Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

Camino hacia la bienaventuranza de Dios. El purgatorio

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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¿Muerte o nacimiento? ¿Purgatorio o transformación, consumación y maduración? Cuanto más se ahonda el dolor mas intenso es el júbilo del surco. Como el jardinero ve las rosas del jardín, sin que ellas le vean, nuestros difuntos radiantes nos ven sin ser vistos. Son invisibles pero no ausentes.

1 ¿QUÉ DICE EL CONCILIO VATICANO II?

Una solemne y certera afirmación del Concilio Vaticano II, asegura que "el máximo enemigo de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Juzga con instinto certero, cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y de la desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" (GS 18).

2 LA FALTA DE LÓGICA DEL MUNDO.
El mundo secularizado "en el que el pecado ha adquirido carta de ciudadanía y la negación de Dios se ha difundido en las ideologías, en los conceptos y en los programas humanos" en palabras de Juan Pablo II, divide la vida humana en dos realidades biológicas contrarias: la vida y la muerte. En consecuencia pretende extraer de la vida el máximo rendimiento en éxito, poder, dinero y placer, y ante la muerte experimenta horror, espanto, desesperación y angustia. E inconscientemente, adopta la actitud del avestruz, y, silencia la muerte como si no existiera. Luis XIV, el rey Sol francés, sentía tal horror ante la muerte, que se construyó el Palacio de Versalles, tratando de escapar de la proximidad del panteón de los Reyes de Saint Donis en San Germain, porque le recordaba la muerte. Un día que el predicador del soberano, exclamó conmocionado en el sermón: "Todos mueren, Majestad", se levantó furioso el rey del trono, lanzó una mirada fulminante que estremeció al orador, que todo azarado, le hizo corregirse: -"Casi todos, Majestad".

3 LA PROTESTA DE LA NATURALEZA

En cada hombre se oculta una protesta y un terror inevitable ante la muerte. Este hecho no puede ser explicado por una antropología metafísica, pues reconociendo que el hombre por ser espiritual es inmortal, sabe también que siendo criatura biológica tiene que morir. 
Por tanto hemos de deducir que, aunque la muerte está en manos de Dios, la angustia del hombre ante la muerte es consecuencia del pecado y no castigo impuesto por Dios desde fuera sin conexión intrínseca con el delito, (Rm 6,23). La verdadera pena del pecado es interior y va unida a la misma culpa, y consiste en la privación de la cercanía de Dios como consecuencia del distanciamiento de la voluntad humana y libre, de él. El hombre, criatura de Dios, se estremece desde la raíz de su ser elevado por la gracia, ante el misterio último de vacío del misterio de iniquidad, porque la gracia que actúa en él, le llama incesantemente y con urgencia.

Como reacción y resultado se absolutiza la vida terrena y se rechaza la muerte, que ha quedado convertida en tabú, por lo que se habla muy poco de ella. Julián Marías en España, y Jean Guitton en Francia, han hecho notar esta carencia en la cultura y de la predicación de hoy. Ahora, casi ocurre con la muerte, como antes con el sexo que apenas si se hablaba del tema, y se han invertido los términos.

Pero como "el hombre no puede vivir sin esperanza porque su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable" (Documento del Sínodo para Europa, 23 de octubre de 1999), de tal manera que muchos increyentes desearían gozar de esa esperanza, ante esta visión terrena de la vida que se queda en las fronteras de este mundo, los cristianos hemos de tener el coraje de oponer la visión cristiana de la vida y de la muerte con la fe en la resurrección, que es la gran novedad del evangelio de Jesús. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena y nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión invasora biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo añade: Resurrección. No hay una separación, sino una continuación y consumación de la misma vida.

4 NACIDOS POR EL BAUTISMO.

Por el Bautismo hemos penetrado los cristianos en la muerte de Cristo que destruye el pecado y nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" (Rm 6,4), a través de la continuada muerte y resurrección que anuncia San Pablo: "Cada día muero" (1 Cor 15,31). Por el bautismo somos crucificados con Cristo, y por la vida cristiana vivida por el hombre bautizado se consuma en nosotros la muerte de Cristo. Cristo, la resurrección y la vida, que ha dicho que, "el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá", es el que derriba el muro entre la vida y la muerte con la fuerza de su RESURRECCION.

Cristo ha vencido en su propio terreno a la muerte. En torno de la carita de una niña zurea una avispa. Aterrorizada, grita la niña. Corre su madre y abraza a la niña y la avispa clava su aguijón en el cuerpo de la madre. La carne preciosa de Cristo ha sido el cebo donde la muerte ha sido muerta. "¡Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo!" Así puede Pablo apostrofar con fuerza: "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Cor 15,55). "Yo los salvaré del poder de la muerte" (Os 13,14).

"¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?/. En lugar de la muerte tenía la luz", escribió un poeta. Y otro de los nuestros: "Morir sólo es morir./ Morir se acaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba" (Martín Descalzo).

