Juan 6, 51-59:
Discurso sobre el Pan de VidaAutor: Padre Javier Soteras
Con permiso de Radio María, Argentina
Juan 6, 51 – 59
Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo bajado del
cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es
mi carne para la Vida del mundo”.
Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a
comer su carne?”. Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne
del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el
Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan
bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma
de este pan vivirá eternamente”. Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de
Cafarnaún.
Reflexión
Es la segunda parte del discurso de Jesús sobre el Pan de Vida. Esta parte
del evangelio de Juan, viene a explicar y a desarrollar la afirmación con la
que terminaban los capítulos anteriores del evangelio. “...el pan que yo
daré es mi carne para la vida del mundo”. Pasa a primer plano el tema
eucarístico, que continúa y completa el pan vivo bajado del cielo.
Dice la Palabra: Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre
puede darnos a comer su carne?”. Esta discusión permite a Jesús volver sobre
el tema pero desde una repuesta y aclaración.
Cristo no explica el cómo ni atenúa su afirmación que a los judíos sonaba
como antropofagia. Lo que hace es precisar el efecto de la comida. La vida
en plenitud y la comunión con él, surgen de aquí. “El que coma mi carne, el
que beba mi sangre no va a tener sino vida para siempre. Que coma mi carne y
beba mi sangre tiene vida eterna”.
No solamente esto sino que va ha poseer la gracia de la resurrección en él
mismo. “Mi carne es comida verdadera, mi sangre es verdadera bebida. El que
me coma y me beba, dice Jesús, va a vivir en mí y yo voy a vivir en él”.
Este misterio de amor y de comunión que brota de la gracia de la eucaristía
es todo una invitación que nos hace la Palabra para renovar nuestra fe
eucarística.
Es conmovedor ver a hombres y a mujeres en distintos lugares escondidos y
silenciosos de nuestras comunidades parroquiales y de algunos lugares
destinados a la adoración eucarística, como están como tomados por el
silencio elocuente de la presencia de Dios invitando a la adoración.
En la adoración eucarística se reafirma nuestra fe en este misterio de vida
que se nos comunica por el comulgar con Jesús en su carne y en su sangre.
Adoramos para poder después, con gusto acercarnos al manjar o al pan del
cielo, como se lo ha definido en algún momento al misterio de la eucaristía.
San Agustín tiene una afirmación muy bella al respeto de que es este
misterio de la eucaristía, de este alimento cuando lo comemos. Dice San
Agustín: “nosotros somos asumidos por ella”.
Cuando uno come un alimento cualquiera sea; lo que hace es incorporar a su
organismo proteínas, lípidos, aminoácido, hidratos de carbono, vitaminas y
todo lo que sea necesario para que transformado en nuestro cuerpo, tengamos
la energía suficiente para poder desarrollar bien nuestra vida.
“Con este pan que comemos, dice San Agustín, nosotros no asimilamos su
contenido. Somos nosotros asimilados por él. Es decir, lo que comemos nos
asimila. Comemos el cuerpo y la sangre de Jesús, y de algún modo, somos
transformados en él. Somos transformados en aquello que recibimos.
Frente al misterio de transformación que hace mención la Palabra de Dios:
“El que me coma va ha tener vida para siempre”, vale la pena detenerse
frente a esta invitación y a este llamado.
Un modo muy vivo de detenernos frente a él, es pararnos frente al Santísimo
Sacramento del altar, frente a Jesús en la eucaristía y en actitud de
adoración eucarística.
Pensar en lo que significa comerlo y disponernos interiormente para que
cuando lo recibamos, lo hagamos con frutos.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica: cuando uno toma un sacramento
cualquiera sea, por ejemplo, este de la eucaristía, ese mismo sacramento
obra en nosotros lo que dice: “si es el pan que alimenta, nos alimenta”; “si
es el agua que purifica, nos purifica en el bautismo”; “si es el aceite que
consagra, nos consagra”.
Lo que dice eso se hace. Actúa con eficacia la gracia sacramental. También
mucho depende de con cuanta disposición interior, conciencia, grado de
apertura, recibimos lo que recibimos.
La primera parte del discurso de Jesús en torno al Pan de vida vincula la
vida eterna a la fe en él; ahora esta directamente vinculada a la comunión
con él, en el sacramento de la eucaristía.
En este sentido, fe y sacramento, fe y vida sacramental van de la mano. Se
necesita fe para participar de la vida sacramental.
