El Bautismo

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

 

El barco que nunca zarpo

“Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto” (Lc 3,15ss)  

En cierta ocasión toda una población portuaria se encontraba reunida al borde de un astillero. No era para menos: un gran barco iba a ser bautizado para comenzar su andadura por las aguas del mar.

Todo estaba preparado; autoridades y banderas, mesas y luces, invitados y fotógrafos, música y flores….y ¡cómo no!: la botella de champán que, en un momento dado, el alcalde de la localidad habría de lanzar sobre la embarcación.

Y llegó el momento culminante: después de las palabras de bienvenida y con gran emoción, la autoridad correspondiente, soltó en simbólico acto el cava que fue a estrellarse en el lugar señalado y con total precisión.

Los aplausos y los cohetes no se hicieron esperar. No era para menos: ¡un nuevo barco en nuestro puerto! (gritaba orgulloso el vecindario). La sorpresa y la incertidumbre llegó cuando (después de la fiesta y de la pólvora, de los himnos y los consabidos abrazos efusivos, de las fotos y de la colosal comida popular) el barco por distintas circunstancias se resistió a adentrarse en el mar y quedó totalmente encasquillado sobre unas vías preparadas para la ocasión. La decepción se hizo aún más mayúscula cuando en un desesperado intento por empujar el buque hacia el océano se inclinó de tal manera que se agrietó todo su casco de arriba abajo quedando sentenciado su futuro para siempre.  

Y al pensar y redactar esta parábola me acuerdo del bautismo que muchos de nosotros hemos recibido y, otros tantos hoy, lo siguen reciibendo. Lo hacemos, al igual que la botadura de esa embarcación, rodeados de flores y de focos, de luces y de fiesta. Mi pregunta es: ¿y luego?...¿nos adentramos en la misión de todo cristiano  o nos quedamos en la orilla de ese bautismo?. Malo será que pongamos tanto énfasis en el momento del “chapuzón sacramental” que nos olvidemos del horizonte que nos exige.

Porque, en realidad, el bautismo no se queda en el agua que cae sobre nuestras cabezas. Continúa en el día siguiente cuando, sintiéndonos hijos de Dios, trabajamos para que su Reino sea una pronta realidad en nuestra tierra.

Porque, en realidad, el bautismo que recibimos no acaba cuando somos inscritos en el libro de los elegidos y, en cambio, si empieza cuando nos comprometemos  en  llevar con nuestras manos la luz de la fe a todos los que nos rodean.

Esta es la gran decepción a la que asistimos, con cierta impotencia, sacerdotes y evangelizadores: un bautismo que se queda en el puerto de los que nunca quisieron emprender ni aprender la fe que en él y con él recibieron. Se quedaron encasquillados con una fe sin consistencia, con unos padrinos sin garantía  y resquebrajada desde el principio.  

Que este tiempo ordinario que iniciamos después de la Navidad sea una llamada a recuperar el brío y la autenticidad de nuestro bautismo: hemos sido bautizados no por necesidad personal (sería muy poco y pobre) y sí como una llamada a ser hijos de Dios, a ser iglesia  y a dar razón de El donde haga falta.