Seis años de la Beatificación del Papa Juan XXIII

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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Un día como hoy, el 3 de septiembre, Juan Pablo II –que también camina hacia los altares-- beatificó al Papa Juan XXIII, querido por todo el mundo. Recibí la noticia de su nombramiento de Papa estando en compañía de mi director espiritual, Don Vicente Garrido, hombre de Iglesia, maduro y santo sacerdote, lleno de experiencia. Era un desconocido para los dos. Sólo sabíamos la edad: 77 años. Y dijo Don Vicente. Muy acertado. Si lo hace mal será por poco tiempo. Después llegó su primera Encíclica, que lejos ahora de mis libros no puedo consultar, pero que leí. En un estilo sencillo y nada brillante nos hablaba de su deseo de ser pastor. Después el mismo Don Vicente que le vio cuando canonizó a San Juan de Ribera me comentó: “es como un párroco del mundo”. 

EL CONCILIO VATICANO II

A Don Marcelino Olaechea, Arzobispo de Valencia, le escuché: “¡te encuentras con él como si hubieras sido amigo de toda la vida!”. “Sortitus es animam bonam”. Le ha tocado en suerte un alma buena. Se hizo querer. Era el Papa bueno. Estamos necesitados de hombres así. Y vino el Concilio. Era Papa cinco días y ya piensa en convocar el Concilio. Sólo después de convocado y ya en marcha, bajó a los archivos vaticanos, (él era historiador, había escrito una biografía del obispo de Bérgamo, Radino Tedeschi, de quien había sido secretario particular, y trabajó en una historia eclesiástica), y husmeando entre los papeles se encontró con la sorpresa de que ya Pío XI y Pío XII, pensaron en el Concilio y no se atrevieron. Pero él ya había echado su suerte. El Espíritu sopla donde quiere, pero necesita personas que razonen menos y se fíen más de él. Ahí estaba Juan XXIII. Esa era su raza. Y el que iba a ser un Papa de transición se convirtió en el fabuloso artífice del cambio de la Iglesia y del mundo, como quien no hace nada. Un obispo americano destinó a una parroquia muy maltrecha a un santo sacerdote. Pasados unos años fue allí de visita pastoral. No la conocía. Y dijo: "Estoy maravillado de lo que ha hecho el Espíritu Santo en esta parroquia". Y terció el párroco: "Si usted hubiera visto esta parroquia cuando el Espíritu Santo estaba solo". 

SU BIOGRAFÍA

He leído y releído la “Historia del alma”, que es su autobiografía, su diario espiritual. Es toda sencillez y constancia. Ángel José Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881, al norte de Italia, en Sotto il Monte, cerca de Bérgamo. Hijo del viñador Roncalli, pertenecía a una familia humilde y muy numerosa, de la que él era el tercero de trece hermanos. Aquélla, sin duda, fue la escuela primera en la que Ángel fue forjando su personalidad, con la que luego cautivaría a sus feligreses y al mundo entero, como hombre sencillo, inmensamente generoso y amable, a la vez que vital y exigente. Fue como un padre para todos sus hermanos. 

En su infancia, conjugando sus estudios con los trabajos agrícolas, Ángel asistió a la escuela de su pueblo, hasta que a los 17 años ingresó en el seminario de Bérgamo. Dos años más tarde, ganó una beca que le permitió continuar sus estudios teológicos en el Instituto San Apolinar de Roma. En 1904 fue ordenado de presbítero y celebró su primera misa en la Basílica de San Pedro, en Roma. Ya en su diócesis de Bérgamo, trabajó como secretario de su obispo Giacomo Radini-Tedeschi (1905-1914) y como profesor de historia de la Iglesia y de apologética en el Seminario. 

En la primera guerra mundial fue incorporado a filas como capellán militar. Después de la guerra, volvió a sus antiguos cargos, y en 1921, el Papa Benedicto XV lo llamó a Roma para trabajar en la Congregación para la Propagación de la Fe. En 1925, nombrado obispo, recibió la ordenación de manos de Pío XI, quien lo introdujo en las tareas diplomáticas nombrándolo Visitador Apostólico y Delegado Apostólico en Bulgaria. Nueve años después, en 1934, sería nombrado Delegado Apostólico para Grecia y Turquía, con residencia en Estambul y en Atenas. Aquellos años vividos en el Cercano Oriente le permitieron tener contactos con miembros de las Iglesias Orientales, que sin duda aproximaron las relaciones de aquellas iglesias con Roma. 

