San Antonio Abad

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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Nació el año 251, en una aldea del sur de Menfis del Alto Egipto, de familia cristiana, pero ile­trada, como lo fué él. A los veinte años había heredado una gran fortuna que le habían dejado sus padres, ya fallecidos y tuvo que cui­darse de una hermana, menor que él. Un día, en la iglesia, oyó leer al diácono, las palabras del evangelio: “Ve, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y ten­drás un tesoro en los cielos” (Mt. 19,21) y, lo que no aceptó aquel joven a quien Jesús las dirigió, lo puso en práctica Antonio, reservándose lo necesario para vivir. Lo que nos confirma que las palabras de Cristo no quedan estériles, aunque el primer destinatario invitado se vaya triste por no querer seguirlas. Bien decía, con espíritu de fe, el padre Segundo Llorente, jesuita, misionero de Alaska, el país de los eternos hielos: Salgo a sembrar vocaciones en Alaska, aunque se que allí no germinarán, pero con seguridad de fe, se que darán fruto en otro lugar del mundo. En Antonio fructificaron al ciento por uno. Poco después volvió a oir: “No os preocupéis por el mañana” (Mt 6,34), y terminó de vender lo que aún poseia, colocó a su hermana en una especie de monasterio femenino, y se retiró a vivir en un paraje, cercano a su pueblo, para vivir al estilo de otro anciano eremita. San Antón, como se le llama en España, ha sido y es santo de devoción extendida, que hoy perdura en los pueblos. Duran­te la Edad Media su culto se difundió por Oriente y Occidente. San Atanasio, escribió su vida, de autenticidad indudable, con la que hoy contamos para nuestra información. Encontró San Pablo, primer ermitaño a San Atanasio escribiendo y no le quiso molestar diciendo: “Sinamus Sanctum pro Sancto laborare”, “dejemos trabajar a un santo por otro santo”. San Atanasio describe sus tentaciones famosas. El demonio le atacó primero con imaginaciones obscenas, y se le apa­reció él mismo en forma de mujer seductora y de negro amena­zador. La oración, la mortificación y la vigilancia exquisita de los sentidos dieron al Santo la victoria. Conseguida ésta, se retiró todavia más al interior del de­sierto, donde un amigo le llevaba pan de vez en cuando. El demonio tornó de nuevo al ataque, ahora con gran aparato de ruidos, recurriendo también a su presencia visible y una vez le dio una paliza tan monumental, tan realmente infernal, que su amigo lo encontró sin sentido. Al recobrarse, clamó al Señor: "¡Dios mío!, ¿dónde has estado este tiempo?" El Señor le contestó: "Siempre junto a ti"

VIDA PENITENTE

Desde el año 272 hasta el 285, observó una vida penitente y retirada, aun­que no del todo solitaria, en las proximidades de la ciudad y aun dentro de ella. Sin embargo, en ese año San An­tonio inaugura la vida completa de soledad, cruzando el Nilo y refugiándose, no en las cer­canias de Koman, sino en lo alto de un monte, en el que pasó cerca de treinta años, sin ver más que a un hombre que le lle­vaba pan una vez cada seis meses. Comia seis onzas de pan mojadas en agua y algunos dátiles, una vez al día, al ponerse el sol y fueron frecuentes las veces en que pasó tres y cuatro dias sin probar bocado y a pesar de su austeridad, se mantenía tan fuerte y saludable, que más de un extranjero le reconoció entre sus discipulos por la alegría del rostro.

DISCÍPULOS Y MONASTERIOS


En efecto, le llovian muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a fundar va­rios monasterios, casi todos constituídos por celdas independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenia que atravesar, y lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte, haciéndoles imaginar que no terminarian el dia o la noche. Santa Teresa escribe que parece que algunas monjas se cuidan tanto como si hubieran venido al convento para no morir. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que ésta, en consecuencia hay que difrutarla y procurar no morirse nunca, tal es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. Antonio educaba a sus discípulos en el ma­yor desprecio al demonio. "Es un ser -les decia- que teme la oración, el ayuno y las buenas obras. No es capaz ni siquie­ra de detenerme cuando hablo mal de él. En el año 311 Antonio se presentó en la ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a con­solar a los posibles mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde salió para fundar otro monasterio, cer­ca del Nilo, aunque él siguió viviendo en su montaña. Allí conti­nuó alternando el trabajo manual con la oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.

