La reforma de Santa Teresa de Jesús

Autor: Padre Jesús Martí Ballester

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1.- «Ya que Dios tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fueran buenos»... «Todas dedicadas a la oración por los que defienden a la Iglesia, y predicadores y letrados...».

LOS LUTERANOS DE FRANCIA

Oración e inmolación por los sacerdotes, carisma específico de la carmeli­ta. Un grupo de mujeres en marcha desde el monasterio de san José de Ávila, primera fundación de Teresa. Los luteranos de Francia la fuerzan a clamar al cielo. La herejía de Lutero se había extendido en Francia y, acaudillada por Calvino, más feroz y tenaz que Lutero, dio origen a los hugonotes, que se ensañaron con los católicos franceses, profanaron sus lugares de culto, desvalijaron sagrarios y persiguieron a los sacerdotes...

MARGINACIÓN DE LA MUJER

La marginación y subestima en su tiempo de la mujer es reivindicada subliminalmente en esta frase y en otros pasajes de sus obras por Teresa. Los males modernos: materialismo, desertiza­ción espiritual, ateísmo y craso hedonis­mo, tolerancia y permi­sividad, falta de respeto al don de la vida, secularismo, mentalidad laicista, y secularización interna de lo cris­tiano, «que somete la doctrina cristiana y sus normas morales al juicio de la sensibilidad y de los sistemas de valores e intereses de la nueva cultura», deben movilizar a los «amigos fuertes de Dios» tras las huellas de Teresa. Así exhortan a la comunidad católica los obispos de España: «Lo importante en esta situación para nosotros, los cris­tianos, es que llevemos una vida digna del evangelio de Cristo, que nos mantengamos firmes en el mismo espíritu y luchemos sin temor juntos como un solo hombre por la fidelidad a Él, y que nos mantengamos en un mismo amor y un mismo sentir y valoremos, en fin, "todo cuanto hay de verdade­ro, noble, justo, puro, amable, honorable, todo cuanto sea virtud y digno de elogio", como exhorta Pablo a los cristianos de Filipos (1,27-30; 4,8). Con estas palabras el apóstol nos está invitando a la concordia, a la atención generosa al prójimo, a la integración en nuestra vida de virtud como único camino realista a la felicidad que es la suprema aspiración humana» (La verdad os hará libres, 20-11-1990).

2.- «La pobreza es un señorío grande».

Las órdenes mendicantes introdujeron una modalidad nueva en la Iglesia a partir del siglo XIII. A la vez que buscaban la propia santidad, trabajaban por conducir a ella a los demás miembros de la Iglesia. A diferencia de los monjes, que tenían muchas y grandes propiedades, aunque cada monje era pobre, los mendicantes renunciaban a la posesión de propiedades, excepto las imprescindibles. La Orden Carmelitana, contemplativa en Oriente, hubo de ser transformada en orden mendicante para poder arraigar en Occidente. La virtud indispensable para ella era, pues, la pobreza, característica de la vida apostólica. «Los ojos en vuestro Esposo; Él os ha de sustentar». La confianza en el Padre, que cuida y alimenta a los pájaros y viste a los lirios del campo (Mt 6,25), es mejor garantía para el futuro, que todas las seguridades humanas. Sólo desde la esperanza del «tesoro en el cielo» de la íntima amistad con el Señor, se puede «vender lo que se tiene y dar el dinero a los pobres» (Mt 19,21). Y entonces se consigue la verdadera libertad, el «señorío grande». Porque «la verdadera pobreza trae una honraza consigo que no hay quien la sufra».