5.- REALIDAD AMBIVALENTE DE LA MUERTE.

Sin embargo la realidad de fe no elimina la sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. ¿No lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo? (Jn 11,40). Y ¿no se sintió triste hasta la muerte en Getsemaní y pidió al Padre que pasara de Él el cáliz (Mt 26,39). 

Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo viviendo una vida nueva en la que nos encontraremos a nosotros mismos, pero de un modo diverso: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual" (1 Cor 15,42). 

Nosotros conocemos la muerte, como una realidad que ha causado en nuestra carne desgarramientos dolorosos. Acuden a nuestra mente nombres de personas, rostros, palabras hermosas, que llenan el recuerdo de los días vividos juntos, o de sufrimientos que nos hacían llorar viendo el dolor de los que hemos amado, que nos dolía casi más que si lo sufriéramos nosotros impotentes para apagarlo y se nos representan los lugares animados por personas queridas y amadas. San Agustín nos cuenta su tristeza al morir su madre y su llanto copioso. El lenitivo nos lo ofrece la fe. Pensemos que están con nosotros. Si son invisibles, no están ausentes. Nos podemos comunicar con ellos. Están presentes a nosotros con su oración, inspiraciones, el amor, que permanece completamente transfigurado, o en vías de maduración. Por eso ofrecemos nuestra oración y sobre todo la Eucaristía, para que la Sangre de Cristo la acelere.

6.- FECUNDIDAD DEL GRANO QUE MUERE.

"Si el grano no cae en la tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, produce mucho fruto"(Jn 12,24). De ese grano muerto en el calvario y enterrado, han brotado tres espigas: la de la vida celeste, la de la vida que se purifica y la que peregrina en este mundo. Las tres están unidas en la caridad. Estamos unidos con nuestros difuntos, pues la familia no se divide, sino que se transfigura en la ciudad celeste y ellos nos ven, como el jardinero ve las rosas en el jardín, aunque las rosas, que viven una vida inferior, no vean al jardinero. Nosotros somos esas rosas visibles para ellos pero ciegos para verlas.

7.- EL NACIMIENTO TRAUMÁTICO.

Los que se fueron, ante la muerte se han sentido como el niño que va a nacer: Al tener que salir del seno materno al aire y la luz de este mundo, si el niño tuviera conciencia de su momento, creería que iba a morir. Está sintiendo la pérdida total de su estado de vida que goza, de la seguridad en que se encuentra y de todo lo que ha sido y es el medio ambiente de su vida encerrada, pero que no conoce otra. Al despojarle totalmente de ese medio con la incertidumbre o ignorancia de lo que viene, desconocido e inseguro, aunque después no recordará nada, sufre más él que la madre que lo da a luz, porque al perder la respiración que era la propia de la madre, no goza aún de su respiración nueva. De tal manera que si la naturaleza no le obligara nadie nacería. Si en el seno de la madre quedaran más niños, al ver sufrir tantas angustias al que está naciendo, todos creerían que moría, y nadie que nacía. Pero los que están en este mundo esperando su nacimiento, saben que el niño no muere, sino que nace, y todos lo esperan ansiosos con alegría. De hecho, a la muerte, la Iglesia la llama dies natalis. La realidad es que va a comenzar una nueva etapa en su vida: va a gozar de una vida más plena, para lo cual era preciso dejar los harapos de la anterior, para comenzar a vivir en el ambiente de Dios infinito, inmenso y tododichoso y en el hogar de su seno. Nunca añorará su vida anterior, que sería añorar la placenta en que vivía. El dolor que le ha costado el nacer es consecuencia del pecado original. Cristo Resucitado ha ganado esta victoria para el hombre, lleno de ansiedad y pobre ante el misterio de la muerte, liberándolo de la muerte con su propia muerte.

La muerte es por tanto un episodio, un paso, una pascua, una transformación. En realidad no hay muerte, sino superación de vida, como el gusano de seda no muere sino que se transforma en mariposa. Habrá dolores, porque el grano de trigo no muere sin destrucción. El despojo que la muerte obra en el hombre para pasar a la vida nueva, se obra con dolor y quebranto. Pero no nos fijemos exclusivamente en esa destrucción olvidando sus consecuencias en el más allá. Iluminados por la fe hemos de contemplar a nuestros difuntos camino de la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la muerte, y con su Resurrección nos dio la vida. Cristo ha hecho de su muerte el momento más trascendente de su vida, para llevarlos a su seno donde viven y vivirán para siempre unidos a nosotros.

8.- LA DOCTRINA DE LOS CONCILIOS.

El Concilio de Trento, afirma que el purgatorio existe y la Iglesia puede ayudar con su intercesión a cuantos se encuentran en él (D 1580).
Y el Vaticano II: "La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos, guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque "santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Ma 12,46). 

