Infierno dentro, infierno fuera

Autor: Jesús Domingo Martínez

 

 

"No hay salvación ni condena, sino placer y dolor,
guerra y paz. Es un mundo agónico"


Son las palabras finales de un artículo recientemente publicado en El Norte de Castilla. Y creo que el escritor que lo firma acierta plenamente. Es un mundo agónico el que nos rodea. Evidentemente el mundo es lo que es: un campo de batalla en el que se confrontan múltiples intereses y en el que vence el que lucha con mejores armas o con una mejor estrategia. Toda una "guerra de las galaxias".

Cada uno tiene que enfrentarse al mundo física y psicológicamente. En el modo de combatir es dónde se aprecian las diferencias, las distintas clases de hombres. Por supuesto queda la opción de evadirse (siempre han existido los "analgésicos y el suicidio).

El hombre (o la mujer) que decide pelear, lo puede hacer en dos sentidos: el egoísta –prima mi interés personal y no importan los valores que tenga que pisar: la verdad, la justicia- y el que lucha a favor de una comunidad –familia, tribu, clan, comunidad religiosa-. Los egoístas parece que llevan las de ganar. Van por libre y no llevan a cuestas la rémora de la moral: todo vale con tal de conseguir lo que se persigue. Los que pelean a favor de un grupo se someten a ciertos valores compartidos y a ciertas reglas de juego. Deben respetarlas y a cambio reciben el apoyo del grupo.

Dentro de los que hacen la guerra en grupo se incluirían los que comparten una fe –la que sea-. Los seres humanos compartimos ideales y la diferencia entre los hombres está precisamente en la categoría de esos ideales.

Por supuesto nadie está obligado –al menos en principio- a vivir una vida virtuosa en el sentido judeocristiano –una vida en la que se supedita el placer personal al bien común-. Prescindiendo de la categoría de la fe, una sociedad en la que sus miembros fueran capaces de prescindir de sus placeres a favor del necesitado se convertiría automáticamente en el paraíso, aquí en el planeta Tierra. Lo contrario del mundo agónico en el que parece que vivimos.

Prescindiendo de la categoría de la fe, deberíamos considerar la posibilidad de esforzarnos por adecuar nuestras vidas terrenales a esa concepción judeo-cristiana. Aunque no fuese más que por obtener el paraíso terrenal.

Otros lo han intentado así, a palo seco, quiero decir prescindiendo de la fe y la esperanza en un cielo bien grande o del temor a un infierno también bien grande.

Los ideales altos casan bien con la fe: se dirían que son la demostración científica de que Dios existe, de que es la Bondad suprema y de que el que intenta vivir cerca de Él termina pareciéndose un poco a Él. No sólo se gana el cielo, que también, sino que se contribuye a cambiar un poco "el mundo tan agónico" en el que nos toca vivir.