Nosotros a veces obviamos el camino del anuncio de la Palabra para acercar a
los que participan de la vida sacramental y creemos que el dar, el repartir
sacramentos, es suficiente para tranquilizar nuestra conciencia respecto de
la tarea difícil de iluminar, acompañar, sostener, consolar con y desde el
mensaje, y la vivencia de Jesús en nuestra propia existencia. En este
sentido, la práctica sacramental se ha transformado desde hace algún tiempo
en un sacramentalismo.
Cuando hablamos de sacramentalismo, hablamos de un dar sacramentos sin un
proceso de evangelización y catequesis lo suficientemente desarrollada que
hace que las personas reciban casi por una convención social la vida
sacramental pero sin una profunda fe arraigada en el sacramento que celebra.
Pensemos si en el último tiempo te han invitado a un casamiento por iglesia.
Pudiste ver ahí realmente, a un matrimonio convencido de la gracia
sacramental o no viste mas bien a una novia bonitamente vestida o un novio
bien arreglado, a todos los invitados participando en el templo bien
vestidos pero por allí un poquito fría la celebración. Un tanto distante
como falta de calidez, no solamente de la calidez de lo humano que tal vez
allí en los buenos modales haya estado presente sino de esa otra calidez que
viene del fuego del Espíritu y que es mucho más. Incluye por supuesto esta
dimensión de lo humano pero es mucho más que eso.
Es conciencia de la presencia de Dios que celebra con nosotros aquel momento
de encuentro clave para la vida de dos personas. Decidirse a ser uno, a
partir de ahora en un proyecto común.
Pensemos también, en cuantos niños hacen la primera y la última comunión, el
mismo día. O hacen la primera comunión hasta que hacen la segunda en la
confirmación. Si se confirman.
¿Por qué sucede esto? Porque no se vincula la fe, como de hecho lo hace
Jesús en la Palabra, al acontecimiento sacramental.
Se ha puesto demasiado el acento en que actúa por sí misma como ya lo decía
el Concilio de Trento: “El sacramento obra por el hecho mismo porque la
acción se realiza”. Es decir, como si fuera casi magia. Estamos muy
vinculados a una percepción mágica del encuentro con Dios y eso lo
traducimos también en la vida sacramental.
Hemos como despersonalizado el vínculo en el trato con Dios. No entendemos
que sea justamente el camino de la fe, el lugar a través del cual, el
misterio de Dios, la persona de Jesús se nos revela y a través del camino de
la fe, nosotros encontramos también la respuesta a esta invitación que Dios
nos hace a encontrarse con él. Hemos dejado todo como bajo el manto de la
tradición, y entonces, en familia somos cristianos y como somos cristianos
nos bautizamos. No sabemos a veces que hacemos. No entendemos de que se
trata pero lo hacemos.
En familia hemos descubierto que ya es una tradición que los chicos hagan la
comunión. Pero no acompañamos el proceso de formación en la fe de los hijos,
de los nietos, de los sobrinos en camino al encuentro con Jesús. Damos por
hecho de que somos cristianos y la verdad que esto no es cierto.
Gracias a Dios, la sociedad en un punto se va descristianizando porque el
otro también era la mentira que esta sociedad era cristiana. Me parece que
se parece más a la realidad, lo que ocurre ahora que no somos tan cristianos
como decíamos que éramos.
Tiene más que ver con la realidad con lo que fue desde hace mucho tiempo.
Era más bien una convención y un código de ética, como dicen los obispos
vascos en un documento del año 2005 cuando invitan al pueblo a renovarse en
la cuaresma.
Un código de ética, una ideología, una expresión cultural y religiosa, todas
esas cosas han querido como reemplazar el eje mismo del proceso de
evangelización que es el encuentro personal con Jesús que viene a invitar a
recorrer un camino con un estilo de vida que tiene que ver con los valores
que él propone, vividos en su propia persona y proclamados en su Palabra.
Tiene eficacia en el mismo momento en que se anuncia sobre nosotros y en el
momento en que la proclamamos a otros.
En el texto del discurso del Pan de Vida, la Palabra que mueve a la fe y la
invitación a participar del sacramento de Jesús, en su cuerpo y en su
sangre, van juntos.
Nosotros en estos tiempos de camino eclesial los hemos separado, y entonces,
la Palabra por mucho tiempo fue privilegio de la comunidad evangélica que la
tomó antes que la Iglesia Católica para el uso del pueblo de Dios.
