando: "Que vives y reinas por los siglos de los siglos".  

DE LA VIDA A LA VIDA  

Dios es el origen de la vida: vida de vida, luz de luz. Dios se ha revelado a los hombres como Dios vivo, de palabra y de obra. Dios crea la vida (Gn 1,11), como reflejo de su vida divina, que va subiendo gradualmente hasta llegar a la semejanza divina, para desembocar en El como un río en el mar, imagen desarrollada bellísimamente por San Juan de la Cruz en “Llama de amor viva" . Dios bendice la vida, porque es amigo de la vida (Sap 1,26), pero él permanece en su propia vida, superior a toda vida creada, que quiere extender y multiplicar, como les ordena en el paraíso: - “Creced, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1,29). La Vida de Dios que coincide con su mismo ser, hace que sea vida infinita por esencia, y que sea causa eficiente y ejemplar de todas las vidas creadas. Santa Teresa dirá con ternura: "Sí, que no matáis a nadie, vida de todas las vidas"; "iOh, Vida que la dais a todos"'. Es el Dios de la vida y no de la muerte: aborto, limitación de la natalidad, eutanasia. ¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos del proceso maravilloso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? No lo pensó así la madre de los siete hermanos macabeos: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. El Creador del mundo, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia» (2 M 7,22) (Evangelium vitae). El que me ha dado los oídos ¿no oirá? (Sal 93,9)

NO SÓLO ÉL ES LA VIDA, NOS LA DA TAMBIÉN A NOSOTROS: (Jn 5,26)  

Es hermoso seguir leyendo palabras de la Escritura, como argumento infalible de la misma vida de Dios: "Yo doy la vida, yo doy la muerte… yo alzo al cielo mi mano y juro por mi eterna vida" (Dt 32.39). Por eso el hombre bíblico expresa su gratitud y su ansia: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (Sal 42,3); Dios es el puro ser no limitado. Es en relación a la criatura como el oro puro sin mezcla, comparado con el metal (Santo Tomás). Cada hombre es una ola del río que pasa para dar paso a otras vidas. Aunque "Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Dios hizo al hombre para la inmortalidad a imagen de su propio ser" (Sap 1,13).  

EL DIOS VIVO RESPLANDECE EN JESUCRISTO.  

En Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Dios-Hijo, consubstancial al Padre y al Espíritu Santo, brilla el Dios vivo, que nos ha hablado por los Profetas, por último nos ha hablado por medio de su Hijo (Hb 1,2), a quien el Sumo Sacerdote conjuró a proclamarlo: "Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Hijo de Díos". "'Tú lo has dicho" (Mt 26,63). Y enfáticamente escribe San Juan: "En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4). El mismo Jesús dirá de sí mismo: "Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo" (Jn 5,26). En la expresión  “YO SOY”, que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo a Moisés (Ex 3,14). Cristo se aplica a Sí mismo aquel "YO SOY" (Jn 13,19), nombre que define a Dios no solamente en cuanto Absoluto, Existencia en sí del Ser por Sí mismo, sino también como El que ha establecido la alianza con Abrahán y con su descendencia y que, en virtud de la alianza, envía a Moisés a liberar a Israel de la esclavitud de Egipto. Aquel "YO SOY" contiene en sí un significado soteriológico, habla del Dios de la alianza que está con el hombre para salvarlo. Habla del Emmanuel (ls 7,14), el "Dios con nosotros", que indica la Preexistencia divina del Verbo Hijo, pero al mismo tiempo, reclama el cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel, de ser el "Dios con nosotros". "YO SOY” significa también "Yo estoy con vosotros" (Mt 28,20). "Salí del Padre y vine al mundo" (Jn 16,28), "...a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). El Hijo del hombre es verdadero Dios, Hijo de la misma naturaleza del Padre que ha querido estar "con nosotros" para salvarnos. En el sermón de la Cena, cuando habla de "la casa del Padre", en la cual El va a prepararles un lugar (Jn 14,1), responde a Tomás que le preguntaba sobre el camino: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Al proclamarse "verdad" y '"vida" reclama atributos propios del Ser divino: Ser­Verdad, Ser-Vida. "Yo soy "la luz del mundo", y quien lo sigue "no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida” (Jn 8,12). Claramente dice Jesús: “Yo soy la vida" (Jn 14,6).

JESÚS ES LA VIDA Y DA LA VIDA  

Jesús "es la vida" porque es verdadero Dios, como lo afirma antes de resucitar a Lázaro: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11,25). En la resurrección confirmará definitivamente que su vida como Hijo del hombre, no está sometida a la muerte. El es la vida, y, por tanto, es Dios. Si es la Vida, El puede participarla a los demás: "El que cree en mí, aunque muera vivirá" (Jn 11,25). Cristo puede convertirse también en la Eucaristía en "el pan de la vida" (Jn 6,35), en "el pan vivo bajado del cielo" (Jn 6,51). Cristo se compara con la vid que da vida a los sarmientos (Jn 15,1. “Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11), identificando su unión con el padre de quien Ezequiel dijo: "Porque así dice el Señor Yahvé: Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré. Yo mismo apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré al redil… buscaré la oveja perdida, traeré a la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma... apacentaré con justicia" (Ez 34.11). "Rebaño mío, vosotros sois las ovejas de mi grey, y yo soy vuestro Dios" (Ez 34,31). Palabras que reflejan la identidad de Jesús con Aquel que en el Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo como de un Pastor, declarando: "Yo soy vuestro Dios" (Ez 34,31 ).

