La primera encíclica de Benedicto XVI "Deus Caritas est"

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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Si Juan Pablo II fue futbolista aficionado en su juventud polaca, este Papa alemán debe de haber jugado en los juveniles de Munich. Desde que se anunció la primera encíclica del Pontificado estaban los progres a la espera de un Ratzinger tronante contra los pecados de la modernidad, azote del relativismo, y he aquí que saca un texto hermoso, bien escrito, sereno, sobre la fuerza del amor como motor del mundo, el amor que mueve el sol y las estrellas. Y encima elogia las organizaciones humanitarias, pide separación entre la Iglesia y el Estado y admira el eros, pensado y creado por Dios, expresión de la corporeidad amorosa, inicio del agape, que entre ambos amores, se transformará en caridad, a la que el ser humano está vocacionado a alcanzar en plenitud uniéndose con el mismo Dios Creador y Redentor, que es Caridad. 

“En toda la multiplicidad de significados del amor destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor. “Eros” y “ agapé”. Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor -eros, philia (amor de amistad) y agapé-, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. 

¿Podría la Iglesia haber traicionado el plan del Creador que ha querido simbolizar el amor del hombre y la mujer en la corderilla del pobre que crecía con él, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo y era como una hija, según imágenes del mismo Dios, inspiradas al profeta Natán, como leemos en el segundo libro de Samuel?. ¿O las imágenes del profeta Oseas, de Jeremías y de Isaías? El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? Recordemos el mundo precristiano. Los griegos consideraban el eros ante todo como un arrebato, una “locura divina” que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: “Omnia vincit amor”, dice Virgilio en las Bucólicas -el amor todo lo vence -, y añade: “et nos cedamus amori”, rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad. A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la locura divina: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.

Entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanarlo para que alcance su verdadera grandeza. Esto depende ante todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: “¡Oh Alma!” . Y Descartes replicó: “¡Oh Carne!”. Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor -el eros- puede madurar hasta su verdadera grandeza.

Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad”. 

¿Y éste era el inquisidor, el dóberman de la Iglesia, el feroz cancerbero de la doctrina? Los detractores ignaros, que le etiquetaron con prejuicios insostenibles de desprecio se han quedado con la cintura doblada. El Papa Benedicto XVI no lleva debajo de la sotana al “rottweiler de Dios”, sino al filósofo Ratzinger: un teólogo abierto a la discusión ecuménica, escrutador concienzudo de la tradición del pensamiento europeo, meditador reflexivo, estudioso moralista cuya honda solidez arranca del conocimiento de los clásicos y las raíces filológicas de la doctrina. Lo que diga podrá gustar más o menos, pero será difícil discutirle las ideas en el plano intelectual. Este Pontífice es un pensador crecido en el paisaje de la cultura y de los libros, que ha escrito y publicado una colección numerosa de libros. Maneja las ideas con la familiaridad de un sabio. Por igual cita a los Padre y Doctores de la Iglesia como a los filósofos antiguos y modernos. En esta Encíclica igual maneja a Jenseits von Gut und Böse, IV, 168, a Descartes, Œuvres, como al Pseudo Dionisio Areopagita, El Banquete, de Platón, a Salustio, De coniuratione Catilinae, XX, 4, a San Agustín, Confesiones, De Trinitate, Apologia, Apologeticum, a San Ambrosio, a J. Bidez, L'Empereur Julien. Œuvres complètes. Y sabe que el secreto de la convicción no reside sólo en el interior de los conceptos, sino en la claridad y belleza de su exposición. que sabe escribir, cuida el estilo y aprecia y valora la intensidad expresiva del lenguaje.

Por eso la encíclica “Deus caritas est” está construida mediante un verdadero esfuerzo de voluntad literaria, con una prosa serena, suave y clara, que brinca en la filosofía con la pasión de un erudito. Lo mismo cita a Aristóteles que a Nieztche, a Descartes que a Marx. Es prosa doctrinal, pero prosa bella, surgida del deseo de convencer a través de la palabra. Esta es la escritura de un hombre que se ha pasado medio siglo sumergido en la lectura de toda la sabiduría compilada del Universo, y que ha aprendido a destilarla en el alambique del idioma. Es el Papa filósofo que ha demostrado que escribe como los ángeles. Aunque maneja conceptos difíciles, Benedicto XVI rehúye el abstruso léxico escolástico. Sabe, como Ortega, que la claridad es la cortesía suprema del filósofo; sus frases son siempre de una sintaxis diáfana y su razonamiento terso, con una contenida vibración poética. Ocurre así, por ejemplo, cuando refuta a Nietzsche, sosteniendo que el cristianismo no niega el eros humano, sino tan sólo su desviación destructora, dominada por el puro instinto: «Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse del otro. Ya no busca sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado». Ese eros convertido en agapé, que «se entrega y desea ser para el otro», no es sino reflejo del amor divino, que se proyecta previamente sobre cada hombre.

Y esa experiencia íntima del amor divino tiene que ser, naturalmente, comunicada a otros, a través del ejercicio de la caridad. En la segunda parte de su encíclica, Benedicto XVI define, con la doctrina social de la Iglesia, los contornos de la caridad cristiana. Reconociendo que la misión de instaurar un orden justo en la sociedad compete al Estado y no a la Iglesia, corresponde a ésta sin embargo “dar respuesta inmediata en una determinada situación”. Y garantiza la libertad de los ciudadanos respetando su propia responsabilidad: “Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor”. Lo cual no es óbice para que esa elocuencia callada del amor, que se alimenta en el encuentro con Cristo, se exprese a través de la oración, cuya importancia Benedicto XVI alerta “ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo”. De este modo, reclamando el consuelo del Espíritu, el cristiano puede ejercer su labor caritativa de manera más esperanzada y paciente, en unión íntima con Dios.

Benedicto XVI sabe, como San Juan de la Cruz, que en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor. Con su primera encíclica, ha querido recordarnos cuál debe ser la opción fundamental en la vida de un cristiano. Ojalá sirvan sus palabras para que, como en tiempos de Tertuliano, se vuelva a escuchar al ver a los cristianos, aquella frase admirativa de los paganos: “Mirad cómo se aman”. “Los cristianos son hombre que rezan y hombres que aman”.