EL ESFUERZO DEL TRABAJO

No exime la pobreza del esfuerzo del trabajo, sino que lo exige. Exige la colaboración con el inmenso Dios creando como un torbellino inmóvil y amoroso, afanándose en su obra para su gloria en el hombre. Y cuando pasó revista a todo, estrellas, mares, calandrias, aves del paraíso y águilas reales, altísimas montañas, palomas raudas, palmeras y cipreses y cinamomos, y cedros altísimos, colibríes y elefantes... el hombre y la mujer..., dijo: Bien. Todo está bien. ¡Me ha quedado todo estupendo!... Y le dijo a Adán: Prolonga tú ahora mi obra creadora, toma mis fuerzas y sigue creando, yo estaré contigo y descansaré. Trabaja conmigo, que es tu oficio. Para Adán, trabajar era hermoso, era «coser y cantar», siempre con el corazón henchido de alegría, porque crear deleita. El sudor vino después; la amargura y el cansancio y la fatiga fueron posterio­res al pecado. «Con el sudor de tu frente», la tierra se te resistirá, y las ideas se te escaparán escurridizas, y se bloqueará el ordenador y los cardos y las espinas son, pueden ser, expiación y penitencia. Y así, trabajando, es como el hombre se convierte en dominador de la materia y concreador del mundo, que le estará sometido en la medida de su trabajo; y pondrá a su servicio todas las criaturas inferiores a él. Y así se dignifica y crece. «Él que no quiera trabajar que no coma», dice san Pablo; quien ha de comer tiene que trabajar. Él deber de trabajar arranca de la misma naturaleza. «Mira, perezoso, mira la hormiga...», y mira la abeja, y aprende de ellas a trabajar, a ejercitar tus cualidades desarrollando y haciendo crecer y perfeccionando la misma creación. Que por eso naciste desnudo y con dos manos para que cubras tu desnudez con el trabajo de tus manos y te procures la comida con tu inventiva eficaz. 

EL BALUARTE DEL TRABAJO

El trabajo será también tu baluarte, será tu defensa contra el mundo porque te humilla, cuando la materia o el pensamiento se resisten a ser dominados y sientes que no avanzas. Te defenderá del demonio que no ataca al hombre trabajador y ocupado en su tarea con laborio­sidad. Absorbido y tenaz. Te defenderá del ataque de la carne, porque el trabajo sojuzga y amortigua las pasiones, y con él expías tu pecado y los pecados del mundo con Cristo trabajador, creando gracia con Él y siendo redentor uniendo tu esfuerzo al suyo, de carpintero y de predicador entregado a las multitudes y comido vorazmente por ellas. 

El trabajo cristiano se convierte en fuente de gracia y manantial de santidad. Pero si el hombre debe continuar creando con Dios, su trabajo debe ser entregado a la Iglesia y a la comunidad humana, llamada toda al Reino. El que trabaja cumple un deber social. Ahora bien, si el trabajo es un deber, si el hombre debe trabajar, el hombre tiene el derecho ineludible de poder trabajar, de tener posibilidad de ejercer el deber que le viene impuesto por la propia naturaleza, por el mismo Dios creador, trabajador, redentor y santificador. El derecho social al trabajo es consecuencia del deber del trabajo. Pío XII en la Sponsa christi recuerda a las monjas de clausura el deber de trabajar con eficacia. 

REPARTO SOCIAL DEL TRABAJO

Pero la realidad es que así como hay en el mundo una injusticia social en el reparto de la riqueza, la hay también en el reparto del trabajo. Mientras haya parados, no puede haber hombres pluriempleados; por dos razones: primera, porque sus varios empleos quitan, roban, puestos de trabajo a los que de él carecen; segunda, porque los que tienen varios empleos difícilmente los cumplirán bien y a tope. El "enchufismo" no es sinónimo de perfección, sino todo lo contra­rio. Se habla de estructuras injustas en órdenes diversos; pero la estructura injusta, y habrá que revisarla si es injusta, se da también en la distribución del trabajo. Que un sacerdote, y son muchos, no tenga nada que hacer en todo el día, salvo celebrar la misa, cuando hay también muchos que no pueden abarcar todas las misiones que se les encomiendan, puede ser consecuencia de unas estructuras, o de una interpretación de las mismas, que en todo caso, deberán ser, en justicia, revisadas y corregidas. 

La sociedad no puede desperdiciar energías, pero la Iglesia tiene que aprovechar todas las piedras vivas, aunque estén jubiladas, para edificar el cuerpo de Cristo. Además tengo la impresión de que vivimos en una sociedad que se siente esclava del trabajo, y se escapa de él todo lo que puede, y trabaja todo lo menos que puede. Del trabajo artesanal bien hecho, se ha pasado a «la chapuza». Los cristianos hemos de considerar el trabajo instru­mento de santificación, colaboración con el Creador, reparador penitencial, agente de humildad, freno de los instintos, imitación de nuestro señor Jesucristo, trabajador en Nazaret, y predicador y acogedor de las multitudes en un trabajo apostólico agotador. La pobreza se ejercita, pues, sobre todo, en el trabajo. Pero también en la capacitación para trabajar mejor y con mayor rendimiento para la Iglesia y para la sociedad de la que formamos parte activa. Por eso el Ora et labora, ha de ser el santo y seña del cristiano, como lo fue de san Benito. Es la más realista concepción de la pobreza.