Entonces, demoramos cuatrocientos años desde el Concilio de Trento que no
pudo abordar el tema de la reforma, y el Concilio Vaticano II que puso en el
centro de la espiritualidad del cristiano la Palabra de Dios como el lugar
desde donde verdaderamente podemos establecer vínculos con la persona de
Jesús, y a partir de allí, desarrollar un proceso personalizado en la fe.
Cuando este vínculo con la persona de Jesús no está, ocurren todas las otras
cosas que decíamos. Es un código de ética la pertenencia a la comunidad de
Jesús. Es una ideología en nombre de la cual se hacen barbaridades desde
pensar que es posible matar a otro en nombre de la santa doctrina como de
hecho ocurrió en las terribles cruzadas o las locuras de la inquisición,
como descalificar a los demás porque piensan de manera distinta.
Este modo de obrar hace pensar que el encuentro con Jesús está lejos y las
consecuencias de las que se siguen de él mucho más, de la vivencia del
evangelio como propuesta de vida.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí” pero no de cualquier
manera esta diciendo, Jesús. Antes ha dicho que para eso hay que creer en él
y que no cree se declara a sí mismo alejado de la posibilidad de vivir en
plenitud.
Qué Dios nos regale la gracia de recuperar el camino perdido, renovándonos
en la fe si la nuestra ha sido convencional, sacramentalista, mágica,
desvinculada de la persona de Jesús, aferrada a un código de ética
constituido en una ideología o un hecho puntual de cumplimiento, cumplo y
miento, detrás de un ropaje de lo religioso en lo mío ha venido a ser como
una máscara que esconde lo que no estoy dispuesto a cambiar.
Muchos dicen: “no me acerco a la Iglesia porque en realidad todo lo que
ocurre ahí es como un circo. La gente participa del culto y al mismo tiempo,
después se los ve viviendo de cualquier manera”.
Es verdad que algunos lo dicen para excusarse a la invitación que Dios le
hace para encontrarse con ellos, pero también es cierto, que el testimonio
nuestro no es lo suficientemente vivencial, concreto y contundente como para
atraer a otros a la persona de Jesús.
En el Antiguo Testamento, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificios
entre las premisas de la tierra; era como el reconocimiento de la obra
creadora de Dios.
Recibe una nueva significación en el contexto del Exodo. Allí, el pueblo de
Israel cuando está saliendo camino a través del mar Rojo hacia la tierra
prometida, atravesando el desierto, participa de una cena pascual rápida
donde los panes ácimos están ofrecidos sobre la mesa.
Es el recuerdo del maná al que Jesús ha hecho mención en estos días con el
pan de vida. Es el maná verdadero y el pan de cada día en Israel, es el
fruto de una bendición de la tierra prometida.
Es como el pan compartido para Israel, el que se gana con el sudor de la
frente, el que brota de las manos del trabajador, el pan compartido en la
mesa familiar, es como un anticipo y una vivencia de las promesas de Dios
que se hacen realidad. Finalmente, el pan de cada día, es el fruto de la
tierra y de la promesa que viene como a reconfortar en el camino de la fe.
El cáliz de bendición al final del banquete pascual de los judíos añade
alegría en la festividad del vino que siempre tiene como una dimensión
escatológica.
La presencia del vino dentro de la celebración de la mesa judía en el
banquete pascual supone la presencia del vino como un anhelo, como un deseo
del cumplimiento de las promesas definitivamente de las promesas de Dios. A
esto se llama la escatología. La escatología es el cumplimiento ya aquí
anticipadamente de lo que va ha ocurrir definitivamente en la historia.
Por eso, la aparición de estos dos signos en las manos de Jesús en la última
cena y constituidos los mismos, en su cuerpo y en su sangre, no hay que
desprenderlos de aquella significación que ya tenía en Israel. Sólo que
ahora hay que darle una significación aun más honda y más profunda. Todo lo
que allí estaba contenido encuentra su cumplimiento en la persona de Jesús.
¿Qué quiere decir esto? Que el camino de liberación que el pueblo recorre en
la celebración del pan ácimo en el Exodo y la bendición, supone la presencia
providente de Dios alimentando como maná al pueblo que camina en el
desierto.
Además, la presencia cotidiana del pan que dice cumplir anticipadamente las
promesas, y del vino que es una bendición que habla del tiempo que vendrá,
todo eso está contenido en la eucaristía.