NUNCIO EN FRANCIA

Pío XII lo envió como Nuncio a Francia, cargo cumbre en la Diplomacia Vaticana, en diciembre de 1944. Al recibir el telegrama, creyó que se trataba de una equivocación. Acudió a Pío XII y le dijo que sólo podía dedicarle 7 minutos. Dice el Papa: El nombramiento lo he hecho yo.- Santidad, entonces sobran ya los seis minutos. Como Nuncio medió ante el General De Gaulle a favor de los obispos del Gobierno de Vichy, acusados de colaboracionistas con los alemanes, como el General Petain, intercedió para que los prisioneros de guerra recibiesen un trato digno, y logró que los seminaristas pudiesen seguir sus cursos de teología en Chartres. En 1952 fue nombrado Observador Permanente de la Santa Sede ante la ONU. Y en enero del año siguiente fue nombrado cardenal- patriarca de Venecia, en donde, paternal y bondadosamente, siempre espontáneo y cercano en el trato con la población y con el clero, desarrolló con notable celo pastoral su ministerio. En sus relaciones diplomáticas usó también su sentido del humor. En un banquete, sentado junto al embajador ruso, voluminoso como él y sin modo de romper el hielo, le dice: “usted y yo somos del mismo gremio”. Ante la extrañeza del ruso, continuó: “el gremio del entrecot y papas fritas”. Y cuando recibía instrucciones para recibir ala primera dama de los EE.UU. de América, Jacqueline Kennedy, se salto al verla, todo el protocolo y abriendo los brazos, la saludó con un radiante “Jacqueline”, que dejó estupefactos a los presentes.

ELEGIDO PAPA

El cardenal Ángel José Roncalli tenía 76 años cuando el 28 de octubre de 1958 era elegido para suceder a Pío XII, asumiendo el nombre del Precursor y del Apóstol Juan, el discípulo amado, y como signo de humildad, pues en su pueblo llamaban Juan a aquel que fuera el más simple del pueblo. Al salir del Cónclave dijo al Arzobispo Montini: “Si usted hubiera estado en el Cónclave, usted sería el Papa”. Montini era entonces Arzobispo de Milán, pero aún no era Cardenal. Le crearía él. Con gran sentido del humor, a una señora que a su paso comentó: “¡qué papa más gordo y más feo!”, se volvió y le dijo: “Señora, que yo no he ganado un concurso de belleza, sólo he sido elegido papa”. 

A pesar de su edad, por la que su pontificado se consideraba como "de transición", el Pontífice Juan XXIII se preparaba para enfrentarse al gran reto de convocar un nuevo Concilio Ecuménico. Supo acoger la inspiración del Espíritu Santo, y, mostrando una vez más su paternal bondad y su gran energía y vitalidad, llevó adelante la convocatoria del Concilio Vaticano II. Su humilde deseo de ser un buen "párroco del mundo" le hizo ver la necesidad de que la Iglesia reflexionara sobre sí misma para poder responder adecuadamente a las necesidades de todos los hombres y mujeres en un mundo en cambio que cada vez se alejaba más de Dios. 

EL “AGGIONAMIENTO”

Definió el espíritu de su pontificado con el término “aggiornamento”, que se esclarecerá mejor en el radiomensaje Ecclesia Christi lumen gentium, del 11 de septiembre de 1962, en vísperas de la apertura del Concilio. Su deseo era que toda la Iglesia se preparase para responder con fidelidad a los nuevos desafíos apostólicos del mundo moderno. Por fin, el "Papa bueno", un 25 de enero de 1959, apenas dos meses después de iniciado su pontificado, sorprendió a propios y extraños convocando a todos los obispos del mundo para la celebración del Concilio Vaticano II. La tarea primordial era la de prepararse para responder a los signos de los tiempos buscando, según la inspiración divina, un “aggiornamento” de la Iglesia que en todo respondiese a las verdades evangélicas. “¿Qué otra cosa es, en efecto, un Concilio Ecuménico --dijo-- sino la renovación del encuentro con la faz de Cristo resucitado, rey glorioso e inmortal, radiante sobre la Iglesia toda, para salud, para alegría y para resplandor de los hombres?” Para esto planteaba el famoso “aggiornamento” hacia adentro, presentando a los hijos de la Iglesia la fe que ilumina y la gracia que santifica, y hacia fuera presentando ante el mundo el tesoro de la fe a través de sus enseñanzas. Estas dos dimensiones se manifestarían constantemente en su pontificado. 

La apertura eclesial al mundo se manifiesta con claridad en sus encíclicas, siempre dejando en claro que ello no significaba en absoluto ceder en las verdades de fe. Le propuso un sacerdote suprimir las tres avemarías que se rezaban al final de la misa, y contestó, que bien, pero que él las seguiría rezando. “La doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo cómo se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado. Dentro de este espíritu de apertura en fidelidad a la doctrina de siempre, el Papa Juan XXIII se esforzó también en buscar un mayor acercamiento y unión entre los cristianos. Su encíclica Ad Petra catedral (1959) y la institución de un Secretariado para la Promoción de la Unión de los Cristianos fueron hitos muy importantes en este propósito. 