La fe nos ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros hermanos queridos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera. Sigue el Vaticano II: "Este Concilio recibe la venerable fe de nuestros antepasados sobre el consorcio vital con nuestros hermanos de la gloria celeste, o de los que se purifican después de la muerte y confirma los decretos de los Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino". "Nuestra debilidad queda más socorrida por su fraterna solicitud. La iglesia peregrinante, reunida en Concilio, sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celeste". "Algunos de los discípulos del Señor peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente el mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios (LG 49).

9.- LA FE RAZONADA.

La muerte sorprende al hombre cuando su desarrollo, por sus faltas y negligencias, no ha culminado aún. Pero el deseo de su voluntad profunda es conseguir la talla de la divina voluntad. Y mientras el hombre no esté limpio y refulgente hasta sus raíces, es imperfecto y no puede participar de la visión de Dios, como quien tiene cataratas. Cuando nace un niño prematuro, el cariño de sus padres lo deposita en la incubadora hasta que llegue a su plena maduración. El bautismo nos sembró la semilla de la resurrección. Durante nuestra vida se va desarrollando Cristo por el ejercicio de las virtudes evangélicas y el alimento de los sacramentos, sobre todo de la eucaristía: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente" (Jn 6,55). Esta vida culmina en la muerte, en la cual el cristiano se asimila a Cristo muerto y resucitado. Si al morir está todavía inmaduro, el mismo cristiano al verse ante Dios, se ve imperfecto y dice como San Pedro: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador, aunque quiero estar contigo". 
El Padre Dios coloca a ese cristiano, a ese hijo inacabado, en la incubadora del Purgatorio, negado por los protestantes, pero definido, como hemos probado, por la Iglesia Católica, siempre que tomemos las metáforas como tales y no como realidades literales, pues la representación de las llamas crueles ha distorsionado la realidad del purgatorio, y la sensibilidad moderna de las horribles historias oídas sobre los suplicios de las pobres almas, se muestra incrédulo o pasa de la verdadera realidad. El sentido cristiano del purgatorio no es la existencia de una especie de campo de concentración, donde el hombre tiene que purgar penas impuestas de una manera más o menos positivista y justiciera, sacadas de un código voluminoso, aplicado arbitrariamente, sino el proceso radicalmente necesario de transformación del hombre para vestirle las galas que corresponden al banquete de bodas del Cordero. No pudiendo merecer, sólo pueden esperar con la llama de un ansia que da pena. De la misma manera cuando nosotros hablamos de la duración del purgatorio en términos de tiempo humano por la debilidad de nuestra inteligencia, el espíritu adivina que es un tiempo nuevo y espiritual y de fino y puro desarrollo al que el dolor coopera.

10.- TESTIMONIOS DE MÍSTICOS Y POETAS.

Santa Catalina de Génova, considerada como la mística del Purgatorio, dice que su fuego es sabroso, aunque mortificante, como todo lo que purifica. ¿Qué hace el crisol con el oro? En el purgatorio, las almas, puros espíritus, están abrasadas de amor y, al no tener nada porque están desnudas, como tenían en este mundo, que les pueda distraer del ansia de ver y unirse a Dios, para lo que fueron creadas, se mueren porque no mueren. Al no estar hechizada ni cegada y deslumbrada por la belleza y poder humano, anhela a Dios con todas sus fuerzas. El insatisfecho anhelo de Verdad y de Amor quema al hombre como fuego. El ansia de Dios lo devora. A medida que se van penetrando más y más de amor su deseo de Dios va creciendo con movimiento uniformemente acelerado. Así pudo escribir Santa Catalina de Génova, ya citada: "Es una pena tan excesiva, que la lengua no sabría expresarla, ni la inteligencia concebir su rigor. Pero no creo que se pueda hallar un contento igual al de las almas del purgatorio, si no es el de los bienaventurados en el cielo. El contento aumenta cada día, a medida que Dios penetra en el alma sufriente, y la atraviesa al mismo ritmo que van desapareciendo, quemados por el fuego del amor, los obstáculos que se oponían". A medida que el amor va invadiendo todos sus niveles humanos, se inflama más y más su deseo y e va consumiendo su egoísmo. 

Dante en la Divina Comedia, en el canto XXIII del Purgatorio escribe este verso de profunda dulzura: "Se oyó llorar y cantar: "Domine, labia mea aperies" con tal acento, que hacía nacer en nosotros placer y dolor". Cuanto más se ahonda y profundiza el nivel del dolor, tanto más se eleva el júbilo del surco. El desarrollo de la persona avanza con la contribución de su dolor. Así, la frase de M. De Saci al morir, está impregnada bellamente de esperanza y de fe: "Oh, bendito purgatorio". El fuego del purgatorio es un fuego de júbilo, al contrario del sufrimiento del infierno que es un fuego de tormento. En el Purgatorio las almas sin su envoltura biológica, ni la distracción de sus anteriores deberes, son necesariamente contemplativas, todas entregadas a Dios. Su fuego es llama que consume y no da pena, como dice San Juan de la Cruz, porque su amor a Dios es inmenso y saben que están salvadas y próximas a El.