SAN JERONIMO Y DIDIMO EL CIEGO

Cuenta San Jerónimo que durante su estancia se encontró con el famoso filósofo cristiano Didimo el Ciego, al que con­soló diciendo que debía apreciar más la luz de Dios y de su amor que la de los ojos, que nos es común hasta con los gusanos. Lo mismo San Jerónimo que San Atanasio nos refie­ren sus disputas con los filósofos paganos, a algunos respondió que no necesitaba de libros en su retiro, contemplando el de la naturaleza, frase que Juan Pablo II repetía en sus cortas vacaciones entre montañas. A algunos, que intentaban reírse de su falta de letras, les preguntó qué era más intere­sante, si los libros o el buen sentido que los inspiraba. "El buen sentido", -le dijeron. -"Pues ése lo tengo yo.

San Jerónimo cita varias cartas del Santo dirigidas a sus monjes. En ellas les recomienda como necesario para cada escalón de la santidad el conocimiento de sí mismo. San Ata­nasio nos ha conservado la que contestó a Constantino el Grande y sus dos hijos recomendándoles que no se olvida­ran del juicio. "No os maraville -decía a sus monjes- que el emperador haya escrito a un hombre como yo. Maravillaos de que Dios nos haya hablado por medio de su Hijo: Cuando los suyos se asombraron del número de vocaciones religiosas, él les anunció con lágrimas en los ojos que llegaría el día en que los monjes habitarían en buenos edificios en las ciudades, comerían en abastecidas mesas, y no se diferenciarían de los seglares más que en el vestido. Hoy ni siquiera en eso.

COMO JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO

Si refiriéndose a Juan Bautista Jesús hizo el elogio mayor que brotó de sus labios, hoy, tomándolo del evangelio, la Iglesia puede decir lo mismo de Antonio y, a la vez, podemos considerarlo como

EL FUNDADOR DE LA VIDA RELIGIOSA

Aquel egipcio analfabe­to y tosco, con sus cien años de historia, casi en su totali­dad pasados en soledad y silencio, es uno de los hombres de Dios que más han influí­do en la construcción del Reino de Dios. Pedro está a la cabeza de los papas y obispos, Pablo al frente de doctores y misione­ros, Esteban el primero de los mártires, Antonio el funda­dor de los doctores de la santidad. Tras él monjes, frailes, religiosos, todos le siguen como pastor y padre. He aquí su obra que ni él mismo pudo nunca medir y agradecer debidamente a Dios. La vida humana como una búsqueda absoluta de santidad, la vida humana resuel­ta según este único afán y propósito, ese fué su invento, su hallazgo genial, su sistematización del evangelio para ofrecer un género de vida original y extraño, pero tan profundo y definitivo, que todos los demás fundadores han aplicado su invención en cada tiempo. Su vida pues, obtiene todo el valor de una voz que se alza en el desierto, invitando desde allí a los elegidos del Señor, a seguir su senda. Otros escribirán tratados, o recorrerán el mundo, o derramarán su sangre, Antonio sobre aquellos arenales junto a Menfis encenderá una hoguera para orientar a los generosos, tras las huellas del Señor. Empezó tomando a la letra aquello de “ve y vende todo lo que tienes...” Tenía veinte años, no sabía leer ni escribir, no era más que un pobre ignorante que entendió a Dios. Lo vendió todo y siguió a Cristo buscándole en la soledad. Primero junto a su casa, después escondido en un sepulcro, al fin la inmensa soledad de los desiertos. Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad que te­nía que surgir, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la tierra, llevaba la vida y la verdad. A él acudían de todos lados los buscadores de Dios. Arreciaba la última per­secución, justo el año en que Diocleciano subía a emperador de Roma.