SU FALLECIMIENTO, SU HERENCIA

El Concilio Vaticano II para Juan XXIII encerraba cuatro planes principales: Buscar una profundización en la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma. Impulsar una renovación de la Iglesia en su modo de aproximarse a las diversas realidades modernas, mas no en su esencia. Promover un mayor diálogo de la Iglesia con todos los hombres de buena voluntad en nuestro tiempo y la reconciliación y unidad entre todos los cristianos. Después de una larga y concienzuda preparación, se inició el 11 de octubre de 1962, el Concilio Vaticano, aunque no sería él quien lo llevaría a feliz término. Muy pronto surgió su mortal enfermedad que, asociándolo a la Cruz del Señor, le llevaría por un largo camino de pasión, ofrecido por toda la Iglesia. Era, dijo: su "contribución al Concilio". Murió el 3 de junio de 1963, recién iniciado el Concilio. Su muerte suscitó una profunda tristeza en el mundo entero, lo que puso de manifiesto cómo se hizo querer en tan poco tiempo. Su extraordinaria bondad y simpatía le permitió ganarse la amistad y el respeto de gente muy diversa, lo que con justicia le mereció el calificativo de "Il Papa buono", el Papa bueno. 

En tan corto tiempo nos ha legado documentos importantes, algunos de gran resonancia: En Eclesiología: Gaudet Mater Ecclesia (1962) Credo unam, sanctam, catholicam… Ecclesiam (1962) En Evangelización: Princeps Pastorum (1959) Ecclesia Christi lumen gentium (1962) Y en lo social: Ad Petri Cathedram (1959) Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963). En los Medios de comunicación: La grave obligación de todos (1959). 

TESTIMONIO DE MONSEÑOR CAPOVILLA. 

Monseñor Loris Capovilla, secretario particular del Papa Juan XXIII, que vivió día a día el pontificado que marcó un cambio decisivo para la Iglesia del siglo XX, nos ofrece en una entrevista concedida a la revista italiana «Jesu», un retrato único del «Papa bueno», que pienso puede enriquecer el conocimiento de nuestro Papa tan querido de nuestros lectores: 

Una mañana de enero de 1963 --él estaba ya cerca del final de su vida-- mientras iba a llamarlo para la celebración de la Misa, me dijo: “Ésta es una carta para ti”. Era una especie de testamento. En esta carta, que hasta ahora no he hecho pública, me invitaba a hablar de todo lo que se refería a la preparación del Concilio, considerándome un testigo fiel de la preparación de aquel gran acontecimiento eclesial y del desarrollo de la primera sesión. La carta es del 28 de enero de 1963. Dice, entre otras cosas: “Ahora pienso que el más indicado testigo y fiel exponente de este Vaticano II sea justamente usted, querido monseñor, y que usted debe considerarse autorizado a aceptar este compromiso y a hacerle honor; que será honor de la Iglesia, y título de bendición y de preciosa recompensa para usted sobre la tierra y en el cielo. 

“Conocí la intención de convocar un Concilio, por primera vez, el 2 de noviembre de 1958: Juan XXIII era Papa desde hacía cinco días. Me habló de ello, por segunda vez, el 21 de noviembre, durante la primera salida del Vaticano, yendo a Castelgandolfo. La tercera vez, en los días inmediatamente precedentes a la Navidad de aquel año. Me parecía natural, desde una óptica demasiado humana, que un hombre elegido Papa a los setenta y siete años, contra toda previsión de los entendidos, no tendría que proponerse realizaciones extraordinarias. Todos se esperaban un rápido paso suyo por la sede de Pedro y, sobre todo, un dilatado testimonio de caridad. Además, de un anciano ¿qué es lo que ordinariamente esperamos? Si es sacerdote, basta con una bendición, una palabra y obras buenas, y un sentido de misericordia hacia todos. La humanidad le hubiese estado igualmente agradecida a Juan XIII si se hubiese conformado con permanecer fiel a la presentación que hizo de sí mismo el día de su entronización: “He aquí a vuestro nuevo Papa, soy Juan, vuestro hermano”. 