Por eso decimos que en el pan eucarístico contemplado, adorado y comido por
nosotros, están todas las riquezas de gracias con que Dios se comunica con
nosotros. De allí que el Concilio Vaticano II ha afirmado que la eucaristía
es la fuente de la vida cristiana, es el lugar donde brota la vida en Jesús.
Todos los dones, todas las gracias, todas las bendiciones, toda la presencia
transformante, todo el camino providencial de Dios en nuestra propia vida,
toda la acción y vida pastoral de la comunidad tiene su fuente en la
eucaristía. En este sentido, celebrarla y vincularnos a ella, es vincularnos
a un torrente de gracia con la que Dios quiere, una y otra vez, unirse en la
comunidad eclesial a través de los congresos eucarísticos. Un congreso o un
encuentro eucarístico tiene este valor de renovación de la vida de la
comunidad en su raíz y en su fuente.
En la eucaristía celebrada todos los días nos vinculamos a la fuente donde
brota el don del cielo para nosotros y para toda nuestra vida.
“Es que no tengo tiempo”, “que tengo mucho trabajo”. Cuanta gente hay que
antes de ir a trabajar encuentra allí toda su posibilidad de proyectar su
vida con y desde el Señor, desde la presencia de Jesús.
¡Qué lindo es encontrarse con las personas que descubrieron el valor de la
eucaristía en su vida y aun cuando, estén muy atareadas, siempre encuentran
el espacio para estar con el Señor.
No es un acto de devoción. Si fuera así lamentablemente estamos como errando
en el centro de la propuesta eucarística. Es una presencia de renovación;
“el que coma de este pan tendrá vida para siempre”, “el que beba este cáliz
no morirá jamás”.
Eso es lo que expresamos cuando celebramos el don eucarístico, la fuente de
gracia esta contenida allí en la celebración de la presencia del Señor en el
Sacramento de los sacramentos.
El Concilio Vaticano II dice “que además de ser fuente la eucaristía, es el
culmen de la vida cristiana”.
Por eso también hay que tener cuidado. Por ahí nosotros podemos sin
reconocer que verdaderamente es la fuente, insistir demasiado en la vida
eucarística. Sin esta conciencia puede no ser producente, puede no ser
conveniente y es mejor que la persona camine hacia el descubrimiento, que
poner en una obligación de participar sin que entienda de que está
participando. Es mejor caminar hacia la cima, que creer que porque lo
ponemos de cara a que vaya, a que cumpla con el precepto, con lo indicado en
nuestra enseñanza, en nuestra educación la persona termine por sacar fruto
de aquello. Es mejor hacer el proceso que nos lleve a la celebración que
imponer las condiciones para la celebración que después nos hagan
verdaderamente fallar. Nos hacen hacer de la celebración un teatro más que
una verdadera celebración.
Es interesante escuchar el relato de los quienes participan sin fe de la
eucaristía. Es muy gracioso e interesante. Recuerdo uno que decía: “¿de que
se trata esa pastilla que les dan?”.
Para el que no tiene fe es una pastilla. ¡Cuidado! Porque eso puede ocurrir
hacia dentro de la comunidad eclesial. A veces, al menos de quien yo lo
escuché, lo escuché como una expresión no de ataque a la Iglesia ni de burla
ni de ironía. Si no realmente de que no entendía de que se trataba.
Pero eso mismo nos puede pasar a nosotros cuando de la eucaristía no hacemos
la celebración de la vida sino un culto repetido y vacío de contenido
existencial. Vacío del sentido pascual de la propia vida, allí donde yo
celebro mis muertes y mi vida que se renueva todos los días.
Cuando yo no lo celebro mis pascuas en la eucaristía, estoy haciendo de la
celebración un gran teatro, una gran expresión cultural, vacía de contenido
y de significado. A veces nos pasa esto en algunas celebraciones a las que
vamos. Porque en realidad, ha tenido más fuerza la ley del precepto de la
participación que la celebración como cima de un proceso vivido pascualmente
con Jesús. Por eso no se trata de comer para tener vida de cualquier modo.
Se trata de comer estando en comunión y sintiéndonos invitados a abrazar
nosotros nuestra propia pascua, nuestras muertes y nuestras vidas renovadas
en la entrega de la propia vida por amor. En este sentido nos hacemos uno
con Jesús.
Si no desarrollamos la magia, desarrollamos le expresión cultural vacía de
significado y de sentido.ida.