3.- «Y si tenemos influencia con Dios para conseguir esto, estando encerrados peleamos por Él...».

Teresa nos quiere centrar en el fin principal de la oración e inmolación por los sacerdotes: predicado­res y teólogos. Los necesita para la formación de sus hijas y de los cristianos. Le hacen falta a la Iglesia, que lleva clavada en su corazón de madre y de esposa de Cristo. Ella ha conseguido la transformación de algunos sacerdotes, desde el cura de Becedas hasta el padre García de Toledo, «buen sujeto para ser amigo nuestro» que, «aunque era bueno, no me contentaba, porque lo quería muy bueno». Sabe que si gana la partida de los sacerdotes, su santidad, su sabiduría, su predicación y pastoreo, correspondientes a su calidad de sacramentos de Jesucristo cabeza y pastor, la santidad y hermosura del cuerpo místico está asegurada. Como todos los místicos va a la raíz, o a la cabeza, según se mire. Por la oración y el sacrificio hará descender sobre los sacerdotes y sobre todo el cuerpo místico torrentes de gracias y de bendicio­nes del Cielo. El insustituible medio de la oración contemplativa eclesial, avizorado por el carisma místico de la «madre de los espirituales»

4.- Son gran cosa letras para dar en todo luz.

En el capítulo quinto Teresa amplía el tema que ha comenzado al final del capítulo cuarto: relación de sus monjas con los confesores. Tenía ella desagradables experiencias en esta área. De una parte, las que se refieren al campo de la moral. De otra, al de la ascética y mística. Confiesa, en cuanto a lo primero, que le aconsejaban mal, diciéndole que no era pecado lo que sí lo era (Vida 5,10). Respecto a lo segundo, deja entender sus experiencias con respecto a su oración y gracias místicas, cuando tuvo que sufrir un verdadero calvario por causa de sus confeso­res, que no tenían formación suficiente para hacerse cargo de su caso, y por falta de horizonte, consecuencia de sus pocos estudios, se aferraban a su propio juicio y consideraban seguras sus luces cortas. A esto hay que añadir que en el monasterio de la Encarnación donde vivía, consideraban desdoro la presencia de confesor que no fuera de la Orden. También esta angustiosa situación se ve reflejada en el capítulo siguiente. Esta penosa experiencia está en la base de sus criterios y legislación para su Orden, que defiende la libertad de sus monjas para consultar con confesor de fuera, o con maestros teólogos bien formados, en lo que el magisterio posterior de la Iglesia le ha dado la razón.

PÉRDIDA DEL SENTIDO DE PECADO

Ha escrito Juan Pablo II que el mundo actual ha perdido el sentido del pecado, porque también ha perdido el sentido de Dios. ¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una anestesia de la conciencia? Y cita la casi proverbial frase de Pío XII, tan conocida. El secularismo y el humanismo, concentrado exclusivamente en el culto del hacer y del producir, y dominado por el consumo y el placer, minan el sentido del pecado, que, a lo sumo, se reduce a lo que ofende al hombre. Es toda una pérdida de valores lo que está en juego. Incluso en el terreno del pensamiento de la vida eclesial, algunas tendencias favorecen la decadencia del sentido del pecado. Algunos sustituyen actitudes exageradas del pasado, por otras exageraciones; pasan de ver pecado en todo a no verlo en nada; de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría toda pena merecida por el pecado; de la severidad en el esfuerzo por corregir las concien­cias erróneas, a un supuesto respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad para formar esa conciencia. A esto hay que añadir la confusión creada en los fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, si es que queda alguna, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana. Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que afecta al hombre de nuestro tiempo. Urge una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel al magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la penitencia. Estas son, resumidas, las ideas de la Reconciliatio et paenitentia de Juan Pablo II, del 2 de diciembre de 1984.