UNA NUEVA SOCIEDAD

Antonio bajaba al desierto. Las ciudades se despoblaban y rebosaban las grutas y las ermitas. Surgió una nueva sociedad de hombres que seguían una forma de vida, aparentemente vie­ja, pero auténticamente original, la comunidad cristiana depurada, el programa del evangelio hecho carne. Aquellos primeros monjes vivían cantando al Señor y meditando, trabajando con sencillez y mortificando la carne, peleando con demonios y elevando a profesión la más bella caridad. Cantaban. En aquellos desiertos se empezó a sistematizar el canto de los salmos se­gún las horas del día y a leer la escritura distribuida en leccio­nes. Se estrenaba el la práctica del oficio divino, y la meditación del evangelio a determinadas horas. La vida era durísima. Pan, agua y sal constituían la comida diaria; algunas verduras cocidas en agua constituía la comida de los invitados. A la puesta del sol se tomaba el refrigerio único, el pan se guardaba en agua más de seis meses, ¿aquello era comer? Se inventó la interrumpción del sueño levantándose a cantar, se instituyó el cilicio perpetuo sobre la carne, se hizo de las pieles de animales el primer hábito y se descubrió que había un modo de trabajar elemental y sencillo, que consistía no en producir, como hoy decimos, sino en alabar al Señor tejiendo mimbres para esteras y cestas que se daban a los pobres. Y todo en fraternidad en que aprendieron por fin los hombres el arte de ser humildes y de ser sinceros, en fraternidad y sumisión al superior que era el abad, es decir padre. Y todo batallando perpetua­mente con demonios de toda especie, que convertían el desierto y después los monasterios y los con­ventos en auténticas palestras. Había nacido la vida religio­sa. Sólo faltaba su proyección social. Antonio se la dió y acudía a Alejandría cuando el obispo le llamaba. Unas veces para exhortar al marti­rio -eran los tiempos de Maximiano-, otras para discutir con los filósofos paganos, o para increpar a los prime­ros arrianos y otros herejes, también para escribir a Constantino, el primer emperador cristiano, y siempre para volverse a su “palacio” con aquellos príncipes del amor, que iban con el tiempo a extender su invento por Oriente y Occidente. Heráclides, Isidro, Pablo, Basilio, Gregorio, Casiano. Antonio era iletrado, pero sapientísimo. Ya lo había dicho Jesús: “Te alabo. Padre, porque ocultas­te estas cosas a los sabios y se las has revelado a los peque­ños”. Antonio era pequeño, por ello supo tanto, que su palabra todavía late en los escritos de los autores que han escrito sobre la santidad.

MAESTRO DE SANTIDAD

Fué San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban los chacales del desierto. Los temas elemen­tales de su pedagogía eran sencillos: modo fuerte de luchar contra los demonios, modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretación de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios combaten a los monjes, más que a los mundanos, a quienes ya tienen cazados. La oración y el ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al demonio cuando se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz. Podemos creer que a él se debe desde entonces la costum­bre de hacer la señal de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos del Señor. Su vida monacal es su servicio, ser­vicio pues, el canto de los salmos a hora prima y a hora tercia; servicio, la penitencia y la abstinencia; servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos. Servicio y es­pera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trascien­de y explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplica­ble: aquella manera de vivir. Antonio no cesa de incul­car que la vida es breve y la eternidad es sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es incierta, lo que obliga a estar siem­pre en espera, en tensión siempre. Apenas nada más encontramos en aquellas exhortacio­nes paternas de Antonio a los suyos.


LA ALEGRIA DEL ESPIRITU

Su austeridad extrema puede in­ducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de un hombre pe­simista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es así. En la doctrina de Antonio encontramos una mina deliciosa de optimismo. El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra alma. “Su integridad principal -nos dice- no ha sido manchada nunca por nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en guardar el alma buena que el Creador nos dió. Es tal el optimismo de este santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau estas animosas palabras del santo que no se fué a la Arcadia sino al desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que saber esperarlo alegre­mente. Frente a la angustia de los tiempos modernos, que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía y alianza de las dos posiciones contra­rias a la cultura moderna, la dureza y la alegría!

SU MUERTE

A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia, enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es muy variada. Se le representa con un báculo en forma de cruz, por su dignidad abacial. o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y alguna vez con unas llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía una camanilla en la nariz y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en el canon de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había retirado con los dos discípulos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de sus discípulos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, “ya me verán, dijo sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre”.