LA VIDA EN LA EVANGELIUM VITAE  

Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos abrumados por una sensación de impotencia insuperable. Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, «Palabra de vida» (1Jn1,1). El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, el cual se presenta a todo hombre, con estas palabras: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (Jn 5,26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así, por la palabra, la acción y la persona de Jesús se da al hombre la posibilidad de «conocer» toda la verdad sobre el valor de la vida humana. Dice el Concilio Vaticano II: Cristo «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación de que Dios está con nosotros para libramos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacemos resucitar a una vida eterna».  

ENTRA EL PECADO EN EL MUNDO  

Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador, acabando por idolatrar a las criaturas. De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los hermanos sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. A la luz de esta verdad san lreneo precisa su exaltación del hombre: «el hombre que vive» es gloria de Dios, pero «la vida del hombre consiste en la visión de Dios». Por tanto, Dios es el único Señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: «Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana» (Gén 9,5). El texto bíblico subraya cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: «Porque a imagen de Dios hizo El al hombre» (Gén 9,6). La vida y la muerte del hombre están en las manos de Dios, en su poder: «El tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre», exclama Job (12,10). «El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar» (1 S 2,6). Sólo El puede decir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32,39). La pregunta «¿Qué has hecho?» (Gén 4,10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel, es la experiencia de cada hombre, que, en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida -la suya y la de los demás-, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre. El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las «diez palabras» de la alianza del Sinaí (Ex 34,28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: «No matarás» (Ex 20,13); pero también condena cualquier daño causado a otro (Ex 21,12). Al joven rico que pregunta a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?», responde: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 16) y cita, como primero, el «no matarás» (18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige una justicia superior, también en el campo del respeto a la vida: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal» (Mt 5, 2). No existe el forastero que debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo incisivo la parábola del buen samaritano (Lc 10,25).  

TAMBIEN LOS NO NACIDOS  

El Concilio Vaticano II destaca cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges y a Dios mismo que se hace presente. Los esposos son colaboradores de Dios Creador en la generación de un nuevo ser humano. Así, la exclamación de la primera mujer, «la madre de todos los vivientes, dice: «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gén 4,1). El hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida. «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado» (Jr 1,5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino. La exaltación de la fecundidad y la espera de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: «El Señor se dignó quitar mi oprobio entre los hombres» (Lc 1,25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno.  

LOS ANCIANOS  

En lo relativo a los últimos momentos de la existencia, seria anacrónico esperar de la revelación bíblica una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin, porque aquel contexto cultural y religioso en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad. La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (2 M 6,23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su paso, al contrario, reza así: «Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ioh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras» (Sal 71,5). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que «no habrá jamás... viejo que no llene sus días» (Is 65,20).  

EN EL OCASO Y DECLINAR DE LA VIDA  

Pero ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? el creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: «Señor, en tus manos está mi vida» (Sal 16,5). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al «agrado del Altísimo», a su designio de amor. Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza en El, que «cura todas las enfermedades» (Sal 103,3). Cuando toda expectativa de curación se cierra ante el hombre -hasta moverlo a gritar: «Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno» (SaI 102,12), el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios.  La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: «¡Tengo fe, aún cuando digo: " Muy desdichado soy”!» (SaI 116,10); «Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma de la fosa» (Sal 30,3

JESÚS ANTE AL MUERTE

Ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. Sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Mirando «el espectáculo» de la cruz (Lc 23,48) podremos descubrir el cumplimiento y la revelación de todo el Evangelio de la vida. En las primeras horas de la tarde del Viernes Santo, «al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra. El velo del Santuario se rasgó por medio» (Lc 23,44). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la cultura de la muerte» y la «cultura de la vida». Pero, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana. Jesús clavado en la cruz, vive el momento de su máxima «impotencia», y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (Mc 5,24). Y entonces he ahí que el centurión romano exclama: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios Vivo» (Mc 15,39). Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre (Lc 23,34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Después de su muerte «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron» (Mt 27.52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia, encuentra la esperanza segura de liberación y redención. Por esa muerte el hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia, se comunica a los hijos de Dios. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el «pueblo de la vida». Concédenos, Señor, escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a no matar la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.  

CONCLUSIÓN  

De la filosofía y la teología de Santo Tomás, de la mano de la Revelación Divina, venimos de Dios Vivo, de su gloria, el hombre viviente por su Vida; de Jesucristo, que muere por darnos Vida Eterna; al Magisterio de la Iglesia en la Evangelium vitae, para terminar con las últimas palabras de San Agustín: "Déjame morir, Señor, para que viva". Con la expresión luminosa de Santa Teresita del Niño Jesús antes de morir. "No muero; entro en la Vida". Y con la ardorosa del Apocalipsis: “Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20