“Se dice que la paciencia de la Iglesia es como la de la semilla bajo tierra. El cristiano, en el fondo, es alguien que espera. Era ésta la paciencia del Papa Juan, y no estuvo ansioso por ver realizadas sus esperanzas. Cuando en la tarde del 11 de octubre, fui a anunciarle que la plaza estaba abarrotada de fieles por aquella famosa fumata, el Papa Juan me dice: “Por hoy se ha hecho suficiente con el discurso de apertura del Concilio. No tengo intención de hablar más. Voy a la ventana y doy la bendición”. Después, en cambio, vino el breve, pero conmovedor y memorable discurso llamado de la luna y de la caricia a los niños. Volvió a entrar, y sentado en el sillón concluyó con sencillez: «No me esperaba tanto. Me hubiese bastado con haber anunciado el Concilio. Dios me ha permitido ya el ponerlo en marcha”. Esto demuestra que el Papa Juan era todo menos impaciente. Hay un dolor social que no ennoblece al hombre, sino que lo profana, decía Angelo Roncalli; la justicia y la alegría son conquistas liberadoras. Solía repetir a menudo un aforismo atribuido a san Bernardo: “Ver todo, soportar mucho, corregir sólo una cosa cada vez. Y añadía: “Pero trabajar siempre, y no darse la vuelta hacia la otra parte de la almohada para dormir”. Sí, el Papa Juan fue un optimista. “Nunca he conocido a un pesimista --decía-- que haya concluido algo bien. Y ya que nosotros hemos sido llamados a hacer el bien, más que a destruir el mal, a edificar más que a demoler, por eso me parece tener todo en orden y deber proseguir mi camino de búsqueda del bien, sin dar más importancia de la debida a los diversos modos de concebir la vida y de juzgarla”. 

“Nos hizo entender también que no basta con combatir los sufrimientos de cara a una sociedad futura más libre y de una futura felicidad, sino que es necesario liberarnos del sufrimiento hoy, día a día. ¿Era éste el realismo católico del Papa Juan XXIII? Era un realismo que quería ser, sobre todo, testimonio y presencia, acción valiente y dinamismo infatigable. Podría relatar una expresión que le gustaba mucho. Se la repitió un día a Jean Guitton, sobre la terraza de Castelgandolfo: “¿Ve usted a esos sabios del Observatorio astronómico vaticano? Tienen instrumentos complicados para mirar la luna y las estrellas. Yo me doy por contento con caminar con los ojos abiertos a la luz de las estrellas, como el patriarca Abraham”. Hay también una nota en su diario personal: “A veces el hecho de gozar de una consideración tan buena y de ser elogiado por personas que no tienen fe, o tienen poca, me humilla, porque me expone al peligro de ser considerado por muchos como demasiado condescendiente... Y, sin embargo, me parece poder decir que la verdad no la niego, ni la disminuyo ante la cara de nadie. Intento poner juntas las razones de la verdad y las de la caridad. Por esto todas las puertas se me abren”. Juan XXIII sufrió muchas aflicciones. Recuerdo cuánto se habló por entonces de sus gestos, sus actos, sus escritos; cuánto fue motivo de polémica la misma encíclica «Pacem in terris». Lo vi muchas veces no ya sufrir, sino llorar. Pero esto no quitaba nada a su paz interior. Al final de su vida, en torno al lecho, sus colaboradores lloraban. Él no derramó ni una lágrima. Me despedí del Papa Juan el 31 de mayo de 1963, cuando le anuncié que su vida estaba terminándose. Me acerqué a la cama y le dije: "Santo Padre, cumplo mi deber, como había acordado. Hago con usted aquello que usted hizo con su obispo, monseñor Radini. Vengo a decirle que la hora del fin ha llegado. Se puede imaginar mi emoción. Me cogió la mano, me dijo palabras que conservo como un recuerdo imborrable de mi servicio junto a él, y después, con calma y delicadeza, concluyó: “Hemos trabajado, hemos servido a la Iglesia. No nos hemos detenido a recoger las piedras que, de una y otra parte, nos lanzaban. Y no las hemos vuelto a lanzar a ninguno”. Cuando el 26 de diciembre de 1958, visitó la cárcel «Regina Coeli» y salió con aquella expresión ciertamente novedosa: “¡Henos en la casa del Padre!”. ¿Cómo? La cárcel, ¿la casa del Padre? “He metido mis ojos en vuestros ojos, mi corazón junto al vuestro”: son palabras que se dicen rápidamente, pero aquellos presos creyeron a quien las pronunciaba. Entonces, presos de una parte, el Papa por la otra, pero sin barreras divisorias, hicieron familia. También nosotros somos presos porque algo nos impide, a veces, ver a nuestros hermanos. Nos lo impiden nuestros límites, nuestras pasiones, nuestras debilidades. Si a través de esas barreras, sin embargo, pasa la luz de dos ojos buenos, el calor de un testimonio franco, entonces nos sentimos hermanos. 

Con todo el corazón, y con la alegría de toda la Iglesia, termino, deseando que el testimonio del Beato –y que pronto será santo-- ablande nuestro corazón: ¡Beato Juan XXIII, ruega mucho por nosotros!